El Señorío de Jesús

viernes, 17 de julio de 2020
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17/07/2020 – En el Evangelio de hoy, Mateo 12,1-8 Jesús y los discípulos aparecen haciendo algo que no estaba permitido en sábado. Es decir, Jesús esta rompiendo con el orden establecido para decir que hay otro nuevo orden y es el que genera Su señorío. Necesitamos en este tiempo de un orden distinto, el que Dios trae.

Dale el Señorío de tu vida al Señor, que Él señoree tu corazón. Que puedas decirle en este día “Ven Señor Jesús” a esos lugares de tu vida en donde sentís que hace falta que Dios ejerca Señorío, que traiga un nuevo orden.

“En aquel tiempo, Jesús atravesaba unos sembrados y era un día sábado. Como sus discípulos sintieron hambre, comenzaron a arrancar y a comer las espigas. Al ver esto, los fariseos le dijeron: «Mira que tus discípulos hacen lo que no está permitido en sábado». Pero él les respondió: «¿No han leído lo que hizo David, cuando él y sus compañeros tuvieron hambre, cómo entró en la Casa de Dios y comieron los panes de la ofrenda, que no les estaba permitido comer ni a él ni a sus compañeros, sino solamente a los sacerdotes? ¿Y no han leído también en la Ley, que los sacerdotes, en el Templo, violan el descanso del sábado, sin incurrir en falta? Ahora bien, yo les digo que aquí hay alguien más grande que el Templo. Si hubieran comprendido lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios, no condenarían a los inocentes. Porque el Hijo del hombre es dueño del sábado”.

Mateo 12,1-8

 

 

 

“El Hijo del hombre es dueño del sábado, el Señorío de Jesús”

En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se ha revelado a Moisés, YHWH, es sustituido por el de Kyrios («Señor»). Desde entonces Señor ha sido siempre el nombre habitual para designar la divinidad del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza este sentido fuerte del título «Señor», tanto cuando se refiere al Padre, como también –y esta es la novedad- cuando se refiere a Jesús, reconocido así como Dios. Jesús mismo se atribuye, veladamente, este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del salmo 110; pero también de una manera explícita cuando se dirige a los apóstoles. A lo largo de su vida pública, sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y sobre el pecado demuestran su soberanía divina. Hay lugares donde reconocemos que es el Señor quien está presente y en otros clamamos por Él “Ven Señor, Jesús”.

Muy a menudo, en los evangelios, algunas personas se dirigen a Jesús llamándole «Señor». Este título hace patente el respeto y la confianza de los que se acercaban a Jesús y esperaban de Él ayuda y curación. En la expresión Señor está el reconocimiento de la divinidad de Jesús. Bajo la moción del Espíritu Santo, este título expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús. En el encuentro con Jesús resucitado, es adoración: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Es entonces cuando adquiere una connotación de amor y de afecto que será característico de la tradición cristiana: «¡Es el Señor!» (Jn 21,7). Y ahí uno se imagina al discípulos y a los discípulos postrándose delante de él y mostrando con humildad el señorío suyo sobre el universo y la propia vida.

Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman, desde el origen, que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre corresponden también a Jesús, ya que él es «de condición divina» (Fl 2,6) y el Padre ha manifestado esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y elevándolo a su gloria. Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia significa también el reconocimiento de que el hombre no debe someter su libertad personal, de manera absoluta, a ningún poder de la tierra, sino solamente a Dios Padre y a Jesucristo, el Señor: el César no es «el Señor»… También la oración cristiana está marcada por el título «Señor», ya sea en la invitación a la plegaria «el Señor esté con ustedes», ya sea en la conclusión «por Jesucristo nuestro Señor» y aún en el grito lleno de confianza y esperanza: «¡Amén. Ven Señor Jesús!» (Ap 22,20).

Dios, Señor de mi vida

Hoy nos podemos preguntar si Dios es el Señor y el dueño de tu vida, en teoría podríamos decir que sí, esto lo proclamamos “El Señor es el dueño de mi vida” pero atrevernos a preguntarnos si realmente creo que el Señor es el dueño de mi vida. Cuántas veces no somos capaces de encontrar a nuestro Señor porque no tenemos un corazón sencillo, un corazón abierto, un corazón transparente sino que tenemos un corazón medio enredado, medio dado vuelta por dentro y entonces también damos vuelta a las cosas por fuera. Permitimos que el egoísmo vaya por mil vericuetos distintos dentro de nuestra vida y aceptamos que nuestra soberbia o nuestra pereza se conviertan en los verdaderos reyes y señores de nuestra existencia. Muchas veces la cultura en la que vivimos nos impide reconocer a Dios como Señor. Por el camino de la sencillez, la humildad, las humillaciones… ahí Dios pone su mirada y está su señorío. “Yo he venido a poner mi mirada en el humilde y en el abatido”.

Cuántas veces ponemos como señor de la vida el poder, en las seguridades, sin embargo nos engañamos porque el poder no te realiza como persona. “Te alabo Señor porque has ocultado estas cosas a los sabios y las has revelado a los pequeños”. Es el camino de la sencillez de corazón lo que dispone en lo más interior de nosotros mismos a Cristo Jesús y nos abre a su señorío en nuestras vidas.

Para lograr un corazón sencillo es necesario permitir que Dios vaya invadiendo tu corazón, cada ámbito de tu vida, que sea Él, el que va poniendo normas, señalando el camino, el camino concreto de tu vida y de tu existencia de manera particular en este tiempo. Reconocer a Dios como Señor es permitirle que ilumine mis pensamientos y que fortalezca mi voluntad, que oriente mis sentimientos, que marque el criterio de mi comportamiento.
Nada nos puede separar del amor de Dios y eso es bueno descubrirlo en medio de nuestras vidas, entrar en lo hondo de nuestro ser y en el recogimiento, aún sintiendo que tenemos poca fuerza, pedirle que venga, que sea el Señor de nuestra vida, que nos sostenga y se manifieste con poder.