Texto 1.
Muchas veces buscamos fórmulas mágicas y rápidas para transformar nuestra vida. El mundo espiritual –sin embargo- tiene otros tiempos y requiere de mucho respeto y compromiso. En general acompaña los lentos procesos de los ciclos vitales.
En la Antigüedad, el ser humano se interesó por la vida como una manifestación milagrosa de lo divino, las artes y las ciencias indagaban acerca de diferentes misterios. Relacionaban las fuerzas de la naturaleza y los estados interiores del ser humano dando origen a las mitologías del mundo. Los tiempos remotos buscaron el elixir de la vida, la esencia de la inmortalidad y la perpetua juventud. Estas prácticas estuvieron presentes entre los persas, caldeos, egipcios, griegos, romanos, árabes, la cultura sufí, china y japonesa. A lo largo del tiempo estos conocimientos fueron tejiendo un halo de misterio y secreto a su alrededor a través de formas simbólicas, casi indescifrables. Hablaban de una búsqueda espiritual en donde los elementos de la naturaleza se hayan dentro de nosotros mismos, lo único que hay que hacer es purificarlos.
La principal ocupación era la vida y el propio “yo”. La naturaleza se consideraba un paso previo, necesario pero –en definitiva- alegórico de todo el proceso ya que, en verdad, se intentaba descifrar los ciclos internos. El verdadero trabajo era la naturaleza espiritual y la sensibilidad del alma humana que formaba parte de lo que llamaban “el Alma del Mundo”.
Todo en el universo y en la vida formaba una unidad, todo tenía su tiempo y su movimiento, su permanente cambio y mutación, su continua transformación. Donde hay movimiento, existe vida. La muerte se considerada un paso más en el eslabón de los cambios y transformaciones.
¡Cuánto hemos perdido de aquella ancestral sabiduría!; ¡cuánto nos falta por aprender que los verdaderos procesos vitales son siempre espirituales!, ¡cuánto dejamos de respetar a la naturaleza y sentirnos involucrados como parte esencial de ella! Hoy hemos desacralizado todo. Construimos un mundo sin “alma”.
En la Antigüedad, el mundo -y todas las cosas en él- eran concebidos por la combinación de cuatro elementos con los cuales se configurada la esencia de todo lo existente. Los cuatro elementos arquetípicos y clásicos explicaban los patrones de la naturaleza y la realidad: aire, agua, tierra y fuego.
La palabra “elemento” no es lo que nosotros llamamos “elementos químicos” en la ciencia moderna. En la Antigüedad se refería al estado de la materia: sólido para la tierra, líquido para el agua, gaseoso para el aire y plasma para el fuego. La tierra era fría y seca; el agua, fría y húmeda; el aire, caliente y húmedo y el fuego, caliente y seco.
Las combinaciones daban por resultado todos los seres. En el cuerpo humano se originaban a los cuatro “humores”: la bilis amarilla del fuego; la bilis negra de la tierra, la sangre roja de donde venía la vida y asociaba con el aire, el soplo divino y la flema de la cual se derivaba el agua. Así quedaban además psicológicamente estructurados los cuatro perfiles humanos: el colérico, el melancólico, el sanguíneo y el flemático.
Cada uno de los cuatro elementos tenía su “personalidad” y su “función”: el fuego era el principio paternal, la chispa divina, denotaba voluntad y vitalidad, iniciador, propulsor y purificador. El agua, el principio maternal de la vida en la naturaleza, era intuición, emoción, generación corporal y espiritual. El aire representaba la sutilidad, la espiritualidad, la actividad mental, el mundo de las ideas y la comunicación. La tierra simbolizaba la fecundidad y la actividad racional.
Los hindúes y los japoneses tenían los cuatro elementos, más un quinto invisible, el éter, el que constituía la esencia misma de las cosas, lo que algunos denominaban la “quintaesencia”. La tierra, el fuego, el aire, y el agua eran terrenales y corruptibles, las estrellas –según creían- no estaban hechas de ninguno de estos elementos sino de uno diferente, una sustancia celestial llamada éter, el medio invisible que llenaba el universo. Esta quinta esencia, Dios la había extraído de los cuatro elementos y habitaba en lo profundo del corazón humano. Los chinos cambiaron ligeramente la serie de elementos. Ellos consideraban: tierra, agua, fuego, metal y madera, los cuales constituían diversos tipos de energía en un estado de constante interacción.
