16/05/2017 – Iniciamos un ciclo de catequesis en torno al catecismo de la Iglesia católica, para afianzarnos en las verdades de la fe y así luego ampliarlas y actualizarlas en cada lugar de nuestras vidas donde nos desempeñamos. En la catequesis es fundamental el contexto en el que uno anuncia la Palabra, que tiene que ver con los sujetos a los que nos dirigimos.
“Como la cierva sedienta busca las corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿Cuándo iré a contemplar el rostro de Dios?” Salmo 42,2-3
Comienza el Catecismos en el prólogo diciendo: “PADRE, esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3). “Dios, nuestro Salvador… quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2,3-4). “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4,12), sino el nombre de Jesús.
En Alpha cantabamos una canción “no quisiste el cielo sin nosotros Señor, por eso viniste para bajarnos el cielo”. Dios quiere el cielo, la felicidad, el gozo y la alegría, para nosotros. Nos quiere a nosotros con Él en el cielo. Y como no nos alcanza con nuestras fuerzas, porque no podemos conquistarlo, Él se abaja a nosotros. La vida más digna y de mejor calidad, no se parece en nada a la plenitud de vida que nos viene desde el cielo. Ser hombre, es decir, venir de Dios e ir a Dios. Tenemos un origen que tiene que ver con el lugar donde nacimos, nuestros padres y el contexto familiar, en esa ciudad o pueblo que configuraron el modo de nacer mío en la tierra. Son contextos sociales donde la aparición de la persona hizo que sus características de vida estén marcadas por ese contexto. Pero ningún contexto termina por definir la vida humana que la deje existencialmente condicionada. Hay una realidad más honda que es que provenimos de Dios.
Estamos en la tierra para conocer y amar a Dios, para hacer el bien según su voluntad y para ir un día al cielo. [1-3, 358]
Como la cierva sedienta busca las corrientes de agua, así en lo hondo de mi ser, suspira por Dios. Tengo sed de Dios, sed del absoluto, del sentido pleno de la vida. ¿Cuándo llegaré a alcanzar el encuentro definitivo con el rostro de Dios?
Todo nuestro andar está siempre alentado por este deseo de Dios. La primera pregunta que nos surge en nuestra condición de peregrinos, es preguntarnos por qué andamos, por qué estamos sobre la tierra. El peregrino, mientras va de camino, se va preguntando cuál es el próximo paso. Ese próximo paso se define en función del fin.
Hay una razón de fondo, que tenemos desde el acto creyente, que está tensionando todas las miradas humanas que explican la existencia humana. El Catecismo nos invita a preguntarnos por el principio, la razón de ser de nuestra existencia. El catecismo nos dice que estamos en la tierra para conocer y amar a Dios.
Ser hombre quiere decir: venir de Dios e ir hacia Dios. Tenemos un origen más remoto que nuestros padres. Venimos de Dios, en quien reside toda la felicidad del Cielo y de la Tierra, y somos esperados en su bienaventuranza eterna e ilimitada. Mientras tanto vivimos en la tierra. A veces experimentamos la cercanía de nuestro Creador, con frecuencia no experimentamos nada en absoluto. Para que podamos encontrar el camino a casa, Dios nos ha enviado a su Hijo, que nos ha liberado del pecado, nos ha salvado de todo mal y nos conduce infaliblemente a la verdadera vida. Él es “el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6). 285
Para nosotros la felicidad no tiene límites. Claro que mientras caminamos lo hacemos en un valle de lágrimas, y las bienaventuranzas cristianas se dan en medio de penurias pero en felicidad. Cuando el peregrino se reconoce en Cristo, ese dolor y sufrimiento se puede vivir con una sonrisa y con alegría. Qué lindo caminar reconociendo esta verdad honda y profunda: de Dios venimos y a Dios vamos.
