Morir para resucitar

lunes, 29 de marzo de 2010
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Canto Versos
(Jorge Fandermole)
Eduardo Casas
Si pienso en algo para decir,
si pienso en alguien por quien vivir,
si casi nada se tiene en pie
y este segundo ya se nos fue;
si en la mirada dura un fulgor
atravesando tanto dolor,
yo canto versos de mi sentir
y los condeno a sobrevivir.

Donde parece el sol no alumbrar,
donde se muere de soledad,
en lo más hondo de esta quietud,
donde ocultó la sangre la luz;
donde agoniza un ángel guardián
y se nos pudre el agua y el pan,
yo canto versos del corazón
y los enciendo en una canción.

Canto, canto;
tan débil soy que cantar es mi mano alzada y fuerte.
 
Canto, canto;
no sé más qué hacer
en esta tierra incendiada
sino cantar.

En lo invisible de la ciudad,
donde se ocultan odio y verdad,
donde las bocas de un niño gris
corren sonámbulas tras de mí;
la infortunada noche que un Dios
arrepentido nos olvidó,
yo canto versos de furia y fe
para  que me ayuden a estar de pie.

Canto, canto;
tan débil soy que cantar es mi mano alzada y fuerte.

Canto, canto;
qué más hacer con palabras deshabitadas
sino cantar.

Texto 1.

La Pascua de Jesús no se encuentra sólo en el desenlace de su vida. No está únicamente en el final de su existencia. De alguna manera, se anticipaba en toda su vida y en todos sus misterios. La Pascua es la llave que interpreta toda la historia de Jesús, sus palabras y gestos.

Desde el comienzo la Pascua está presente y gravitando en la existencia de Jesús. Incluso tempranamente se manifiesta en los misterios de la infancia.

Cuando María y José van al templo a circuncidar ritualmente al niño, a los ocho días de nacido, tal como prescribía la ley judía (Cf. Lc 2,22-23) para presentarlo y ofrendarlo a Dios, existen  algunos ecos anticipadores de esa Pascua que se mostrará plena después en la consumación última.

A los ocho días, tal como la Ley lo prescribía
para el primogénito varón,
el Niño –llevado por sus padres- en el templo entró.

José guardaba la realeza de su antepasado David
en el linaje de su sangre.

Él contribuyó  -en  el humilde Pesebre- con una herencia de reyes,
aunque el verdadero Rey aún no conocía su reino.

Al Templo fueron los tres
llevando el tributo más pobre.

Dios a sí mismo se ofrendaba.
Ése era el mayor tesoro.
El Cordero su primera Sangre derramaba.

Dios presentado a Dios.
El Hijo devuelto al Padre
y el Padre recibiendo al Niño.

María y José como puentes.
Simeón y Ana, envejeciendo
entre promesas cumplidas y futuras profecías.

El Hijo era la ofrenda y el ofrecimiento.
El altar y la víctima.
El templo y el sacerdote.
El rito y el sacrificio.
La celebración y el ministro.

María guardaba  la incierta espera
de una espada fría que la atravesara.

Un doloroso vaticinio:
Comenzaba el camino del Hijo
siendo co-rredentora desde el principio.

La circuncisión era la primera sangre.
Sello de Alianza de un pueblo en la carne del Niño.

La Cruz se anticipaba
en esta primera ofrenda.

Con el tiempo, fuera del templo,
la espada silenciosa y aguda de María
estaría fielmente hundida en su corazón,
sellando la profecía.

La Madre entregaba al Niño
y el Padre eterno al Verbo:
Una única ofrenda en un mismo gesto.

Los brazos de María levantados
presentando al pequeño
y los brazos extendidos del Niño
hacia el infinito
ensayando la Cruz

Dios –desde arriba- se inclinaba.
Sus brazos descendían
recibiendo -desde abajo-
al Niño que subía.

Levantado en los brazos
y levantado a lo alto;
Adelanto de la Cruz
en la que sería exaltado.

Pascua del Niño
cumpliendo la Ley y abriendo las profecías.

Ofrenda y Cruz,
Cruz y espada,
espada y Pascua.