Los cuatro elementos estaban sometidos a dos fuerzas cósmicas universales que explicaban el movimiento de la generación y la corrupción en el mundo. Esas dos fuerzas eran el Amor, que las unía, y el Odio, que las separaba. Explicaban así el cambio y -a la vez- la permanencia de los seres. En verdad no existía generación y corrupción en sentido absoluto, sino sólo transformación, mezcla y separación de elementos inmutables.
En la Antigüedad se creía que al principio reinaba en soledad el amor y todo era una esfera: el Uno, eterno e inmóvil, en el que los cuatro elementos estaban mezclados. Luego sobrevino el odio, y con él la separación. Estas fuerzas también se encontraban en el ser humano y en todas las cosas y explican la existencia y la vida como lucha continua, buscando la armonía y el equilibrio.
Estos elementos no cesan nunca su continuo cambio. En ocasiones se unían bajo la influencia del Amor y todo devenía en Uno; otras veces se disgregaban por la fuerza hostil del Odio, teniendo una vida inestable. El Amor tiende a unir los cuatro elementos, como atracción de lo diferente; el Odio actuaba como separación de lo semejante. Las dos fuerzas, en sus cíclicas contiendas, daban vida y muerte -otorgaban continua transformación- a las diversas manifestaciones del cosmos, una sucesión de ciclos de unión y separación.
Los cuatro elementos y las dos fuerzas concedían un conocimiento por "simpatía”: lo semejante conocía lo semejante. El ser humano se entendía como un compuesto de los cuatro elementos, se consideraba un microcosmos, un pequeño compendio de todo el universo, una especie de mundo microscópico que contenía los mismos elementos del universo, el “macrocosmos”.
En la Antigüedad, el crecimiento espiritual consistía en el arte de quemar todas las impurezas de los elementos para llegar a la purificación: ¿vos cómo te sentís: como un fuego potente y voraz como agua mansa, fresca y transparente o agua removida y turbulenta; tal vez te experimentás inquieto y móvil como aire que viaja liviano, transparente y se llena de luz o como tierra fecunda o –quizás- árida y reseca?; ¿con qué elemento primordial te identificás?, ¿sos fuego, agua, tierra o aire?
Texto 2.
En la Antigüedad, la transformación material y externa del mundo era un símbolo de la transmutación del mundo y del tiempo interno y espiritual. Los procesos materiales se correspondían internamente. Se realizaba una metamorfosis de lo material en donde lo espiritual y psicológico, consciente e inconsciente, se proyectaba en la transformación de la materia. Era un procedimiento filosófico, psicológico, anímico y espiritual de transformación, un arte real, una ciencia sagrada cuyo objetivo consistía en la perfección espiritual, un trabajo de transformación de las "fuerzas vivas" y las energías contenidas en la materia compuesta por tierra, agua, aire, fuego y el “quinto elemento”, el éter que estructuraban la esencia íntima de cada cosa.
