09/01/2016 – En esta catequesis profundizaremos sobre el plan creador de Dios y su llamado al hombre y a la mujer a complementarse desde el amor y a ser fecundos. El matrimonio y cómo desde ese vínculo de amor se puede crear una sociedad nueva.
“Y Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer. Y los bendijo, diciéndoles: “Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla”.
Gn 1, 27-28
El hombre y la mujer, dice el catecismo de la Iglesia Católica, son creados, es decir, son queridos por Dios: por una parte, en una perfecta igualdad en tanto que personas humanas, y por otra, en su ser respectivo de hombre y de mujer. “Ser hombre”, “ser mujer” es una realidad buena y querida por Dios: el hombre y la mujer tienen una dignidad que nunca se pierde, que viene inmediatamente de Dios su creador. El hombre y la mujer son, con la misma dignidad, “imagen de Dios”. En su “ser-hombre” y su “ser-mujer” reflejan la sabiduría y la bondad del Creador.
De allí que la perspectiva de igualdad entre el hombre y la mujer nos invita a reflejar el rostro completo de Dios como creador en su sabiduría y en su bondad. No es la defensa de uno u otro sino la defensa de una mirada que nos regala el creador al respecto
Dios no es, en modo alguno, a imagen del hombre. No es ni hombre ni mujer. Dios es espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos. Pero las “perfecciones” del hombre y de la mujer reflejan algo de la infinita perfección de Dios: las de una madre (cf. Is 49,14-15; 66,13; Sal 131,2-3) y las de un padre y esposo (cf. Os 11,1-4; Jr 3,4-19).
Este ser distintos e iguales no los mantiene a la distancia, sino que Dios pensó al hombre y a la mujer para que sean “El uno para el otro”, “una unidad de dos”, y así lo distinto se constituye en un mismo proyecto, los dos llegan a ser una sola carne, dice la palabra.
Creados a la vez, el hombre y la mujer son queridos por Dios el uno para el otro. La Palabra de Dios nos lo hace entender mediante diversos acentos del texto sagrado. “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada”. Ninguno de los animales es “ayuda adecuada” para el hombre. La mujer, que Dios “forma” de la costilla del hombre y presenta a éste, despierta en él un grito de admiración, una exclamación de amor y de comunión: “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2,23). El hombre descubre en la mujer un otro “yo”, de la misma humanidad y encuentra allí un alter ego con quien construir y darle profundidad a su identidad.
Esto de hacer un proyecto juntos no es encontrar un lugar donde rascarse sino que es un lugar donde identificarse que es mucho más que tener alguien en quien apoyarse, es la identidad la que se construye a través de este vínculo de varón y mujer hechos un mismo proyecto.
El catecismo nos dice además, que el hombre y la mujer están hechos “el uno para el otro”: no que Dios los haya hecho “a medias” e “incompletos”; los ha creado para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser “ayuda” para el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas (“hueso de mis huesos…”) y complementarios en cuanto masculino y femenino. En el matrimonio, Dios los une de manera que, formando “una sola carne” (Gn 2,24), puedan transmitir la vida humana.
Es un lugar de fecundidad esto de ser uno con el otro, no es un lugar de encierro, no es un lugar de regodeo, no es un lugar de disfrutar lo que somos y mientras no estén los chicos (como se suele decir por allí), y después cuando los chicos no están, dicen “ahora porque los chicos no están”… Pasa en los matrimonios donde ya los hijos partieron. En los matrimonios jovencitos uno a veces escucha, “nosotros por ahora hijos no, porque queremos disfrutar” como si se estuviera colando en el corazón mismo del vínculo la infecundidad, como si el ser fecundos pudiera provocar un problema más que la multiplicación. Los que son más viejos, cuando se tienen que encontrar de vuelta cara a cara y mirarse a los ojos y redescubrirse en el amor porque el nido se vació, porque los hijos volaron necesariamente a crear nuevos proyectos, encuentran el temor de la infecundidad en el vínculo relacionado solo a la procreación.
