Todo genuino amor consagra lo que ama. Lo hace “sagrado-con”. Uno se vuelve “sagrado-con” el otro y “con-sagrado” por el amor del otro. Como canta, exaltadamente, el lirismo apasionado del Cantar de los Cantares: “… El amor es fuerte como la muerte. Implacable como el infierno es la pasión. Sus flechas son de fuego, como una llama divina. Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor, ni los ríos ahogarlo…” (8,6-7).El auténtico amor es siempre sagrado, aunque sea el más humano de los amores.
Todo amor tiene vocación a Dios. Si no llega a Él, se apaga. Se debilita y se esfuma. Se consume en su propia ceniza y se volatiliza. Todo amor sube hasta Dios como el incienso que se expande. Hacia Él abre su boca para respirar más honda y profundamente sin ahogarse y dilata sus alas para vuelos más abismales. Todo amor busca su mar como el pequeño arroyo su desembocadura. Allí se confunden y se vuelven uno.
En el amor siempre “salimos vencedores gracias aquél que nos amó” (Rm 8,37) y estamos seguros “de que ni la muerte, ni la vida; ni los ángeles, ni los poderes celestiales; ni lo presente, ni lo futuro; ni la altura, ni la profundidad; ni ninguna otra creatura alguna podrá separarnos del amor” (8,38-39). El amor es siempre unión. Quien está en él, no experimenta separación. Es permanente comunión. En él no existe ni ausencia, ni distancia. Todo es presencia y cercanía. El amor es la metáfora que tenemos más perfecta de Dios. Todo amor consagra. Nos llena de todo lo divino y trascendente. Sin idolatrarnos, nos vuelve como Dios. Nos hace ingresar en su mundo y en su corazón.
Existe una misteriosa “providencia de los vínculos” en la cual el entramado de los hilos de nuestra vida se entretejen con los hilos invisibles de la urdimbre de la existencia de otros. León Bloy, autor francés tenía conciencia de ello cuando escribió: “…Es indudable que hay seres que corresponden exactamente los unos a los otros en la trama, sin defecto, del gran plan divino, y esos seres separados por los continentes y los mares, por las costumbres y por el idioma, por todos los obstáculos que pueden separar las existencias humanas, se encuentran sin embargo, en el momento preciso en que el Dios infalible ha decidido desde el fondo de su cielo y de su eternidad que su encuentro era necesario….”[2]
La eternidad es la esperanza de casi todos los amores. Sin embargo, no todos la consiguen. No todos son eternos o -al menos- no son “para siempre”. Hay algunos que ni siquiera subsisten el paso irreversible del tiempo. Si el amor no puede ser eterno; si sólo puede ser temporal; al fin y al cabo es también amor. Algo de la eternidad ha alcanzado -al menos en su repentina intensidad enceguecedora- aunque, tal vez, no ha bastado. Quizás el amor no pueda subsistir al tiempo, pero puede cambiarlo, transformándolo. Si el amor no es eterno, al menos transmuta la extensión inconmensurable del tiempo en la intensidad de “un algo” casi infinito. Suple extensión por intensidad. A menudo el amor es como la fugacidad de esa minúscula “eternidad” que, a veces, se nos puede regalar en el tiempo.