En la purificación de estos elementos, todo se volvía sutil y espiritual. La materia era considerada corpórea y espiritual al mismo tiempo, y el espíritu era, a su vez, igualmente espiritual y material. Creían no sólo en el cuerpo material y físico de las cosas sino también en su “alma”. Cada ser tenía su “alma”. La materia –en el comienzo del proceso- era cruda, confusa, densa; luego se iba volviendo sutil. Las cosas tenían un cuerpo sensible y además un cuerpo vital que había que descubrir, sacando las capas de la apariencia. La primera de las etapas del proceso consistía en el sometimiento de la materia prima para quitarle todas las impurezas. Esto se corresponde psicológica y espiritualmente a la integración de la propia “sombra” y de aquellas heridas, sufrimientos, emociones, pensamientos o defectos. La incorporación de "la sombra" es el primer paso de la aceptación y la transformación. La materia prima con sus impurezas es un equivalente del inconciente misterioso y confuso. Esto suponía un sumergirse en el inconsciente personal y comenzar a hacer conscientes nuestras proyecciones, un mirar, cara a cara, el aspecto sombrío de la realidad e incluso ver el lado sombrío del misterio de Dios, la “noche oscura” y purificadora de la fe. La segunda fase consistía en una separación. La materia se concebía como un ser vivo, por lo cual los elementos, una vez purificados, volvían a reunirse y de esta unión surgían transformados. Todo era una acción ritual de purificación. En el proceso espiritual esta segunda fase es la integración de “lo opuesto”, la complementación y mayor riqueza para nuestro crecimiento, aquello que nos falta y que tenemos que adquirir y desarrollar. Este momento en el proceso de la fe es el de la “iluminación” cuando se intenta –después de la purificación- pasar por la sombra para contemplar y dejarse inundar por una nueva luz que permite un crecimiento aún mayor.
La última etapa era el logro de la “totalidad”, la unión en la que todos los opuestos se juntaban y se complementaban armónicamente. Se creía que todos los elementos opuestos se conectaban con el “alma del mundo” para lograr allí la reconciliación. Esta etapa se comparaba con la vía espiritual llamada “unitiva” donde la fe –por el desarrollo del amor pleno- nos hace uno con Dios, con los demás y con el mundo.
Este proceso descripto no dibuja una línea recta. Se trata más bien de un movimiento de circunvalación, un acercamiento al centro. No avanzamos dejando atrás una parte sino asumiendo y unificando los extremos opuestos. Este camino, si lo tuviéramos que representarlo gráficamente, sería más bien la figura de una espiral.
El proceso por el cual la psicología y la espiritualidad logran encontrar su centro es un camino progresivo de autoconocimiento donde se van asumiendo luces y sombras, integrando la fuerza de los opuestos.
¿Vos cómo complementás las fuerzas contrarias que experimentás en tu interior?; ¿cómo las podés armonizar y equilibrar?; ¿cómo les das cabida?; ¿cómo comparás ese impulso que se debate dentro?; ¿acaso no parece que se nos va toda la energía en eso y hasta hemos hecho llorar a los ángeles en nuestro intento denodado?; ¿vos cómo lo sentís, cómo lo describís?
Texto 3.
El libro del Génesis (Cf. 2, 5-25) -el primero de toda la Biblia- nos muestra la imagen de un Dios alfarero que después que su Palabra hace de la nada todas las cosas, Él se pone a jugar en el Jardín del Paraíso con el barro primordial y modela su principal hechura, a la cual, le insufla un aliento de vida en su rostro. El ser humano, mezcla de barro de la tierra y aliento divino, fragilidad quebradiza como el barro seco o material que ensucia fácilmente como el barro húmedo. Sin embargo, a pesar de ser barro, fragilidad y suciedad, tiene también en su interior una ráfaga que sutilmente le comunica vida y lo enaltece, elevándolo. El ser humano es barro de abajo -de la tierra- y es suspiro de aliento divino, de arriba, exhalado de la boca de Dios. Lo más bajo y lo más alto se dan cita en él. Dios purifica la materia de su hechura. Al simple barro, le otorga una pizca de espíritu como aliento que vivifica