El padre Ángel Rossi propone tres desafíos a los cuales nos invita este tiempo de Adviento y de preparación a la Navidad.
La fiesta de Navidad es muy hermosa y muy misteriosa, porque es la Palabra que se hace carne. Es el Verbo que quiso redimirnos “acampando entre nosotros”. Y si lo que viene es la Palabra, la primera exigencia, la actitud básica para recibirla es el silencio.
En este tiempo buscamos un silencio del corazón. Un silencio más profundo, reverente, cariñoso, acogedor, que permita que la Palabra venga a nosotros y sea fecunda.
No es raro que a lo largo de la vida Dios se nos haya manifestado, al comienzo de un modo más claro, más evidente, y que después nos vaya hablando cada vez más bajito, con menos ruido pero más profundamente. Ese mismo camino espiritual, concentrado en este tiempo de adviento, es el que debemos intentar, ese itinerario interior del ruiderio al silencio, de la dispersión a la interioridad, que nos permita reconocer la visita de Dios para mí en esta navidad.
¿Qué tenemos que hacer para que haya silencio? Hay que quitar los ruidos. No los ruidos de la casa. No pretendemos un silencio neurótico de que nadie hable ni nos moleste. Lo que tenemos que quitar son los ruidos del corazón: los ruidos de la vanidad, del creernos más, el ruido de nuestras neuras de pretender que todo el resto del mundo gire en torno a nosotros, el ruido de nuestra competencia, de nuestra envidia, de nuestro inconformismo. El ruido de nuestras mezquindades y egoísmos. Todo esto hace ruido dentro del corazón, y justamente ese silencio al que aspiramos es el que nos permite darnos cuenta de esta “comparsa” desafinada que llevamos adentro y que aturde nuestro corazón.
La gracia del silencio, no hay que confundirla con la mudez del no hablar, del no dialogar, del no brindarle a los demás mi palabra, o mi oído, que todo esto es un modo cobarde de “gritar”, de agredir a los que Dios puso al lado nuestro. Ciertamente, ese no es el silencio que el Señor nos pide en este tiempo de Navidad.
Porque en nuestras familias y en este mundo muchas veces la gran carencia no es de palabras, sino al contrario: andamos empachados de palabras no significativas, y escuálidos de oídos atentos. No habría tantos problemas de parejas si los esposos se concedieran mutuamente la palabra y el silencio, sin urgencias, sin andar “relojeando” y pidiendo que sintetice lo que el otro quiere decir, porque tienen “otras cosas” que hacer. Y es cierto, tienen otras cosas, pero ¿serán realmente más importantes que este diálogo?
Como se puede ver, el silencio que pedimos en este tiempo de Navidad también tiene que bajar a las cosas concretas de la vida. Si vivimos gritando, no dejando lugar a las palabras de los demás. Si no dejamos espacios para escuchar la queja o el elogio de nuestros gestos, las palabras lindas o la crítica fuerte, después cuando se nos van las cosas de las manos, no podemos pretender andar reclamando.
Aspiramos a un silencio fecundo, que acoja la Palabra y en el que se gesten nuestras palabras. Guardini decía que “solo un hombre de silencio significativo podrá tener una palabra significativa”. Cuando falta este silencio, nuestras palabras se vacían de contenido y se multiplican inútilmente convirtiéndose así en “palabrería”, “charlatanería barata”, y entonces, además de hartar a los otros, después de hablar, cuando volvemos a la soledad, nos invade una sensación de hastío, de vacío interior.
Revisemos en nuestras vidas y nos vamos a dar cuenta que las palabras más “fuertes”, mas “decidoras”, las que más bien nos han hecho, las hemos recibido de hombres y mujeres que saben de silencio, que quizás no hablan mucho, pero cuando hablan te “fulminan”. Quizás te dicen dos palabritas, muy sencillas, pero que son “dardos” que se clavan en el corazón consolando, animando o corrigiendo. Palabras que se han amasado en el silencio cariñoso, que se han rezado, discernido, incluso sufrido – porque hay palabras que decirlas duelen a uno y a otro – y entonces son “espadas de dos filos” que abren brecha en la dureza de nuestros corazones.
Una de las escenas más tiernas del Evangelio es la de María embarazada, montada en un burrito, y a su lado José, en silencio, golpeando las puertas del pueblito de Belén, buscando un sitio digno para que nazca el Niño. Tierna y dramática. Dios, hecho carne, buscando sitio entre los hombres. Y no lo encuentra. Pensar que un niño, ocupa tan poquito lugar, y para él no lo hubo, sino en una cueva de animales, en suma pobreza.
Esto que imaginamos del relato histórico, también se repite, espiritualmente hoy, en esta Navidad, en mi propio corazón. Adviento es este tiempo en que Dios anda pasando, buscando sitio para nacer, para manifestarse, y esta vez, así como entonces lo buscaba en la posada y en las casas de Belén, lo anda buscando en mi propio corazón. Yo tengo que hacerle sitio en mi alma, en mi vida, en este momento de mi historia, sea el mejor o el peor, con mis gracias y mis pecados. ¿Por qué nos resistimos?, ¿por qué esta sordera cada vez que nos tocan la puerta?, ¿por qué este hacernos los zonzos para que pase de largo?
Y es que “hacerle sitio” al Niño, significa que tengo que disponer la “casa”, y tirar todo el cachivacherío que le está robando el sitio al Niño. El cachivacherío de mi orgullo, mi soberbia, mi sensualidad, mi pereza, mi falta de caridad, mi apego desmedido a las seguridades o a la angustia por falta de ella, mis frivolidades, mis ansiedades y urgencias que han conseguido que haga ya mucho tiempo que no recemos como debemos, o simplemente no recemos.