Atención porque la fecundidad no está vinculada solo a la procreación. Qué ocurre sino con los matrimonios que no pueden tener hijos. La fecundidad la da el hecho de ser uno con el otro, de construir un mismo proyecto de comunión y de amor que hace ser fecundo el vínculo más allá de la procreación.
Vamos a descubrir también cómo se da también en la vida de los que somos consagrados, cómo nuestra vida planteada en términos de alianza nupcial desde alguna perspectiva mística es también un lugar de fecundidad aunque no haya procreación. Lo que hace procreativo el vínculo es el amor en torno al cual se construye. Además se puede tener muchos hijos y no cuidarlos, no protegerlos, no guiarlos, no acompañarlos, no educarlos, lo cual hace ciertamente infecundo el hecho de tener muchos hijos.
La fecundidad está dada por el vínculo en la caridad, en el amor hasta ser una sola carne. Uno es uno con el otro cuando en el amor las personas se hacen a la medida una de la otra y es allí donde acontece el gran milagro del hecho nupcial y donde Dios mismo lo celebró así. Se hizo uno de nosotros, se despojo de su condición divina y adquirió nuestra condición humana, este gesto de vínculo de amor de Dios para con el hombre, vínculo esponsal – lo dicen las escrituras desde el principio hasta el final, desde el Génesis hasta el Apocalipsis -es porque el amor iguala, y lo que establece el vínculo de igualdad, de amor y de fecundidad es el amor que nos pone en sintonía con lo otro haciéndonos a la medida del otro. En el vínculo matrimonial el hombre se puede hacer a la medida de la mujer y la mujer a la medida del hombre.
En el vínculo virginal, los hombres y las mujeres llamados a ser todo de Dios y todo de todos los hombres, podemos hacernos a todo siendo todo de Dios perteneciendo y poniendo nuestro corazón primero y solo en Dios y a partir de ahí en todos sin excluir a nadie. También allí se da un vínculo de esponsalidad.
Las sagradas escrituras se abren con el relato de la creación del hombre y la mujer a imagen y semejanza de Dios y se cierran con la visión de las bodas del cordero en Apocalipsis 19,9.
Podríamos decir que de un extremo al otro de las escrituras se habla del matrimonio, de su misterio, de su institución, del sentido que Dios le dio, también de su origen, de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades por causa del pecado, de su renovación en Jesús. Todo ello en una perspectiva de una alianza nueva en Cristo y en el ámbito de la Iglesia.
Es pan común para nosotros en el Iglesia reconocer con dolor que ya los jóvenes no dan un paso sobre el matrimonio como sacramento y en muchos casos deciden juntarse, casarse solo por el civil. Es una dolorosa experiencia ver como el ámbito de lo sacramental sigue postergado o sino se llega a ese lugar por condicionamientos sociales pero no por convicciones profundas de la fe. Casarse por la Iglesia forma parte de todo el repertorio que supone casarse pero no es que esté vinculado a la convicción profunda de lo que significa la vida matrimonial esto de hacerse uno en otro con Cristo en medio, entonces más que un acontecimiento de gracia es un acontecimiento social, el casamiento.
Entre un extremo y el otro la formalidad absoluta y la ausencia de la vivencia sacramental, solo por el civil y a veces ni eso, “el hecho de juntarse es suficiente”, nos pone frente a la situación de preguntarnos cómo hacemos para replantear para la sociedad el vínculo matrimonial en el modo en que entendemos Dios quiere que sea el proyecto de hombre y mujer unidos en Cristo.
Cuando uno recorre la historia de la humanidad se encuentra con cosas sorprendentes, cómo esto no está claro en todas y en cada una de las culturas, cómo en cada cultura el vínculo ha tenido una perspectiva distinta, vemos sociedades construidas sobre la poligamia, en la sociedad actual se construye también la posibilidad del vínculo de personas del mismo sexo y eso se lo ve como normal, y nosotros ¿qué mirada tenemos al respecto? Y cómo es que nuestra mirada sin que sea impositiva, sin que sea mandatorio para todos en la sugestión de su vivencia y en el valor de su propuesta se haga atractivo y muestre el cauce del proyecto de lo que Dios quiere. Ese es el gran desafío de la tarea de la evangelización.