todo. El barro original se hace espíritu y vida, cobra movimiento y expresión.Y para que el hombre no se sienta solo en el universo, Dios le da una ayuda adecuada. Cuando Dios le hace al hombre una “ayuda”, no trabaja con barro sino que la saca del sueño del hombre, Cuando Adán duerme, Dios le extrae una costilla y de ella hace a la mujer, carne de su misma carne. Mientras él duerme, Dios moldea con sus manos a la mujer. Es ella una conjunción del sueño del hombre y el trabajo artesanal de Dios. La mujer –en esta primera página de la Biblia- es el sueño del hombre y el arte de Dios: sueño humano y arte divino. En el primer relato de la Creación, el mundo fue el resultado de un proceso de siete días, lo que nos indica un desarrollo que tiene momentos, ritmos y tiempos. Es conjuntamente la creación y el crecimiento de un mundo externo, material y un mundo interno, espiritual. De acuerdo al Génesis, la primera tarea realizada por Dios fue la creación de los cielos y la tierra. Aquí aparece la primera dualidad que representa todas las otras. Luego Dios crea la luz, la primera energía. Después vienen todas las otras polaridades: el sol y la luna, el día y la noche, la tierra y el mar, el hombre y la mujer. En el Nuevo Testamento hay un pasaje en el que se muestra a Jesús, haciendo el milagro de la curación del ciego de nacimiento, aludiendo a las imágenes de este texto del libro del Génesis (Cf. Jn 9,1-41). El Señor hace barro: mezcla con su propia saliva, la tierra del lugar y unta los ojos del ciego, obrándose así el milagro de la luz. En esta escena aparece la luz, la primera obra de Dios en la Creación, comunicada a los ojos colmados de oscuridad del ciego. El barro que hace Jesús nos recuerda el barro original del que está hecho el ser humano en el Génesis. Dios es el que ha creado y Jesús es quien recrea. Dios hizo todo bien y Jesús redime. Dios hizo la Luz y Jesús la comunica con un milagro. Dios creó de barro la hechura de sus manos y Jesús también hace ese mismo barro del principio para seguir obrando la gracia. Tanto en el libro del Génesis -como en el Evangelio- aparece la imagen del Dios Creador, el Dios alfarero, el que hace y rehace, restaura y redime a su hechura. El barro es oscuro como la ceguera de este ciego de nacimiento. Al terminar el milagro, Jesús dice que comenzarán a ver lo que no veían y los que se creen que ven, dejarán de hacerlo. Él mismo se proclama “luz del mundo” (8, 12). El barro -que se va purificando en busca de la luz- nos sugiere en la Biblia la conexión con estas tradiciones ancestrales de las culturas y religiones humanas que han buscado la purificación de lo material para alcanzar el proceso de la iluminación espiritual. Todas las religiones hablan de conversión, transformación, transfiguración, transmutación, regeneración, superación y crecimiento. Los tres procesos que hemos mencionado en que la Antigüedad buscaba la purificación de la materia como metáfora del camino de purificación interior, coincide –de algún modo- con la tradición espiritual del cristianismo para la cual también el itinerario interior tiene tres escalas: el primer peldaño de la conversión inicial purifica todo el apego del propio yo; el segundo escalón, los que se van dejando iluminar por la gracia y por último, el estado de unión con Dios cada vez más pleno. Las tres edades de la vida interior: la vía purgativa, iluminativa y unitiva. ¿Vos también necesitás que Jesús te unte los ojos para darte más luz?; ¿cómo se ilumina la oscuridad de tu barro con la transparencia de la luz?; ¿qué es lo que necesitás ver?; ¿acaso no sabés que Jesús hace una joya de tu corazón, una gema de tu amor?
Para viajar los años,para beber el sol, le pediré al castaño pétalos de tu voz:¿serás feliz allí?, ¿seré feliz?
Vuela en el mar tu sombra, náufrago que cruzó cuando la sal te nombra. Líquida es la canción. Puedes vivir en mí. Puedes venir.
¿Por qué guardamos tanto detrás de un cristal? ¿Por qué esperar? ¿Por qué perdemos tanto, pensar y pensar?
Como al pasar los días, como que nadie ve, como al pasar la vida,¡cuánto te extrañaré!Joya, tu corazón; Gema, tu amor.Pedro Aznar.
Texto 4.