Todo aguardando la hora prevista
y el tiempo que los abarcara.

E C

Texto 2.

El Jueves Santo recuerda una serie de rituales de amistad que Jesús realizó a los suyos como gestos de despedida antes de morir. Rituales de inmenso cariño y exquisita delicadeza, de calidez afectuosa y de entrañable misericordia. Expresó así su ternura y devoción por los que más quería. Él mismo dijo que no había amor más grande que dar la vida por los amigos (cf. Jn 15,13) y el Evangelio de Juan nos recuerda que nos “amó hasta el fin” (13,1).

Este ritual de despedida, este adiós a su comunidad de discípulos, se realizó con una cena, les entregó como Memoria perpetua una misteriosa presencia personal entregando su Cuerpo y su Sangre como comida y bebida y les lavó los pies, arrodillándose frente a sus Apóstoles.

La Cena, el Lavatorio de los pies y la entrega de su Cuerpo y Sangre, todo era un sólo y único ritual de adiós, una especie de Testamento de palabras y gestos.

En el Evangelio de Juan aparecen dos de estos gestos. El mandamiento del amor fue expresado con palabras y el lavatorio de los pies se realizó con gestos. Primero fue el gesto y después la palabra. Primero el Lavatorio y después el Mandato del amor.  Quien comprenda el gesto, quién entienda el mensaje del Lavatorio, captará la esencia del Mandamiento del amor.

Arrodillado frente a los hombres,
el Dios-Siervo -en la Última Cena-
se abajó hasta el extremo.

Desde esa altura
-desde los pies  humanos-
 todo se ve distinto.

Todo queda arriba,
todo queda alto.

Dios –en cambio- no está arriba y distante.
Dios está abajo y cercano.

Él toca nuestros pies con sus manos
y besa los pies de un  mundo cansado.
Los pies de los que recorren caminos humanos.
Aquellos senderos que han encontrado su destino
 y los que lo que han errado.

Dios quita el polvo de viajes y cansancios.

Se muestra servicial, obediente y sumiso,
como un silencioso esclavo.

Se pone de rodillas
para rezarle al ser humano
 -hecho del barro original de la Creación-
que es polvo y que  polvo será.

El Dios del lavatorio de los pies
nos baña con sus lágrimas.
Su llanto es agua bendita que calma.

Nos limpia con el sudor de sus manos y frente.
Nos seca y nos cura con su milagroso manto.

Un Dios postrado frente a su hechura,
venerando la imagen y semejanza divina de su creatura.

Un Dios que nos lava de nuestras manchas,
y nos confiesa
-con el baño del agua-
sacándonos todas las máculas.

Un Dios postrado
que adora el misterio divino de todo lo humano.

Un Dios que reza.
Un Dios que le reza al ser humano.

Ojalá sus manos toquen nuestros pies,
y sus labios besen nuestro corazón.

Que  todos sintamos su callado clamor:
 Que el ser humano escuche
el ruego arrodillado de  Dios.

EC

Texto 3.

La crucifixión era un antiguo método romano que comenzó siendo castigo para esclavos y luego fue de tortura y ejecución para delincuentes, criminales, forasteros o traidores. Cumplía con la función de ejecutar y mostrar un espectáculo público a fin de disuadir a los ciudadanos a no delinquir, ni oponerse a los dictámenes imperiales.

La crucifixión como castigo -tanto para esclavos como para criminales- tenía un efecto visual de alto impacto, ponía de manifiesto una horrible forma de terrorismo llevado a cabo por el estado, contra las clases sociales más discriminadas.

Un ciudadano romano no podía ser crucificado legalmente. Por ejemplo, los romanos decapitaron al Apóstol San Pablo ya que alegó legítimamente ser ciudadano romano pero, sin embargo, crucificaron al Apóstol San Pedro, ya no era ciudadano romano sino judío y –por lo tanto– extranjero para los dominadores.

La crucifixión –sin embargo- no era originaria de los romanos. Como técnica de tortura la conocieron también egipcios y  griegos. Algunos aseguran que los fenicios y  persas -quienes consideraban sagrada a  la tierra-  idearon esta forma de castigo en la que el condenado no tocaba el suelo para no contaminarlo. Fue la pena capital de los romanos hasta que -en el año 337 de nuestra era- el emperador romano Constantino, al convertirse al cristianismo, la abolió.