Cuesta porque el que viene es el Rey de la Paz, y yo vivo “a la defensiva” o guerreando con todos los que se me cruzan y conmigo mismo. Es la Luz y yo ya me he acostumbrado a caminar en tinieblas. Es la Ternura hecha carne y yo tengo copada la casa de amargura y dureza.
Pero tampoco podemos pretender de mi corazón el Pesebre ideal. Ni Dios lo pretende. Lo que pretende es un “lugarcito”, es la buena intención, es el anhelo de que su presencia nos cure, es el deseo renovado de ser buenos. Nosotros quitaremos algunas cosas, y el resto lo va a hacer Él. Si justamente para eso viene, para eso se encarna, para eso anda buscando mi corazón, porque sabe que no podemos con todo, porque sabe que somos débiles y perezosos.
No pide una casa donde todo esté perfectamente en orden y prolijo. Pide un rinconcito para nacer y así ayudarnos con nuestros desórdenes e improlijidades: viene a devolvernos, con su mirada, ese brillo en los ojos que el tiempo opacó, o que nos hemos dejado robar. Viene con sus manitas, a poner calor en las zonas del alma que se nos han entumecido de frío y que necesitan ser abrazadas. Viene a abrir espacios empecinadamente cerrados por nosotros a tantos hermanos nuestros a los que le seguimos diciendo: “sigan adelante, no hay sitio en esta posada”, para quedarnos encastillados y estancados en la ciudadela de nuestras mezquinas seguridades.
¡Viene! ¡Está viniendo! Eso significa “Adviento”. “Estoy a la puerta y llamo -dice el Apocalipsis-. Si me abres, entraré en tu casa y cenaremos juntos”. ¿Qué vamos hacer? ¿Vamos a aturdirnos de ruidos para no escuchar sus golpes? ¿Vamos a dejarlo pasar? ¿Vamos a disculparnos una vez más – y se nos va yendo la vida- por este año, con la falsa promesa que la próxima vez será distinto? ¿O vamos a dejarlo entrar, aunque cueste, aunque la casa no está como hubiéramos deseado, y El merece, para dejar que su presencia en nosotros renueve todas las cosas y haga de esta navidad para mí una navidad distinta?
El tercer desafío es evangélico: “si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los cielos”, y es sin dudas la que más nos cuesta.
Navidad es fiesta de familia, y es fiesta de niñez. Es como que la fiesta de Navidad gira en torno al Niño Jesús y la familia la celebra en torno a los niños. Ellos la viven con una ilusión misteriosa, con una inocencia intacta que nosotros hemos ido dejando a jirones en los recovecos espinosos de la vida. Con un brillo en los ojos, preñados de sueños lindos, que nosotros nos hemos dejado robar por la “adultez”.
Hay que hacerse niño para poder vivir la Navidad, para reencontrar el gusto por lo sencillo, a cobrar la interioridad y los valores del Evangelio, a renacer en la matriz de las bienaventuranzas, a despojarse de las formas de poder, riqueza y suficiencia…
Hay que volver al pesebre a rescatar al “niño” que llevamos en el corazón y que nuestra “madurez” tiene arrinconado, amordazado, sin permitirle jugar ni cantar. A desempolvar nuestra capacidad de asombro, que rompa el hielo del aburrimiento atroz que provoca el pretender robarle a Dios su trabajo de ser Señor de toda nuestra vida y de cada uno de nuestros días.
Hay que volver al pesebre a dejarse prometer por Dios cosas lindas, que rompan nuestros escepticismos ya encallecidos. A soñar de nuevo cosas grandes, que dilaten nuestros horizontes mezquinos y rastreros.
Hay que volver al pesebre a descansar los agobios que pesan sobre los hombros y el corazón. A limpiar nuestra mirada enturbiada por nuestra falta de inocencia. A abrir de nuevo las manos, cerradas y tensas de tanto “defender” o juntar bronca.
Hay que volver al pesebre a tocar la debilidad de Dios, y a comprometernos seriamente a cuidar de sus hijos más frágiles y, por lo tanto, más parecidos a Él: los “heridos” de nuestras familias, los enfermos, los solos, los presos, los ancianos, los pobres.
Hay que volver al pesebre, y hacernos niños para poder entrar. En la Basílica de Belén, uno se encuentra para entrar a semejante iglesia, una puertita ínfima y muy angostita. Descubrí en mi interior que ha Belén, al Nacimiento de Cristo solo entran erguidos los niños y los grandes solamente agachándose mucho. Miguel de Unamuno antes la misma experiencia escribía:
“Agranda la puerta Padre, Porque no puedo pasar. La hiciste para los niños Y yo he crecido a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame por piedad, vuélveme a la edad bendita en que vivir es soñar”
El desafío no es permanecer como niños, es “hacernos como niños”. “No es un estancarse o volver atrás. Es un progreso, es una conquista. Adulto es quien ha conquistado el espíritu de la infancia”, que no es la ignorancia de las cosas de la vida. Eso se llama estupidez. No es una forma de vivir en la que se elige solo lo dulce o fácil. Eso se llama egoísmo. No es esconderse en el claustro materno. Eso se llama cobardía. Es acoger el reino con cándida sencillez, con una confianza sin restricciones, con un abandono total, con una decisión generosa.
“Si uno no nace de nuevo…” le decía Jesús a Nicodemo. Hay que nacer una vez más. Desembarazarnos de los años que llevamos para dar media vuelta y empezar a recorrer el camino de la infancia, renunciar a tantas complicaciones, a tantas falsas prudencias, a tanto cristianismo prefabricado”.
Hacernos niños, ir al pesebre, es para nosotros, los “adultos” un camino en subida, penitencial y hermoso, un itinerario de despojo que es el que ofrece este tiempo de Navidad.
P. ángel Rossi S.J.