Dios nos creó por un amor libre y desinteresado. [1-3] Cuando un hombre ama, su corazón se desborda. Le gustaría compartir su alegría con los demás. Esto le viene de su Creador. Aunque Dios es un misterio, podemos sin embargo pensar en él al modo humano y afirmar: nos ha creado a partir de un “desbordamiento” de su amor. Quería compartir su alegría infinita con nosotros, que somos criaturas de su amor.
Cuando hemos experimentado el amor, cuando lo hemos vivído en la familia, ene l don de la amistad, en la experiencia comunitaria, en quienes experimentan un amor para compartir para todo la vida, o los consagrados, nos damos cuenta que la experiencia de amor es desbordante. Y ahí nos damos cuenta que el amor no es una exigencia,
Compartir la alegría en el dar brota connaturalmente. Dios es un misterio, sin embargo podemos pensarlo del modo humano y decir que la creación es un desbordamiento de su amor. El acto creador libre de Dios desborda la experiencia del misterio de Dios, que es amor. El amor tiende a comunicarse y quiere compartir su alegría infinita con nosotros.
Dios no quiso quedar solo, sino que quizo agrandar la comunidad de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
A este Dios que nos creó por amor, ha despertado en nosotros una sed y por eso lo buscamos. Dios ha puesto en nosotros el deseo de buscarlo y de encontrarlo. San Agustín va a decir, “nos hiciste Señor para Tí y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Tí”. Esta búsqueda de Dios la llamamos religión. La religión es una búsqueda profunda, interior de querer encontrar en Dios las grandes respuestas de mi vida. Para el ser humano, dice el catecismo, es natural buscar a Dios. Toda la puesta humana en la vida, en el fondo, es querer alcanzar una realidad que lo explique todo, y a veces nos quedamos a mitad de camino, y como un niño nos quedamos con chucherías con las que nos divertimos pero no con la que nos plenifica. Y así el dinero, el pasarla bien o el placer, a veces son esas chucherías, y se quedan cortas ante nuestras búsquedas. Todas estas tienen que estar incluidas pero ninguna es la respuesta total. La felicidad incluye el placer, pero es mucho más que el placer, e incluso puede faltar en medio del dolor pero podemos ser felices. El dinero es necesario pero no alcanza para la plenitud de la vida, y hasta se puede ser feliz sin tener dinero. La familia es importante, y es el núcleo fundante, pero incluso puede que la familia no atraviese el mejor momento y sin embargo se es feliz en Dios que nos sostiene mientras tanto.
Para el ser humano es natural buscar a Dios. Todo su afán por la verdad y la felicidad es en definitiva una búsqueda de aquello que lo sostiene absolutamente, lo satisface absolutamente y lo reclama absolutamente. El hombre sólo es plenamente él mismo cuando ha encontrado a Dios. “Quien busca la verdad busca a Dios, sea o no consciente de ello” (santa Edith Stein). 05, 281-285. Nosotros podríamos decir que quien busca ser feliz está en Dios o busca a Dios. Siendo consciente o no, lo hacemos, buscamos a Dios.
