Amar al prójimo como a uno mismo

lunes, 17 de agosto de 2020
image_pdfimage_print

17/08/2020 – En el Evangelio de hoy Mateo 19,16-22.  le preguntan a Jesús cómo hacer para alcanzar la vida eterna y él muestra el camino del amor y de la entrega como alternativa.  La eternidad y el amor, el amor que es puro y no tiene tiempo, al estilo de la gratuiad con lo que lo viven los niños a el amor que reciben y el dan. Ese amor que no tiene tiempo y es capaz de estar jugando y disfrutando horas, ellos nos regalan el valor de lo enterno.

El estilo de amor que propone Jesús es un amor que va en gratuidad y supera los límites, incluye a los enemigos, a los que no nos quieren bien, supone capacidad de reconciliación.

El amor es el lugar en donde logramos la plenitud.  Los niños nos ayudan a entender como vivirlo con gratuidad, capacidad de recibir y dar. Le pidamos al Señor que nos vuelva el corazón como el de los niños para poder vivir el amor como él nos propone, alcanzando en el tiempo presente la eternidad.

 

Luego se le acercó un hombre y le preguntó: “Maestro, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la Vida eterna?”. Jesús le dijo: “¿Cómo me preguntas acerca de lo que es bueno? Uno solo es el Bueno. Si quieres entrar en la Vida eterna, cumple los Mandamientos”. “¿Cuáles?”, preguntó el hombre. Jesús le respondió: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honrarás a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. El joven dijo: “Todo esto lo he cumplido: ¿qué me queda por hacer?”. “Si quieres ser perfecto, le dijo Jesús, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres: así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme”. Al oír estas palabras, el joven se retiró entristecido, porque poseía muchos bienes.

 

San Mateo 19,16-22.

Esta Palabra ya se encontraba en el Antiguo Testamento

Al responder a una pregunta insidiosa, Jesús se injerta en esa gran tradición profética y rabínica que andaba en busca del principio unificador de la Torá, es decir, de la enseñanza de Dios contenida en la Biblia. Rabí Hillel, un contemporáneo suyo, había dicho: «No le hagas al prójimo lo que te resulta odioso a ti, ésta es toda la ley. El resto es sólo comentario».

Para los maestros del judaísmo, el amor al prójimo deriva del amor a Dios que creó al hombre a su imagen y semejanza, por lo que no se puede amar a Dios sin amar a su criatura: éste es el verdadero motivo del amor al prójimo y «es un principio grande y general en la ley».

Jesús reivindica este principio y agrega que el mandamiento de amar al prójimo es semejante al primero y más grande de los mandamientos, es decir, el de amar a Dios con todo el corazón, la mente y el alma. Afirmando una relación de semejanza entre los dos mandamientos Jesús los une definitivamente y así lo hará toda la tradición cristiana; como dirá en forma tajante el apóstol Juan: «¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, quien no ama a su hermano, a quien ve?».

Un amor que dilata el corazón

Prójimo – lo dice claramente todo el Evangelio – es todo ser humano, hombre o mujer, amigo o enemigo, al cual se debe respeto, consideración, estima. El amor al prójimo es universal y personal al mismo tiempo. Abarca a toda la humanidad y se concreta en aquel que está a tu lado.

Pero, ¿quién puede darnos un corazón tan grande, quién puede suscitar en nosotros tanta bondad como para hacernos sentir cercanos – próximos – ante los que nos parecen más alejados de nosotros y hacernos superar el amor por uno mismo, para ver este sí mismo en los otros? Es un don de Dios. Es más, es el mismo amor de Dios que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado».

No es, por consiguiente, un amor común, una simple amistad, sólo filantropía, sino ese amor que se nos ha derramado en el corazón desde el bautismo: ese amor que es la vida de Dios mismo, de la Trinidad, del cual nosotros podemos participar.

Por lo tanto, el amor es todo, pero para poderlo vivir bien hay que conocer sus cualidades, que emergen del Evangelio y de la Escritura en general, y que nos parece poder sintetizar en algunos aspectos fundamentales.

En primer lugar Jesús, que ha muerto por todos, amando a todos, nos enseña que el verdadero amor debe dirigirse a todos. No como el amor que muchas veces vivimos nosotros, simplemente humano, que tiene un radio reducido: la familia, los amigos, los vecinos… El amor verdadero, el que Jesús quiere, no admite discriminaciones; no hace diferencias entre personas simpáticas y antipáticas, para él no hay lindo y feo, grande o pequeño; para este amor no existe lo de mi patria o lo extranjero, lo de mi Iglesia o lo de la otra, de mi religión o de la otra. Este amor ama a todos. Y eso es lo que tenemos que hacer nosotros: amar a todos.

El amor verdadero, además, toma la iniciativa, no espera a ser amado, como sucede en general con el amor humano: que se ama a quien nos ama. No, el amor verdadero se adelanta al otro, como hizo el Padre cuando, siendo nosotros todavía pecadores, y por lo tanto no amantes, envió a su Hijo para salvarnos.

Por lo tanto, amar a todos y amar tomando la iniciativa

Pero también, el amor verdadero ve a Jesús en el prójimo: «me lo has hecho a mí»  nos dirá Jesús en el Juicio final. Y esto vale para el bien que hacemos, como también, lamentablemente, para el mal.

El amor verdadero ama al amigo y también al enemigo: hace cosas que lo benefician, reza por él.

Jesús quiere, también, que el amor que él trajo a la tierra, se vuelva recíproco: que el uno ame al otro y viceversa, hasta llegar a la unidad.