17/09/2018 – Te ofrecemos una sencilla historia que nos habla acerca de la importancia de acercar a otros al fuego del amor de Dios:
“Un hombre, que regularmente asistía a las reuniones de un grupo en su parroquia, sin ningún aviso dejó de participar. Después de algunas semanas, una noche muy fría el coordinador del grupo decidió visitarlo. Encontró al hombre en casa, solo, sentado frente a una chimenea donde ardía un fuego brillante y acogedor. Adivinando la razón de su visita, el hombre dio la bienvenida, lo condujo a una silla grande cerca de la chimenea y se quedó quieto, esperando una pregunta. Se hizo un grave silencio. Los dos sólo contemplaban la danza de las llamas en torno de los troncos de leña que crepitaban. Al cabo de algunos minutos el coordinador, sin decir palabra, examinó las brasas que se formaban y cuidadosamente seleccionó una de ellas, la más incandescente de todas, retirándola a un lado del brasero con unas tenazas. Volvió entonces a sentarse, permaneciendo silencioso e inmóvil. El anfitrión prestaba atención a todo, fascinado pero inquieto. Al poco rato, la llama de la brasa solitaria disminuyó, hasta que sólo hubo un brillo momentáneo y el fuego se apagó repentinamente. En poco tiempo, lo que era una muestra de luz y de calor, no era más que un negro, frío y muerto pedazo de carbón recubierto por una leve capa de ceniza. Muy pocas palabras habían sido dichas desde el saludo entre los dos. El coordinador, antes de prepararse para salir tomó las tenazas y colocó el carbón frío e inútil de nuevo en medio del fuego. De inmediato la brasa se volvió a encender, alimentada por la luz y el calor de los carbones ardientes en torno suyo. Cuando alcanzó la puerta para irse, el hombre le dijo: “Gracias por tu visita y por tu bellísima lección. Regresaré al grupo. Buenas noches.”
“Un hombre, que regularmente asistía a las reuniones de un grupo en su parroquia, sin ningún aviso dejó de participar.
Después de algunas semanas, una noche muy fría el coordinador del grupo decidió visitarlo. Encontró al hombre en casa, solo, sentado frente a una chimenea donde ardía un fuego brillante y acogedor. Adivinando la razón de su visita, el hombre dio la bienvenida, lo condujo a una silla grande cerca de la chimenea y se quedó quieto, esperando una pregunta.
Se hizo un grave silencio. Los dos sólo contemplaban la danza de las llamas en torno de los troncos de leña que crepitaban.
Al cabo de algunos minutos el coordinador, sin decir palabra, examinó las brasas que se formaban y cuidadosamente seleccionó una de ellas, la más incandescente de todas, retirándola a un lado del brasero con unas tenazas.
Volvió entonces a sentarse, permaneciendo silencioso e inmóvil. El anfitrión prestaba atención a todo, fascinado pero inquieto.
Al poco rato, la llama de la brasa solitaria disminuyó, hasta que sólo hubo un brillo momentáneo y el fuego se apagó repentinamente.
En poco tiempo, lo que era una muestra de luz y de calor, no era más que un negro, frío y muerto pedazo de carbón recubierto por una leve capa de ceniza. Muy pocas palabras habían sido dichas desde el saludo entre los dos.
El coordinador, antes de prepararse para salir tomó las tenazas y colocó el carbón frío e inútil de nuevo en medio del fuego. De inmediato la brasa se volvió a encender, alimentada por la luz y el calor de los carbones ardientes en torno suyo.
Cuando alcanzó la puerta para irse, el hombre le dijo: “Gracias por tu visita y por tu bellísima lección. Regresaré al grupo. Buenas noches.”