Cuenta una leyenda rusa que fueron cuatro los Reyes Magos. Luego de haber visto la estrella en el oriente, partieron juntos llevando cada uno sus regalos de oro, incienso y mirra. El cuarto llevaba vino y aceite en gran cantidad, cargado todo en los lomos de sus burritos. Luego de varios días de camino se internaron en el desierto. Una noche los agarró una tormenta. Todos se bajaron de sus cabalgaduras, y tapándose con sus grandes mantos de colores, trataron de soportar el temporal refugiados detrás de los camellos arrodillados sobre la arena. El cuarto Rey, que no tenía camellos, sino sólo burros buscó amparo junto a la choza de un pastor metiendo sus animalitos en el corral de pirca. Por la mañana aclaró el tiempo y todos se prepararon para recomenzar la marcha. Pero la tormenta había desparramado todas las ovejitas del pobre pastor, junto a cuya choza se había refugiado el cuarto Rey. Y se trataba de un pobre pastor que no tenía ni cabalgadura, ni fuerzas para reunir su majada dispersa. Nuestro cuarto Rey se encontró frente a un dilema. Si ayudaba al buen hombre a recoger sus ovejas, se retrasaría de la caravana y no podría ya seguir con sus Camaradas. El no conocía el camino, y la estrella no daba tiempo que perder. Pero por otro lado su buen corazón le decía que no podía dejar así a aquel anciano pastor. ¿Con qué cara se presentaría ante el Rey Mesías si no ayudaba a uno de sus hermanos? Finalmente se decidió por quedarse y gastó casi una semana en volver a reunir todo el rebaño disperso. Cuando finalmente lo logró se dio cuenta de que sus compañeros ya estaban lejos, y que además había tenido que consumir parte de su aceite y de su vino compartiéndolo con el viejo. Pero no se puso triste. Se despidió y poniéndose nuevamente en camino aceleró el tranco de sus burritos para acortar la distancia. Luego de mucho vagar sin rumbo, llegó finalmente a un lugar donde vivía una madre con muchos chicos pequeños y que tenía a su esposo muy enfermo. Era el tiempo de la cosecha. Había que levantar la cebada lo antes. posible, porque de lo contrario los pájaros o el viento terminarían por llevarse todos los granos ya bien maduros. Otra vez se encontró frente a una decisión. Si se quedaba a ayudar a aquellos pobres campesinos, sería tanto el tiempo perdido que ya tenía que hacerse a la idea de no encontrarse más con su caravana. Pero tampoco podía dejar en esa situación a aquella pobre madre con tantos chicos que necesitaba de aquella cosecha para tener pan el resto del año. No tenía corazón para presentarse ante el Rey Mesías si no hacía lo posible por ayudar a sus hermanos. De esta manera se le fueron varias semanas hasta que logró poner todo el grano a salvo. Y otra vez tuvo que abrir sus alforjas para compartir su vino y su aceite. Mientras tanto la estrella ya se le había perdido. Le quedaba sólo el recuerdo de la dirección, y las huellas medio borrosas de sus compañeros. Siguiéndolas rehizo la marcha, y tuvo que detenerse muchas otras veces para auxiliar a nuevos hermanos necesitados. Así se le fueron casi dos años hasta que finalmente llegó a Belén. Pero el recibimiento que encontró fue muy diferente del que esperaba. Un enorme llanto se elevaba del pueblito. Las madres salían a la calle llorando, con sus pequeños entre los brazos. Acababan de ser asesinados por orden de otro rey. El pobre hombre no entendía nada. Cuando preguntaba por el Rey Mesías, todos lo miraban con angustia y le pedían que se callara. Finalmente alguien le dijo que aquella misma noche lo habían visto huir hacia Egipto. Quiso emprender inmediatamente su seguimiento, pero no pudo. Aquel pueblito de Belén era una desolación. Había que consolar a todas aquellas madres. Había que enterrar a sus pequeños, curar a sus heridos, vestir a los desnudos. Y se detuvo allí por mucho tiempo gastando su aceite y su vino. Hasta tuvo que regalar alguno de sus burritos, porque la carga ya era mucho menor, y porque aquellas pobres gentes los necesitaban más que él. Cuando finalmente se puso en camino hacia Egipto, había pasado mucho tiempo y había gastado mucho de su tesoro. Pero se dijo que seguramente el Rey Mesías sería comprensivo con él, porque