En el Evangelio aparecen numerosas imágenes y metáforas que se refieren a una profunda transformación personal que muchos espirituales han interpretado como el proceso y el resultado del camino de la transfiguración interior. Por ejemplo, cuando Jesús le dice al rabino Nicodemo que aquél que no renazca del agua y del espíritu no puede entrar en el Reino de Dios (Cf. Jn 3, 5) aludiendo a un segundo nacimiento de naturaleza espiritual. Seguramente Nicodemo no conocía el misterio que encerraban las palabras de Jesús. El mismo Señor asombrado le dice: “Tú eres maestro de Israel y ¿no sabes esto?"(3,9). En las Bodas de Caná, cuando Jesús –en su primer milagro- convierte 600 litros de agua en vino, transforma la sustancia de un elemento en otro como metáfora de una profunda renovación y cambio, inaugurando los tiempos mesiánicos (Cf. 2; 1-11).
Jesús dice en el Evangelio que si el “grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo, en cambio, si muere, da mucho fruto” (12,24). La semilla sufre una profunda transformación hasta dar con el fruto que nace de sus entrañas.
Toda la Pascua de Jesús puede contemplarse como transformación de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz. El cuerpo de Jesús muerto y sepultado es esa semilla divina que muere para dar fruto.
Cuando el Credo de nuestra fe habla de “descenso a los infiernos” se está expresando a través de símbolos muy antiguos. Jesús dice que su generación, “no recibirá otra señal que la del profeta Jonás“.
La historia de Jonás se la ha tomado como alegoría que cuenta un viaje nocturno bajo el mar, en el cual el héroe es tragado por un monstruo, llamado Leviatán, el guardián de la energía latente. Cuando el héroe sale del vientre del cetáceo, vuelve renovado, resurgido y renacido. El mundo no es más una tumba sino una matriz de nueva transformación.
Esta metáfora del personaje tragado en el mar por un monstruo marino, se repite en el cuento de Pinocho1, muñeco de madera capaz de hablar y aprender y que es mandado por su padre Gepetto a la escuela. Allí se junta con compañías indeseables que lo aconsejan erróneamente y termina en el circo, en donde se verifica una primera transformación –que como es fruto del mal- resulta una “deformación”. En el circo le empiezan a crecen las orejas y la cola de burro. Escapándose del circo, el cual se convierte en una jaula, termina en el fondo del mar, tragado por una ballena y encuentra dentro de ella a su padre Gepetto que había salido a buscarlo en el mar, corriendo el mismo destino de su hijo.—————————————————————————————–1 El cuento de Carlo Colloni (Carlo Lorenzini) publicado en 1882.
Pinocho representa el alma en transformación, de madera tiene que llegar a ser un niño de verdad, con alma propia. Mientras es de madera posee una conciencia externa que le habla, su amigo Juan Grillo. Luego de estar en el vientre de la ballena, símbolo de la muerte y del resurgimiento, su “Hada Madrina”, en recompensa por su búsqueda y su aprendizaje, lo transforma en un niño de verdad.
La escuela a la que concurre Pinocho representa la institución y la entrada en el sistema social, en el cual queda excluido y marginado por ser diferente. Cuando sale -y se va al circo en donde le crecen las orejas y la cola de burro- queda plasmada la deshumanización a la que nos someten cuando somos rechazados y abandonados.
Ciertamente el relato es una alegoría de la trasformación humana y espiritual que se va logrando como evolución del propio camino, desde la deshumanización a la humanización plena, muriendo y resurgiendo renovados.
El proceso espiritual está unido a la humanización. Espiritualidad y humanidad son dos caras de un mismo camino. En la medida en que se es más humano, la calidad de vida es más espiritual y en la medida en que se es más espiritual, nos volvemos más humanos.
¿Vos percibís que la vida espiritual es directamente proporcional a la calidad de vida humana?; ¿o por el contrario creés que mientras más espirituales, menos conectados con lo humano?; ¿en Jesús lo divino y lo humano no coexisten acaso en una misma Persona?
La historia que cuenta el relato de Pinocho podemos verla con una nueva luz a partir de esta metáfora del crecimiento integral. ¿Qué nos contaría Pinocho acerca de su experiencia de transformación?
Texto 5.
Jonás, Jesús y Pinocho son símbolos de esta semilla que muere, tragada por el suelo o por el mar -el elemento tierra y el elemento agua- que luego resurge totalmente renovada y humanizada, plena de radiante vida que rebasa.