Si hay una pastoral en la que tenemos que prestar particular atención es en la vida matrimonial y en la vida familiar porque allí está el núcleo donde la sociedad nueva que hay que construir desde el lugar valórico del evangelio nos plantea un gran desafío.
Todas las otras pastorales también hay que desarrollarlas pero esta es nuclear y allí hay que poner mucho el acento. Todas las cuestiones que tienen que ver con el cuidado de la vida encuentran allí un punto clave, la educación, la educación y la sexualidad también. Los proyectos de desarrollo de las personas en el acompañamiento en las distintas etapas de la vida también encuentran allí un punto decisivo.
Seguramente si insistimos por este camino en el tiempo, en un proyecto a mediano y largo plazo, para proponer viviendo una vida matrimonial en coherencia con Cristo Jesús, muchos de los planteos que la sociedad hoy se hace comenzarían a revestirse a partir de mostrar un modelo que por su condición atractiva muestra el perfil de los rasgos humanos que el evangelio plantea de un vínculo sano entre el hombre y la mujer como proyecto de vida de complementariedad y fecundidad.
En una sociedad plural donde la perspectivas ideológicas son distintas, nosotros como Iglesia tenemos que buscar la manera de replantear nuestro ejercicio pastoral en orden a la vida matrimonial y familiar con un plus de riqueza que marque la diferencia. Más que compita, imponga, discuta y se violente en muchos casos intolerantemente frente a otras propuestas que no coinciden con el plan y el proyecto que Dios tiene de humanidad.
Atención, porque aquí se juega básicamente un modo estratégico de ubicarnos frente a lo que Dios nos pide, de hacer presente su proyecto de vida, no es imponiéndolo, no es enojándonos, es viviendo y proponiendo lo que vivimos de una manera atractiva, de una manera que marque la diferencia. Si vamos por esos caminos, la defensa de la vida, la diferenciación de los sexos y la complementariedad en un mismo proyecto de vida entre un hombre y una mujer constituyendo un único modo del proyecto llamado matrimonio, irán marcando el rumbo de una sociedad nueva que todos esperamos y que todos soñamos.
Un hombre nuevo para un mundo nuevo nace de este lugar de sanidad que está llamado a ser el vínculo matrimonial y la construcción de la vida familiar como núcleo de la nueva sociedad.
La construcción de un proyecto común de dos que son distintos y que están llamados desde una perspectiva de género diversa a construir un mismo proyecto, ser una sola carne, nace siempre bajo el signo de una herida que es la que ha instalado el pecado. Todo hombre en su entorno y en su propio corazón vive la experiencia del mal y esta experiencia se hace sentir también en la relación entre el hombre y la mujer.
En todo tiempo la unión del hombre y la mujer vive amenazada por las discordias, el espíritu de domino que quiere ganar la relación, la infidelidad como tentación que aparece en el vínculo, los celos, los conflictos que pueden conducir hasta la ruptura, el desprecio del otro, estas amenazas rodean al vínculo y si no salimos de la ingenuidad se va a confiscar el proyecto. Este desorden está en el corazón de la persona hombre/mujer y es justamente el orden interior el que debemos procurar para que el vínculo también sea ordenado.
Este desorden puede manifestarse de maneras más o menos agudas y puede ser más o menos superado según las culturas, las épocas, los individuos pero siempre aparece como algo de carácter universal y como una amenaza que si nosotros la sabemos leer positivamente se presenta como una oportunidad. Aquello que amenaza la relación puede ser un lugar de crecimiento. Este desorden que constatamos dolorosamente no se origina en la naturaleza del hombre o de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones sino en el pecado.
El primer pecado, ruptura con Dios tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer y por eso el vínculo entre ellos se cuida de una manera significativa en la relación que cada uno tiene con Dios. Cuidar la relación propia de cada uno de los cónyuges con Dios es la clave desde donde poder superar cualquier dificultad que surge en toda relación humana.
Padre Javier Soteras
Podcast: Reproducir en una nueva ventana | Descargar | Incrustar
Suscríbete: RSS