lo había hecho por sus hermanos. En el camino hacia el país de las pirámides tuvo que detener muchas otras veces su marcha. Siempre se encontraba con un necesitado de su tiempo, de su vino o de su aceite. Había que dar una mano, o socorrer una necesidad. Aunque tenía temor de volver a llegar tarde, no podía con su buen corazón. Se consolaba diciéndose que con seguridad el Rey Mesías sería comprensivo con él, ya que su demora se debía al haberse detenido para auxiliar a sus hermanos. Cuando llegó a Egipto se encontró nuevamente con que Jesús ya no estaba allí. Había regresado a Nazaret, porque en sueños José había recibido la noticia de que estaba muerto quien buscaba matar al Niño. Este nuevo desencanto le causó mucha pena a nuestro Rey Mago, pero no lo desanimó. Se había puesto en camino para encontrarse con el Mesías, y estaba dispuesto a continuar con su búsqueda a pesar de sus fracasos. Ya le quedaban menos burros, y menos tesoros. Y éstos los fue gastando en el largo camino que tuvo que recorrer, porque siempre las necesidades de los demás lo retenían por largo tiempo en su marcha. Así pasaron otros treinta años, siguiendo siempre las huellas del que nunca había visto pero que le había hecho gastar su vida en buscarlo. Finalmente se enteró de que había subido a Jerusalén. Esta vez estaba decidido a encontrarlo fuera como fuese. Por eso, ensilló el último burro que le quedaba, llevándose la última carguita de vino y aceite, con las dos monedas de plata que era cuanto aún tenía de todos sus tesoros iniciales. Partió de Jericó subiendo también él hacia Jerusalén. Para estar seguro del camino, se lo había preguntado a un sacerdote y a un levita que, más rápidos que él, se le adelantaron en su viaje. Se le hizo de noche. Y en medio de la noche, sintió unos quejidos a la vera del camino. Pensó en seguir también él de largo como lo habían hecho los otros dos. Pero su buen corazón no se lo dejó. Detuvo su burro, se bajó y descubrió que se trataba de un hombre herido y golpeado. Sin pensarlo dos veces sacó el último resto de vino para limpiar las heridas. Con el aceite que le quedaba untó las lastimaduras y las vendó con su propia ropa hecha jirones. Lo cargó en su animalito y, desviando su rumbo, lo llevó hasta una posada. Allí gastó la noche en cuidarlo. A la mañana, sacó las dos últimas monedas y se las dio al dueño del albergue diciéndole que pagara los gastos del hombre herido. Allí le dejaba también su burrito por lo que fuera necesario. Lo que se gastara de más él lo pagaría al regresar. Y siguió a pie, solo, viejo y cansado. Cuando llegó a Jerusalén ya casi no le quedaban más fuerzas. Era el mediodía de un Viernes antes de la Gran Fiesta de Pascua. La gente estaba excitada. Todos hablaban de lo que acababa de suceder. Algunos regresaban del Gólgota y comentaban que allá estaba agonizando colgado de una cruz. Nuestro Rey Mago gastando sus últimas fuerzas se dirigió hacia allá casi arrastrándose, como si el también llevara sobre sus hombros una pesada cruz hecha de años de cansancio y de caminos. Y llegó. Dirigió su mirada hacia el agonizante, y en tono de súplica le dijo: – Perdoname. Llegué demasiado tarde. Se acercó a la Madre, y se presentó. Ella le condujo a la pequeña comunidad que triste y apesadumbrada sobrellevaba a penas la pérdida del Maestro. El rey mago se cuestionaba sobre una vida gastada en vano, sobre una búsqueda que no pudo alcanzar su meta. Cuando pensaba iniciar el camino de regreso, el domingo siguiente… una gran luz iluminó el lugar donde los discípulos se reunían, e iluminó aun más el rostro del anciano, que sentía que todo su largo peregrinar había valido la pena. Cuando le pudo hablar se quiso disculpar por su tardanza… pero Jesucristo le dijo: “De todos, fuiste el primero que me encontró y el que más tiempo ha estado conmigo.. porque todo lo que a los más pequeños les hayas hecho, a mi me lo hiciste”.
Cuenta una leyenda rusa que fueron cuatro los Reyes Magos. Luego de haber visto la estrella en el oriente, partieron juntos llevando cada uno sus regalos de oro, incienso y mirra. El cuarto llevaba vino y aceite en gran cantidad, cargado todo en los lomos de sus burritos.
