11/11/2016 –
Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo» ¡Abba!, es decir, ¡Padre!
Gálatas 4,6
En las anteriores catequesis hemos visto que la doctrina de la maternidad de María, partiendo de su primera formulación, la Madre de Jesús, pasó luego a la más completa y explícita de Madre de Dios, hasta la afirmación de su implicación materna en la redención de la humanidad.
También con relación a otros aspectos de la doctrina mariana, han sido necesarios muchos siglos para llegar a la definición explícita de verdades reveladas referentes a María. Casos típicos de este camino de fe para descubrir de forma cada vez más profunda el papel de María en la historia de la salvación son los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción, proclamados, como es bien sabido, por dos venerados predecesores míos, respectivamente por el siervo de Dios Pío IX en 1854, y por el siervo de Dios Pío XII durante el jubileo del año 1950.
La mariología es un campo de investigación teológica particular: en ella el amor del pueblo cristiano a María ha intuido a menudo con anticipación algunos aspectos del misterio de la Virgen, atrayendo hacia ellos la atención de los teólogos y de los pastores. Primero ha sido la revelación de Dios y el misterio de María como una intuición del pueblo peregrino y luego se ha profundizado en la reflexión. Quizás nos hubiera gustado contar con más elementos sobre su figura, más detalles que nos permitieran conocer mejor a la Madre de Jesús. María elige el lugar donde Dios la pone porque sabe que es el lugar donde Dios obra con poder: en la humildad, en la pobreza y en la sencillez. Dios pone en lo más alto a los humildes. Elegir el corazón mariano como lugar desde donde observar el misterio supone entrar en sintonía con éstas dimensiones propias de la teología mariana: la sencillez, la humildad y la pobreza.
Tampoco satisfacen ese deseo los otros escritos del Nuevo Testamento, en los que se echa de menos un desarrollo doctrinal explícito sobre María. Incluso las cartas de san Pablo, que nos ofrecen un pensamiento rico sobre Cristo y su obra, se limitan a decir, en un pasaje muy significativo, que Dios envió a su Hijo, “nacido de mujer” (Ga 4, 4).
Muy poco se nos dice sobre la familia de María. Si excluimos los relatos de la infancia, en los evangelios sinópticos encontramos solamente dos afirmaciones que arrojan un poco de luz sobre María: una con respecto al intento de los hermanos o parientes, que querían llevarse a Jesús a Nazaret (cf. Mc 3, 21; Mt 12, 48): la otra, al responder a la exclamación de una mujer sobre la bienaventuranza de la Madre de Jesús (cf. Lc 11, 27).
Con todo, Lucas, en el evangelio de la infancia, con los episodios de la Anunciación, la Visitación, el nacimiento de Jesús, la presentación del Niño en el templo y su encuentro entre los doctores a la edad de doce años, no sólo proporciona algunos datos importantes, sino que presenta una especie de protomariología de fundamental interés. San Mateo completa indirectamente esos datos en el relato sobre el anuncio a José (cf. Mt 1, 18-25), pero sólo en relación con la concepción virginal de Jesús.
El evangelio de Juan, además, profundiza el valor histórico-salvífico del papel que desempeña la Madre de Jesús, cuando refiere que se hallaba presente al comienzo y al final de la vida pública. Particularmente significativa es la intervención de María al pie de la cruz, donde recibe de su Hijo agonizante la misión de ser madre del discípulo amado y, en él, de todos los cristianos (cf. Jn 2, 1-12 y Jn 19, 25-27).
Los Hechos de los Apóstoles, por último, recuerdan expresamente a la Madre de Jesús entre las mujeres de la primera comunidad, que esperaban Pentecostés (cf. Hch 1, 14).
Por el contrario, a falta de otros testimonios neotestamentarios y de noticias seguras procedentes de fuentes históricas, nada sabemos ni de la fecha ni de las circunstancias de su muerte. Sólo podemos suponer que siguió viviendo con el apóstol Juan y que acompañó siempre de cerca el desarrollo de la primera comunidad cristiana. La escasez de datos sobre la vida terrena de María queda compensada por su calidad y riqueza teológica, que la exégesis actual pone cuidadosamente de relieve.
Por lo demás, debemos recordar que la perspectiva de los evangelistas es totalmente cristológica y quiere interesarse de la Madre sólo en relación con la buena nueva del Hijo. Como ya observa san Ambrosio, el evangelista, al exponer el misterio de la Encarnación, “creyó oportuno no buscar más testimonios sobre la virginidad de María, para no dar la impresión de dedicarse a defender a la Virgen más que a proclamar el misterio” (Exp. in Lucam, 2, 6: PL 15, 1.555).
Podemos reconocer en este hecho una intención especial del Espíritu Santo, el cual quiso suscitar en la Iglesia un esfuerzo de investigación que, conservando el carácter central del misterio de Cristo, no se detuviera en los detalles de la existencia de María, sino que se encaminara a descubrir sobre todo su papel en la obra de salvación, su santidad personal y su misión materna en la vida cristiana.
El Espíritu Santo guía el esfuerzo de la Iglesia, comprometiéndola a tomar las mismas actitudes de María. En el relato del nacimiento de Jesús, Lucas afirma que su madre conservaba todas las cosas “meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19), es decir, esforzándose por ponderar (symballousa) con una mirada más profunda todos los acontecimientos de los que había sido testigo privilegiada.
De forma análoga, también el pueblo de Dios es impulsado por el mismo Espíritu a comprender en profundidad todo lo que se ha dicho de María, para progresar en la inteligencia de su misión, íntimamente vinculada al misterio de Cristo.
En el desarrollo de la mariología el pueblo cristiano desempeña un papel particular: con la afirmación y el testimonio de su fe, contribuye al progreso de la doctrina mariana, que normalmente no es sólo obra de los teólogos, aunque su tarea sigue siendo indispensable para la profundización y la exposición clara del dato de fe y de la misma experiencia cristiana.
La fe de los sencillos es admirada y alabada por Jesús, que reconoce en ella una manifestación maravillosa de la benevolencia del Padre (cf. Mt 11 25 Lc 10, 21). Esa fe sigue proclamando, en el decurso de los siglos, las maravillas de la historia de la salvación, ocultas a los sabios. Esa fe, en armonía con la sencillez de la Virgen, ha hecho progresar el reconocimiento de su santidad personal y del valor trascendente de su maternidad.
El misterio de María compromete a todo cristiano, en comunión con la Iglesia, a meditar en su corazón lo que la revelación evangélica afirma de la Madre de Cristo. En la lógica del Magnificat, cada uno experimentará en sí, como María, el amor de Dios y descubrirá en las maravillas realizadas por la santísima Trinidad en la Llena de gracia un signo de la ternura de Dios por el hombre.
Padre Javier Soteras
Material elaborado en base a catequesis de Juan Pablo II durante la audiencia general del miércoles 8 de noviembre de 1995
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