El cristiano cree en el misterioso entretejido de la Providencia con la colaboración -no menos misteriosa- de la libertad humana. En esto consiste el drama cristiano: La libertad del hombre -quebrada por el pecado- tiene una salida en la redención, de tal manera que la realidad y el sufrimiento que ella conlleva se superan en una salida de esperanza. La tragedia, en cambio, contiene un sufrimiento sin salida, sin apertura, sin posibilidad de encontrar un sentido ulterior, más allá de su propio nudo. La tragedia no es cristiana. Sólo el drama lo es. El misterio de la Encarnación nos muestra a un Dios que se hace hombre en el drama de un mundo caído en pecado para que desde adentro del mismo mundo -en la crisis de la Cruz y de la muerte redentora- se pueda abrir todo el sufrimiento a la trascendencia de la gracia. Para el Evangelio, la esperanza posible es siempre dramática: Conjuga los estigmas de un mundo que ya está redimido y que, sin embargo, aún contiene sombras. No obstante, aunque la esperanza posible sea frágil y dramática, es siempre esperanza.
Ciertamente existen muchas más “hijas de la esperanza”. Sólo he mencionado algunas. Tampoco es posible olvidar a las “hermanas de la esperanza”: La fe y la caridad. Que -aunque haya una cierta jerarquía entre ellas (Cf. 1 Co 13,13)- también hay un fuerte nexo en esta trilogía y, aunque, ciertamente la esperanza ha sido casi siempre la “hermanita menor”, no por ello ha dejado de tener su relevancia. La esperanza es como pequeña niña, que tiene grandes e ilustres hermanas y además posee innumerables hijas y -no obstante- constituye un milagro de la gracia que Dios nos concede para seguir sosteniendo en sus manos nuestros corazones apretados entre las grietas del mundo. Aún entre esas roturas se filtra algún atisbo de una belleza que nos hace suspirar por lo que no vemos. En ese suspiro, está la ráfaga del Espíritu, soplando la brisa fresca de una esperanza tan joven como la primera mañana del mundo en el Paraíso.
En María, la espera cobró hasta una dimensión física y corporal. El Dios eterno se revistió de la carne del hombre en los nueve meses de una mujer para ser dado a luz en la historia. Que María acoja en sus brazos las esperanzas nuevas de los hombres y -una vez más- las deposite en la cuna del mundo. Mientras tengamos fuerzas mantengamos nuestra esperanza para presentarnos cada día dando una nueva batalla a la vida. Que así sea.