16/08/2017 – Siguiendo la virtud de la fe que nos invita a reafirmar nuestra confianza en Él. Dios se hizo hombre para que el hombre se haga a la medida de Dios. “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.
Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
El no era luz, sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.
Juan 1,1-14
En Jesús Dios se encarnó, se hizo hombre como nosotros y así nos abrió un camino hacia el cielo. En la carne de Cristo se nos abre un camino, se nos revela la verdad y se nos comunica la vida. El hijo de Dios se hizo hombre pero, ¿qué significa? Encarnación deriva del latín incarnatio. La palabra «carne», según el uso hebreo, indica el hombre en su integridad, todo el hombre, pero precisamente bajo el aspecto de su caducidad y temporalidad, de su pobreza y contingencia. Dios asumió toda nuestra condición humana, incorporó nuestra pobreza, nuestras contingencias, para decirnos que la salvación que Él traía en Jesús toca al hombre en cualquier situación. Dios asumió la condición humana para sanarla de todo lo que la separa de Él
Cada uno de nosotros, ubicados en nuestros contextos según la propia biografía, y con quienes compartimos la vida, también sentimos la necesidad de que Dios nos abrace con su redención. En muchos de estos lugares de la existencia de la vida Dios necesita, busca y quiere asumirnos, abrazarnos y ahí darnos un nuevo sentido. Llámense vínculos familiares, situaciones laborales, compromisos en lo social, la enfermedad… que el Señor asuma y nos ayude a nosotros a sumir con Él estas realidades dolorosas. Buscamos que esas realidades no deseables se conviertan en pesebre porque todo lo asumido en Cristo se hace redención.
En la oración sobre las ofrendas de la Misa de medianoche de la solemnidad de Navidad la Iglesia reza así: «Acepta, Señor, nuestras ofrendas en esta noche santa, y por este intercambio de dones en el que nos muestras tu divina largueza, haznos partícipes de la divinidad de tu Hijo que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la tuya de modo admirable». El pensamiento de la donación, por lo tanto, está en el centro de la liturgia y recuerda a nuestra conciencia el don originario de la Navidad: Dios, en aquella noche santa, haciéndose carne, quiso hacerse don para los hombres, se dio a sí mismo por nosotros; Dios hizo de su Hijo único un don para nosotros, asumió nuestra humanidad para donarnos su divinidad. Este es el gran don. Este intercambio desproporcionado acontece sólo porque Dios siendo inmenso se hace pequeño. El misterio de la Encarnación indica que Dios no ha donado algo, sino que se ha donado a sí mismo en su Hijo unigénito. Encontramos aquí el modelo de nuestro donar, para que nuestras relaciones, especialmente aquellas más importantes, estén guiadas por la gratuidad del amor. Dios sabe que nos empobrecemos cuando nos clausuramos en nosotros mismos. Uno es uno mismo cuando es con los demás. Es el amor que abraza nuestra condición pobre, la hace salir al encuentro con Él y con los demás que esperan de nosotros lo mejor que tenemos para ofrecer: lo que Dios cambió de nuestras pobrezas para enriquecernos en sus dones.
Que nos dejemos abrazar por el misterio de la carne de Jesús que ha venido a transformarnos para llenarnos de una vida nueva.
El Señor mira con compasión nuestra débil y frágil condición y nos invita a mostrarnos así como estamos. Para dejarte encontrar por su mirada de misericordia Él te invita a mirarte con autenticidad, sin máscaras. No lo hace para desnudarte, sino para cubrir tu fragilidad con la espesura de su amor. Cada uno de nosotros tiene ese costado de debilidad y vulnerabilidad, el menos amado y querido por uno, donde reconocemos que no es nuestra mejor carta de presentación. Sin embargo, es lo que Dios busca y con lo que quiere encontrarse: porque sabe que si llega con su mirada a nuestros infiernos nos demuestra que puede con lo que nosotros no podemos y poner luz. Sea lo que sea que hoy te toque, el Señor quiere llegar hasta allí para hacer de vos un nuevo pesebre y brille la luz.
Que puedas vivir esta experiencia maravillosa de ser visitado por Dios y abrazado por su misericordia en tus lugares más pobres y vulnerables.
El obrar de Dios, en efecto, no se limita a las palabras, es más, podríamos decir que Él no se conforma con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí el cansancio y el peso de la vida humana. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, nació de la Virgen María, en un tiempo y en un lugar determinados, en Belén durante el reinado del emperador Augusto, bajo el gobernador Quirino (cf. Lc 2, 1-2); creció en una familia, tuvo amigos, formó un grupo de discípulos, instruyó a los Apóstoles para continuar su misión, y terminó el curso de su vida terrena en la cruz. Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia, debe tocar nuestra vida de cada día y orientarla también de modo práctico.
Nos resulta incomprensible la humildad de Dios, que se haga pequeño, y que busque las mil formas para alcanzar nuestras pobrezas e iluminar nuestras oscuridades.
Padre Javier Soteras
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