En el ritual de la crucifixión, una vez que era conocida la sentencia del reo, se lo flagelaba. En algunas ocasiones también se lo obligaba a transportar el madero horizontal de la cruz hasta el lugar de la ejecución, generalmente un punto elevado y visible, cercano a la ciudad para que el atroz espectáculo cumpliera así su función disuasoria. Durante el transporte del travesaño era continuamente vejado, insultado e –incluso- apedreado por la población enfurecida.

Luego, una vez llegado al lugar, habitualmente se ataba al reo a la cruz. La crucifixión con clavos se mantenía reservada para casos de mucha gravedad o para castigos ejemplares. Los clavos que se usaban eran de trece a dieciocho centímetros de largo. Se ataban primero las muñecas y luego las clavaban  atravesando ese nervio que nos duele cuando nos golpeamos accidentalmente el codo y produce una especie de electricidad.  No se conoce ciertamente cómo fue la cruz de Jesús. Solamente el Evangelio de Juan hace referencia a los agujeros de los clavos en las manos de Jesús en la escena donde el Apóstol Tomás toca las llagas cicatrizadas del Señor.

En la cruz la víctima tenía un apoyo para los pies cuya función consistía en sostener el peso del cuerpo. Esto no era un detalle de contemplación para con el sufrimiento del reo sino, al contrario, era para prolongar aún más su padecimiento ya que al resistir más tiempo, también se prolongaba el suplicio.

El dolor obligaba a la víctima a oscilar entre colgar de los clavos de las muñecas o empinarse sobre el clavo de los pies. A una corta distancia ese movimiento parecía el paso de un baile espantoso. Cada posición iba debilitando progresivamente a la víctima, hasta que, finalmente, no podía incorporarse más y terminaba ahogándose, sin poder respirar.

No pudiendo soportar el peso de su propio cuerpo, quedaba colgando de sus brazos inmovilizados. Debido a ese estiramiento, los pulmones quedaban comprimidos; la víctima se levantaba apoyándose en los clavos hasta que quedaba extenuado y cuando ya no se apoyaba más, al no poder sostenerse con las piernas, el crucificado acaba asfixiándose en minutos. Cuando esto no sucedía, los romanos solían quebrar las piernas de sus víctimas para acelerar la muerte.

La cual se producía generalmente por esto o también por deshidratación, fiebre, inanición, hemorragias o por las inclemencias del tiempo, ya que los condenados estaban expuestos allí por horas o incluso días.

La cruz no solía estar muy elevada. Se colocaba en posición vertical con el peso del ajusticiado inmovilizado en ella y se levantaba por medio de cuerdas. A mayor altura, mayor era el esfuerzo que los soldados hacían para levantar la cruz.

El horror de la crucifixión se prolongaba incluso, más allá de la muerte,  ya que no se permitía el enterramiento de un crucificado. Los condenados a este suplicio sabían que sus cuerpos seguirían expuestos en la cruz. Los restos se descomponían para conseguir un mayor efecto público de horror en los espectadores.  Mientras se pudrían, eran comidos por animales carroñeros y cuervos. Los crucificados se convertían en  repugnante alimento para aves de rapiña, perros salvajes y buitres.

Una vez que morían, los despojos eran tirados en fosas comunes o simplemente depósitos de basura sobre todo cuando el poste necesitaba ser reutilizado para una próxima víctima.

Jesús murió a pocas horas de su crucifixión. Esto fue excepcional, lo cual sorprendió a Poncio Pilato. Gracias a la influencia de José de Arimatea, Jesús pudo ser sepultado. Tal vez fue el único privilegio que se le concedió en toda su muerte. Aunque ciertamente también carecía de tumba propia. Le prestaron una.

Al condenado se lo desnudaba íntegramente para ser crucificado. Era una desnudez ritual y obligatoria que aumentaba el escarnio y la humillación pública. La desnudez era símbolo del despojo total de sus derechos. No le quedaba nada. Ni nombre, ni honra, ni posesiones, ni derechos personales y sociales: comenzaba a no existir.