Luego de varios días de camino se internaron en el desierto. Una noche los agarró una tormenta. Todos se bajaron de sus cabalgaduras, y tapándose con sus grandes mantos de colores, trataron de soportar el temporal refugiados detrás de los camellos arrodillados sobre la arena. El cuarto Rey, que no tenía camellos, sino sólo burros buscó amparo junto a la choza de un pastor metiendo sus animalitos en el corral de pirca. Por la mañana aclaró el tiempo y todos se prepararon para recomenzar la marcha. Pero la tormenta había desparramado todas las ovejitas del pobre pastor, junto a cuya choza se había refugiado el cuarto Rey. Y se trataba de un pobre pastor que no tenía ni cabalgadura, ni fuerzas para reunir su majada dispersa.
Nuestro cuarto Rey se encontró frente a un dilema. Si ayudaba al buen hombre a recoger sus ovejas, se retrasaría de la caravana y no podría ya seguir con sus Camaradas. El no conocía el camino, y la estrella no daba tiempo que perder. Pero por otro lado su buen corazón le decía que no podía dejar así a aquel anciano pastor. ¿Con qué cara se presentaría ante el Rey Mesías si no ayudaba a uno de sus hermanos?
Finalmente se decidió por quedarse y gastó casi una semana en volver a reunir todo el rebaño disperso. Cuando finalmente lo logró se dio cuenta de que sus compañeros ya estaban lejos, y que además había tenido que consumir parte de su aceite y de su vino compartiéndolo con el viejo. Pero no se puso triste. Se despidió y poniéndose nuevamente en camino aceleró el tranco de sus burritos para acortar la distancia. Luego de mucho vagar sin rumbo, llegó finalmente a un lugar donde vivía una madre con muchos chicos pequeños y que tenía a su esposo muy enfermo. Era el tiempo de la cosecha. Había que levantar la cebada lo antes. posible, porque de lo contrario los pájaros o el viento terminarían por llevarse todos los granos ya bien maduros.
Otra vez se encontró frente a una decisión. Si se quedaba a ayudar a aquellos pobres campesinos, sería tanto el tiempo perdido que ya tenía que hacerse a la idea de no encontrarse más con su caravana. Pero tampoco podía dejar en esa situación a aquella pobre madre con tantos chicos que necesitaba de aquella cosecha para tener pan el resto del año. No tenía corazón para presentarse ante el Rey Mesías si no hacía lo posible por ayudar a sus hermanos. De esta manera se le fueron varias semanas hasta que logró poner todo el grano a salvo. Y otra vez tuvo que abrir sus alforjas para compartir su vino y su aceite.
Mientras tanto la estrella ya se le había perdido. Le quedaba sólo el recuerdo de la dirección, y las huellas medio borrosas de sus compañeros. Siguiéndolas rehizo la marcha, y tuvo que detenerse muchas otras veces para auxiliar a nuevos hermanos necesitados. Así se le fueron casi dos años hasta que finalmente llegó a Belén. Pero el recibimiento que encontró fue muy diferente del que esperaba. Un enorme llanto se elevaba del pueblito. Las madres salían a la calle llorando, con sus pequeños entre los brazos. Acababan de ser asesinados por orden de otro rey. El pobre hombre no entendía nada. Cuando preguntaba por el Rey Mesías, todos lo miraban con angustia y le pedían que se callara. Finalmente alguien le dijo que aquella misma noche lo habían visto huir hacia Egipto.
Quiso emprender inmediatamente su seguimiento, pero no pudo. Aquel pueblito de Belén era una desolación. Había que consolar a todas aquellas madres. Había que enterrar a sus pequeños, curar a sus heridos, vestir a los desnudos. Y se detuvo allí por mucho tiempo gastando su aceite y su vino. Hasta tuvo que regalar alguno de sus burritos, porque la carga ya era mucho menor, y porque aquellas pobres gentes los necesitaban más que él. Cuando finalmente se puso en camino hacia Egipto, había pasado mucho tiempo y había gastado mucho de su tesoro. Pero se dijo que seguramente el Rey Mesías sería comprensivo con él, porque lo había hecho por sus hermanos.
