13/02/2017 – Los salmos, y particularmente el 22 que compartiremos hoy, nos muestran al hombre que acude a Dios en medio de las adversidades. Se entremezclan la sensación de abandono con la confianza en que Dios escucha a su hijo. El mismo Jesús tomará en la cruz las palabras del salmista: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Es el grito de tantos que sufren a nuestro alrededor y que hoy queremos elevar en súplica al Padre Dios.
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos? Te invoco de día, y no respondes, de noche, y no encuentro descanso; y sin embargo, tú eres el Santo, que reinas entre las alabanzas de Israel.
En ti confiaron nuestros padres: confiaron, y tú los libraste; clamaron a ti y fueron salvados, confiaron en ti y no quedaron defraudados.
Pero yo soy un gusano, no un hombre; la gente me escarnece y el pueblo me desprecia; los que me ven, se burlan de mí, hacen una mueca y mueven la cabeza, diciendo: «Confió en el Señor, que él lo libre; que lo salve, si lo quiere tanto».
Tú, Señor, me sacaste del seno materno, me confiaste al regazo de mi madre; a ti fui entregado desde mi nacimiento, desde el seno de mi madre, tú eres mi Dios.
No te quedes lejos, porque acecha el peligro y no hay nadie para socorrerme. Me rodea una manada de novillos, me acorralan toros de Basán; abren sus fauces contra mí como leones rapaces y rugientes.
Soy como agua que se derrama y todos mis huesos están dislocados; mi corazón se ha vuelto como cera y se derrite en mi interior; mi garganta está seca como una teja y la lengua se me pega al paladar.
Me rodea una jauría de perros, me asalta una banda de malhechores; taladran mis manos y mis pies y me hunden en el polvo de la muerte.
Yo puedo contar todos mis huesos; ellos me miran con aire de triunfo, se reparten entre sí mi ropa y sortean mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos; tú que eres mi fuerza, ven pronto a socorrerme Libra mi cuello de la espada y mi vida de las garras del perro.
Sálvame de la boca del león, salva a este pobre de los toros salvajes. Yo anunciaré tu Nombre a mis hermanos, te alabaré en medio de la asamblea: «Alábenlo, los que temen al Señor; glorifíquenlo, descendientes de Jacob; témanlo, descendientes de Israel. Porque él no ha mirado con desdén ni ha despreciado la miseria del pobre: no le ocultó su rostro y lo escuchó cuando pidió auxilio» Por eso te alabaré en la gran asamblea y cumpliré mis votos delante de los fieles: los pobres comerán hasta saciarse y los que buscan al Señor lo alabarán.
¡Que sus corazones vivan para siempre! Todos los confines de la tierra se acordarán y volverán al Señor; todas las familias de los pueblos se postrarán en su presencia.
Porque sólo el Señor es rey y él gobierna a las naciones. Todos los que duermen en el sepulcro se postrarán en su presencia; todos los que bajaron a la tierra doblarán la rodilla ante él, y los que no tienen vida glorificarán su poder.
Hablarán del Señor a la generación futura, anunciarán su justicia a los que nacerán después, porque esta es la obra del Señor.
Salmo 22,2-32
Es el Salmo 22, según la tradición judía, 21 según la tradición greco-latina, una oración triste y conmovedora, cargada de angustia y de una profundidad humana y una riqueza teológica que hacen que sea uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio por su carácter profundamente existencial.
Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y circundado por los adversarios que quieren su muerte; el salmista recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza. Lo que más sorprende es que aparece al salmista con la garganta enrojecida de sus gritos. Luego Jesús en la cruz tomará esta expresión y también lo veremos gritando al Padre. Martín Descalzo dice que este grito de Jesús es una síntesis de todos los gritos de la humanidad de todos los tiempos. Es el grito de los niños que nacen y de los desesperados ante la muerte, el tantos que claman por justicia, y el de tantos padres y madres que ven que la vida de sus hijos se pierden…. Hoy queremos recibir a la humanidad que también pone roja su garganta a lo hora de reclamar por justicia y por sentido y elevarla como súplica al cielo.
En la oración del salmista se alternan la realidad angustiosa del presente y la memoria consoladora del pasado, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación desesperada que, sin embargo, no quiere renunciar a la esperanza. Su grito inicial es un llamamiento dirigido a un Dios que parece lejano, que no responde y parece haberlo abandonado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no me respondes; de noche, y no me haces caso» (vv. 2-3).
Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin encontrar respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra, de una ayuda que no llega; Dios parece tan distante, olvidadizo, tan ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda dar consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad llega a ser insostenible. Sin embargo, el orante de nuestro Salmo tres veces, en su grito, llama al Señor «mi» Dios, en un extremo acto de confianza y de fe. Dice el Papa Benedicto XVI, no obstante toda apariencia, el salmista no puede creer que el vínculo con el Señor se haya interrumpido totalmente; y mientras pregunta el por qué de un supuesto abandono incomprensible, afirma que «su» Dios no lo puede abandonar. Puede más la confianza que todas las circunstancias amenazantes y que el sentir del abismo y de la muerte. En medio de nuestras noches sociales, y de nuestras oscuridades, nosotros queremos llenar de sentido en la confianza estos clamores y expresarlos como gritos que se hacen oración y súplica en esta mañana. Como es sabido, el grito inicial del Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», es citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos como el grito lanzado por Jesús moribundo en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ello expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama más tremendo, el de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y negado por los discípulos, circundado por quien lo insulta, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y la aniquilación. Por ello grita al Padre, y su sufrimiento asume las sufridas palabras del Salmo. Pero su grito no es un grito desesperado, como no lo era el grito del salmista, en cuya súplica recorre un camino atormentado, desembocando al final en una perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina. Puesto que en la costumbre judía citar el comienzo de un Salmo implicaba una referencia a todo el poema, la oración desgarradora de Jesús, incluso manteniendo su tono de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria.
«¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?», dirá el Resucitado a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26). Es la única explicación que encuentra el sufrimiento y el dolor, una vida eterna en el paraiso con Dios. En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús pasa por el abandono y la muerte para alcanzar la vida y donarla a todos los creyentes.
Al dolor de tantos gritos de la humanidad los ponemos en este lugar compartido, el grito de Jesús, y desde esa oración rezamos al Padre para que lo reciba y nos lluevan las bendiciones y gracias.
A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22, responde, en doloroso contraste, el recuerdo del pasado: «En ti confiaban nuestros padres, confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres, en ti confiaban, y no los defraudaste» (vv. 5-6).
Aquel Dios que al salmista parece hoy tan lejano, es, sin embargo, el Señor misericordioso que Israel siempre experimentó en su historia. El pueblo al cual pertenece el orante fue objeto del amor de Dios y puede testimoniar su fidelidad. Comenzando por los patriarcas, luego en Egipto y en la larga peregrinación por el desierto, en la permanencia en la tierra prometida en contacto con poblaciones agresivas y enemigas, hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica fue una historia de clamores de ayuda por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por parte de Dios. Y el salmista hace referencia a la fe inquebrantable de sus padres, que «confiaron» —por tres veces se repite esta palabra— sin quedar nunca decepcionados.Nosotros también podemos mirar nuestra historia y a pesar de haber atravesado lugares oscuros y dolorosos, siempre hemos salido y las sombras en la presencia de Dios “son claras como el día”, como reza otro salmo.
Ahora, sin embargo, parece que esta cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido; la situación del salmista parece desmentir toda la historia de la salvación, haciendo todavía más dolorosa la realidad presente.
Pero Dios no se puede retractar, y es entonces que la oración vuelve a describir la triste situación del orante, para inducir al Señor a tener piedad e intervenir, come siempre había hecho en el pasado. El salmista se define «gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (v. 7), se burlan, se mofan de él (cf. v. 8), y herido precisamente en la fe: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere» (v. 9), dicen. Bajo los golpes socarrones de la ironía y del desprecio, parece que el perseguido casi pierde los propios rasgos humanos, como el siervo sufriente esbozado en el Libro de Isaías (cf. Is 52, 14; 53, 2b-3). Y como el justo oprimido del Libro de la Sabiduría (cf. 2, 12-20), como Jesús en el Calvario (cf. Mt 27, 39-43) y como tantos que parecen perder rostro humano, el salmista ve puesta en tela de juicio la relación con su Señor, con relieve cruel y sarcástico de aquello que lo está haciendo sufrir: el silencio de Dios, su ausencia aparente.
Sin embargo, Dios ha estado presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionables. El salmista recuerda al Señor: «Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos» (vv. 10-11a). El Señor es el Dios de la vida, que hace nacer y acoge al neonato, y lo cuida con afecto de padre. Y si antes se había hecho memoria de la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el orante evoca de nuevo la propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento particularmente significativo del comienzo de su vida. Y ahí, no obstante la desolación del presente, el salmista reconoce una cercanía y un amor divinos tan radicales que puede ahora exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de esperanza: «desde el vientre materno tú eres mi Dios» (v. 11b). El lamento se convierte ahora en súplica afligida: «No te quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre» (v. 12). La única cercanía que percibe el salmista y que le asusta es la de los enemigos. Por lo tanto, es necesario que Dios se haga cercano y lo socorra, porque los enemigos circundan al orante, lo acorralan, y son como toros poderosos, como leones que abren de par en par la boca para rugir y devorar (cf. vv. 13-14). La angustia altera la percepción del peligro, agrandándolo.
Los adversarios se presentan invencibles, se han convertido en animales feroces y peligrosísimos, mientras que el salmista es como un pequeño gusano, impotente, sin defensa alguna. Pero estas imágenes usadas en el Salmo sirven también para decir que cuando el hombre se hace brutal y agrede al hermano, algo de animalesco toma la delantera en él, parece perder toda apariencia humana; la violencia siempre tiene en sí algo de bestial y sólo la intervención salvífica de Dios puede restituir al hombre su humanidad. Ahora, para el salmista, objeto de una agresión tan feroz, parece que ya no hay salvación, y la muerte empieza a posesionarse de él: «Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados […] mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar […] se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica» (vv. 15.16.19). Con imágenes dramáticas, que volvemos a encontrar en los relatos de la pasión de Cristo, se describe el desmoronamiento del cuerpo del condenado, la aridez insoportable que atormenta al moribundo y que encuentra eco en la petición de Jesús «Tengo sed» (cf. Jn 19, 28), para llegar al gesto definitivo de los verdugos que, como los soldados al pie de la cruz, se repartían las vestiduras de la víctima, considerada ya muerta (cf. Mt 27, 35; Mc 15, 24; Lc 23, 34; Jn 19, 23-24).
Este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia también nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza.
Padre Javier Soteras
Material elaborado en base a Catequesis del Papa Benedicto XVI en la audiencia del 14 de septiembre del 2011
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