Este camino de transformación es también un sendero de transfiguración. Todo se vuelve más luminoso cuando evoluciona. El misterio de la Transfiguración de Jesús muestra la refulgencia del mismo Señor en su carne transida por la transparencia de la gloria de Dios. Anticipo de aquella otra transfiguración luminosa que llegar finalmente con la Resurrección. Allí el cuerpo mortal se transfigurará plenamente. Todo este itinerario espiritual no es sino –como dice Jesús- “entrar por la entrada estrecha” (Mt 7,13). Tal vez no todos entiendan estos caminos por eso el mismo Señor advierte: “a ustedes les he dado a conocer los secretos del Reino”. También en otro lugar dice a los suyos: “les hablo por medio de parábolas porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden. Y así se cumple la profecía de Isaías que dice: "Por más que oigan, no comprenderán, por más que vean, no conocerán, porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos, para que sus ojos no vean, sus oídos no oigan, su corazón no comprenda y no se conviertan y yo no los cure". Felices, en cambio, los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos porque oyen” (Mt 13, 13-16). “Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas, lo nuevo y lo viejo” (13,52). En definitiva, todas las religiones y el Evangelio nos impulsan al camino del crecimiento y la evolución espiritual, al progreso de la madurez humana y la plenitud. Toda la realidad es cambio y movimiento, tensión y devenir, permanente mutación y transformación.
La vida, el tiempo, las edades y los ciclos humanos, hasta la misma muerte es considerada parte de un cambio y de una transformación que supone un camino que nunca termina y siempre prosigue hacia delante, reciclándose.
Esta transformación, esta honda metamorfosis se realiza cuando nos ponemos en la corriente vital de la existencia y nos dejamos llevar. Así como las piedras de un río, con el golpe permanente de la corriente de agua se van moldeando; de igual manera nosotros en el fluir continuo. La existencia nos va moldeando y Dios en ella. El mayor trabajo de nuestra parte consiste en no resistir, en volvernos dóciles y maleables como el junco que se dobla por el viento o la corriente del agua.
Somos parte de un mismo “Todo”, de un único proceso que nos incluye y nos transfigura. Ojalá seamos cada vez más consciente de esto. Ojalá que -como cristianos- nos sintamos auxiliados por la gracia de Dios que nos eleva y nos sana, nos protege y nos plenifica.
En la Antigüedad se decía que los seres humanos estaban en un círculo eterno sin principio, ni final que rueda incesantemente; inmersos en una espiral que siempre vuelve a pasar circularmente por el mismo punto pero desde otro lugar, ampliando cada vez el ángulo. Otros afirmaban que vivimos en un intrincado laberinto cuyo centro hay que encontrar y cuya salida era hacia arriba; lo cierto es que –estemos donde estemos- hay que seguir creciendo y transformándose. Desde el punto donde hayamos llegado, ¡sigamos adelante!
La existencia toda –la vida y la muerte incluidas- son sólo etapas de una misma transformación, forman parte de un único camino. Cada paso, cada Pascua es una más intensa purificación y una mayor resplandecencia hasta que podamos decir como el Apóstol San Pablo: “ya no soy quien vive es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Conviene entonces que “Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30).
En definitiva, la vida espiritual –como la vida misma- es continua transformación, permanente mutación y cambio. Quien vive intensa y espiritualmente, siempre se transforma, se transfigura para bien. Se vuelve más luminoso, pleno y vital.
Todos estamos insertos en un ciclo sin fin que nos lleva, nos mueve y nos transforma perpetuamente…
El día que al mundo llegamosy nos llega el brillo del solhay mucho más para ver de lo que se puede ver,más para hacer de lo que da el vigor.Son muchos más los tesorosde los que se podrán descubrir,más bajo la luz del sol jamás habrá distinción,grandes y chicos han de convivir.En el ciclo sin fin que nos mueve a todosy aunque estemos solos, debemos buscarhasta encontrar nuestro gran legado,en el ciclo, el ciclo sin fin.