Los verdugos generalmente se repartían las últimas posesiones que revelaban su humanidad social y su patrimonio: sus ropas. No sólo estaba desnudo en la cruz sino que mientras el condenado llevaba la madera transversal llamada “patibulum”, recorría -en ese mismo estado- todo el trayecto por las calles.  Lo único que lo cubría era una pequeña tabla que se le colgaba al cuello en la que constaba el delito por el que había sido condenado. La tabla quedaba a la vista de todos para que pudiera ser leída. Una vez realizada la crucifixión, la tabla se convertía en un cartel público con el nombre del ajusticiado y los cargos imputados. 

La ejecución se realizaba en un lugar de mucho tránsito. El crucificado quedaba expuesto largo tiempo, durante una agonía que duraba varios días. Los soldados romanos custodiaban para que nadie se le acercara a llevarle algún alivio o intentara sacarlo de la cruz.  En la ejecución, los curiosos eran mantenidos a distancia. Los Evangelios dicen que los familiares y los discípulos "contemplaban desde lejos", de modo que no podían ver, escuchar o posteriormente narrar con precisión cómo se habían producido los hechos y qué palabras se habían dicho. Por eso todos los Evangelios son muy escuetos en cuanto a la descripción de los detalles de la crucifixión. Expresan de manera muy vaga y concisa "lo crucificaron", sin más pormenores. No se detienen a describir la forma en que se realizó este terrible acto.

    Por todo esto tuvo que pasar Jesús. Para el Imperio Romano fue un crucificado más de los miles y miles que crucificó a lo largo de los siglos. La singularidad de la muerte de Jesús no estuvo en la modalidad de su crucifixión que, por otro lado, no fue demasiado extraordinaria ya que sufrió el procedimiento común a todas las crucifixiones.

     En el caso de Jesús quien moría no era solamente un hombre ajusticiado. Dios mismo estaba convertido en su propio sacrificio. En el Antiguo Testamento, el ser humano creyente, integrando el pueblo de Dios realizaba ofrendas expiatorias. En Jesús, Dios se vuelve su propia ofrenda, se hace sacrificio humano. Quedan así superados el culto y el templo antiguos. Dios se vuelve ofrenda de amor. El niño ofrecido en su infancia en el templo, ahora –hombre adulto- es ofrecido fuera del templo como sacrificio. Dios se da a sí mismo –con la muerte de su Hijo- el sacrificio que se merecía. Ese tributo es un acto infinito de amor de Dios a Dios. El Hijo donándose al Padre y del Padre recibiendo al Hijo –aceptándolo como al hijo pródigo que vuelve a la casa del padre después de haber andado por los caminos humanos- en tal acto de amor, la religión del sacrificio queda superada. El sufrimiento, la sangre y la muerte quedan definitivamente trascendidos en el amor.

Texto 4.

El acontecimiento más importante de toda la Biblia –la Resurrección de Jesús- no es narrada directamente. No hay testigos oculares del hecho. No hay relatos en primera persona. Sólo hay indicios, algunas señales. Ni siquiera son evidencias del hecho: la tumba vacía, el sudario, la piedra removida.

Incluso el mismo Resucitado -cuando aparece- no es reconocido a simple vista. Se lo confunde con el cuidador del lugar donde estaba enterrado el Señor, con un peregrino desinformado caminado a Emaús; con alguien hambriento que aparece en un amanecer junto al lago, incluso con un fantasma.
Esta modalidad -tan poco triunfalista y llamativa- de la Resurrección nos indica que el hecho más grandioso de Dios es también el más humilde y que sólo es objeto de fe. Si no se tiene fe, pasa inadvertido.

Sin fe, los signos no se vuelven reveladores. A María Magdalena, Jesús le pronuncia su nombre; a los discípulos de Emaús, les explica la Palabra y hace el gesto de la fracción del pan; a los que creen ver un fantasma, les pide comida para que vean que tiene un cuerpo real; al Apóstol Tomás, le hace tocar sus heridas cicatrizadas, a los discípulos que no han pescado nada aquella noche, les realiza el milagro de una pesca abundante.