En el camino hacia el país de las pirámides tuvo que detener muchas otras veces su marcha. Siempre se encontraba con un necesitado de su tiempo, de su vino o de su aceite. Había que dar una mano, o socorrer una necesidad. Aunque tenía temor de volver a llegar tarde, no podía con su buen corazón. Se consolaba diciéndose que con seguridad el Rey Mesías sería comprensivo con él, ya que su demora se debía al haberse detenido para auxiliar a sus hermanos.
Cuando llegó a Egipto se encontró nuevamente con que Jesús ya no estaba allí. Había regresado a Nazaret, porque en sueños José había recibido la noticia de que estaba muerto quien buscaba matar al Niño. Este nuevo desencanto le causó mucha pena a nuestro Rey Mago, pero no lo desanimó. Se había puesto en camino para encontrarse con el Mesías, y estaba dispuesto a continuar con su búsqueda a pesar de sus fracasos. Ya le quedaban menos burros, y menos tesoros. Y éstos los fue gastando en el largo camino que tuvo que recorrer, porque siempre las necesidades de los demás lo retenían por largo tiempo en su marcha. Así pasaron otros treinta años, siguiendo siempre las huellas del que nunca había visto pero que le había hecho gastar su vida en buscarlo.
Finalmente se enteró de que había subido a Jerusalén. Esta vez estaba decidido a encontrarlo fuera como fuese. Por eso, ensilló el último burro que le quedaba, llevándose la última carguita de vino y aceite, con las dos monedas de plata que era cuanto aún tenía de todos sus tesoros iniciales. Partió de Jericó subiendo también él hacia Jerusalén. Para estar seguro del camino, se lo había preguntado a un sacerdote y a un levita que, más rápidos que él, se le adelantaron en su viaje. Se le hizo de noche. Y en medio de la noche, sintió unos quejidos a la vera del camino. Pensó en seguir también él de largo como lo habían hecho los otros dos. Pero su buen corazón no se lo dejó. Detuvo su burro, se bajó y descubrió que se trataba de un hombre herido y golpeado. Sin pensarlo dos veces sacó el último resto de vino para limpiar las heridas. Con el aceite que le quedaba untó las lastimaduras y las vendó con su propia ropa hecha jirones. Lo cargó en su animalito y, desviando su rumbo, lo llevó hasta una posada. Allí gastó la noche en cuidarlo. A la mañana, sacó las dos últimas monedas y se las dio al dueño del albergue diciéndole que pagara los gastos del hombre herido. Allí le dejaba también su burrito por lo que fuera necesario. Lo que se gastara de más él lo pagaría al regresar.
Y siguió a pie, solo, viejo y cansado. Cuando llegó a Jerusalén ya casi no le quedaban más fuerzas. Era el mediodía de un Viernes antes de la Gran Fiesta de Pascua. La gente estaba excitada. Todos hablaban de lo que acababa de suceder. Algunos regresaban del Gólgota y comentaban que allá estaba agonizando colgado de una cruz. Nuestro Rey Mago gastando sus últimas fuerzas se dirigió hacia allá casi arrastrándose, como si el también llevara sobre sus hombros una pesada cruz hecha de años de cansancio y de caminos.
Y llegó. Dirigió su mirada hacia el agonizante, y en tono de súplica le dijo: – Perdoname. Llegué demasiado tarde.
Se acercó a la Madre, y se presentó. Ella le condujo a la pequeña comunidad que triste y apesadumbrada sobrellevaba a penas la pérdida del Maestro.
El rey mago se cuestionaba sobre una vida gastada en vano, sobre una búsqueda que no pudo alcanzar su meta. Cuando pensaba iniciar el camino de regreso, el domingo siguiente… una gran luz iluminó el lugar donde los discípulos se reunían, e iluminó aun más el rostro del anciano, que sentía que todo su largo peregrinar había valido la pena. Cuando le pudo hablar se quiso disculpar por su tardanza… pero Jesucristo le dijo: “De todos, fuiste el primero que me encontró y el que más tiempo ha estado conmigo.. porque todo lo que a los más pequeños les hayas hecho, a mi me lo hiciste”.
Padre Javier Soteras
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