Todos estos son signos mediadores de la fe. Es la fe la que descubre que Jesús está resucitado. Sin ella, no hay posibilidad de creer en la Resurrección o de presenciar al Resucitado.

Para los discípulos que -en ese momento- lo vieron sin reconocerlo, como para nosotros que no lo hemos visto, nos es necesaria la fe para accede al misterio más importante de Jesús.

La Resurrección queda reservada a la humildad,  al silencio, al pudor, a la prudencia  y  la discreción de una fe que no es estruendosa, ni hace ruido. La fe sencilla y cotidiana de todos los días es la única llave para contemplar la serena belleza de la Resurrección. Sólo hace falta fe. Ella es la que nos lleva al amor y se eleva -sencilla y poderosa- por sobre la gris rutina que nos envuelve, cantando gloriosa el elogio de la vida.

En definitiva, para la fe siempre se trata de morir para resucitar. La muerte sólo prueba que la vida existe y la Resurrección lo confirma: la vida existe para siempre.

Texto 5.

Los vacíos humanos en la tumba abierta del Resucitado

Antes que el alba rompiera,
antes que el sol de nuevo naciera,
antes que la luz surgiera,
sus pisadas dejaron atrás la tumba nueva.

La piedra, por la fuerza de lo alto, fue removida,
y el aire pesado de la muerte fue exhalado.

Antes que el alba y que el sol y que la luz,
antes de todo amanecer sobre el mundo,
se levantaba el Resucitado.

Nadie lo vio, nadie fue testigo.
Sólo un silencio profundo lo acompañaba.
Nadie sospechaba nada.

El mundo intentará –muchas veces-  olvidarlo.
Polvo sobre polvo,
tapando su Nombre,
acumulando olvidos sobre  la vieja memoria de los siglos.

La piedra rodó, estremecida, dando paso a toda bienvenida.
La tumba sellada quedó abierta y vencida.
La muerte quedó adentro,
bien muerta y sola: para siempre rendida.
Nunca más podrá salir.
Jamás podrá regresar.
Nunca más podrá actuar.

Quedó más que sola en el infierno.
Sola y sometida.
Atada y subyugada.
Derrotada y aniquilada.

Sólo Él salió sereno y victorioso
de las entrañas de la tierra.
Él era más que el alba,  que el sol y  que la luz.
Era más que todo el amanecer que la esperanza  regala al mundo.
Era sólo Él.
Resucitado por nosotros y para nosotros.

La tumba quedó vacía de todo:
De muerte, agonía, sufrimiento, impotencia, desaliento, frustración,
oscuridad y decepción.

Quedó vacía de todos los vacíos.
Vacía de todas las vacuidades humanas.
Todas han sido redimidas.

Todo cuanto quedó  vacío ha sido colmado.
Todo ha sido resucitado.

Nada hay imposible para Dios y para la fuerza de la Resurrección.

Nada fue imposible cuando se hizo hombre.
Nada fue imposible cuando experimentó la vida y gustó la muerte.
Nada fue imposible para volver del nudo ciego de la muerte
al abrazo tibio de la vida trayendo consigo la gloria de Dios.

Esa gloria que antes, en la Encarnación,  no había traído,
esa gloria –ahora- la trajo con humilde esplendor.

Su Resurrección fue su más hermosa Transfiguración.
Una Resurrección humilde, oculta, velada,
como su carne, su condición, su vida y su acción.

Los que veían al Resucitado necesitaban de los ojos de la fe.
Su Resurrección brilla en lo escondido y en lo oculto
donde el Padre ve en lo secreto.

Sin embargo, esa Resurrección de gloriosa humildad,
Esa Transfiguración definitiva  de la humilde Gloria de Dios
es la que vence nuestra  imposibilidad.

Lo imposible de los hombres es la posibilidad de Dios.
No hay más fronteras, ni vallas, ni obstáculos, ni límites.

Con la tumba vacía y la puerta abierta
todo ha quedado lanzado hacia delante y hacia fuera.
Todo promete nuevo  futuro.

El Resucitado aún sigue vivo:
No hay nada imposible.


E C