Autoestima baja: “Yo, mi peor enemigo”

miércoles, 20 de octubre de 2010
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CONFESIONES FRENTE AL ESPEJO Alejandro Lerner
Dime lo que pasa en tu corazón, Dime donde duele, donde se rompió,
Como sucedió, dímelo
Dime si ha cambiado tu imaginación, tu sueño anhelado, el sonido de tu voz,
Dime si cambio… Dímelo
 
Dime si serás el mismo hasta mañana,
Dime si será lo mismo el día de hoy, si…
Dime si en cada respuesta hay una pregunta interior,
Dime si ese que me mira, sigo siendo yo
 
Dime lo que pasa en tu corazón. Dime lo que falta, donde se perdió
Como sucedió. Dímelo
 
            ¿En qué espejo nos estamos mirando? Hay uno que no falla: es el de LOS OJOS DE DIOS.

            No vamos a encontrar libros de autoayuda para “estar cada día más tristes”, ni tampoco para que nos enseñen a “ser perdedores” o a “fracasar en la vida”. Pero muchas veces, esos libros los tenemos escritos adentro: cómo fracasar, cómo no ser amados, cómo no amar, un libro que nos enseña meticulosamente los caminos del sufrimiento o del dolor, de la postergación, de la abnegación permanente. No sé si conocer las causas que por distintas razones podemos tener estos libros escritos interiormente cambia las cosas. Pero lo cierto es que los compramos a un alto precio de sufrimiento, de dolor, y sobre todo de confusión: no sabemos bien quién nos ha enseñado a respetarnos poco a nosotros mismos, a postergarnos en forma permanente.

            Hay roles internos, personajes internos que levantan su dedo para marcarnos continuamente exigencias, intolerancia, frustración, desconfianza, enojo, culpa. Tenemos un diccionario interno que traduce todos los significados de la vida en cosas pesimistas, negativas o críticas.

            Este libro, no vamos a negar que también cumple su función, y hay que conocer esta parte de nosotros mismos: este crítico, este condenador, este vigilante, este castigador, que a veces nos invita a rechazar los elogios, el afecto, el cariño, básicamente porque tiene miedo: miedo a la frustración, a volver a perder, a que nos vuelvan a herir, miedo a creer, miedo a tener esperanza.

            Este es el personaje que en el Evangelio aparece claramente en la parábola del fariseo: ese que se declara ‘adversario de la buena nueva, básicamente porque tiene miedo a perder el control, a la vergüenza, a la humillación.

            Este fariseo interior, por tanto, está permanentemente recordándonos la ley, recordándonos con rigor lo que debemos hacer, lo malo que somos, los fracasos –para que no volvamos a correr riesgos-. Este fariseo interior está contínuamente recordándonos que el amor de Dios ‘se gana’ y a alto precio, que debemos ser ‘merecedores’ de nuestros triunfos, que para eso hay que sufrir mucho, trabajar mucho, luchar mucho, corregirse mucho, y nunca se llega a la meta. Nunca hay premio. Nunca hay alivio, liberación, consuelo, misericordia. Nunca hay bienaventuranza. Nunca se nos abren los ojos, los oídos, nunca se despega nuestra lengua.

            Este es un personaje interno que es el detractor de nuestra autoestima.

            En una sociedad tan exitista, quizá este rol, esta voz interior, ha cobrado demasiada envergadura y nos impide escuchar el murmullo de nuestra propia fuente vital: el murmullo de la voz de Dios, de este Señor que viene a decirnos “Yo vengo a proclamar un tiempo de gracia, de salvación, vengo a anunciar buenas nuevas”, y no exigencias, castigos, ley.

            Este “ama a tu prójimo como a ti mismo” es una regla de oro de la Biblia, y sería muy bueno si, con una honestidad que solo da la gracia, la mirada abierta a lo trascendente, poner en una balanza cómo andamos en el amor a los demás (léase: atención, dedicación, servicio, cuidado, responsabilidad, tiempo) y cómo andamos en el amor a nosotros mismos. Los demás, también pueden ser el trabajo, el estudio, es decir, lo que esté más allá de nuestra mismidad. Tal vez en ese platillo invertimos mucha energía, mucho tiempo, mucha mirada, mucho énfasis, mucha expectativa, como si fuera un banco en el que depositamos nuestros mejores tesoros, con la secreta esperanza de que ese banco nos devuelva en robustos intereses todo lo que nosotros hemos invertido en la sociedad, en las causas en las que nos embarcamos. Todo está en ese platillo del prójimo, de ‘lo próximo’. ¿Y en el platillo de la mismidad, del para mí, del en sí mismo? ¿cuánto hay de inversión allí? ¿cuánto hay de cuidado, de atención, de dedicación, en definitiva, de amor?

            Si entre los dos platillos no hay balance, el desbalance clama de diversas formas dentro nuestro: a través de enfermedades, de crisis, de angustias, de miedos, de ansiedades, de depresiones, de rabias, de envidias, de celos. Grita, reclama, exige, llora, sufre, se encoge, se achica. Se enferma.

            La vida es un fluir: el amor a nosotros mismos y el amor a los demás en un hermoso balance. Y esto no es solo una cuestión de proporción, de matemática. Es una cuestión de armonía. Porque en la armonía, el amor fluye hacia el afuera y el adentro, hacia el arriba y el abajo, hacia los justos y hacia los pecadores, hacia el trigo y hacia la cizaña, hacia el sol que nace para los buenos y para los malos. Este modelo de armonía es modelo de salud.

 

            Cuando el amor nos daña, cuando se atasca, cuando no recorre nuestras praderas, cuando no puede circular por nuestras actitudes, por nuestros pensamientos, se generan una serie de personajes, una cantidad de máscaras. Una de las más sutiles es la descripta por el Dr. …………………..: el “Triángulo de Karpman”: es una dinámica psíquica, emocional que describe cómo se establecen estos contratos implícitos en personas que no se experimentan amadas, valoradas o que no pueden recibir el amor de Dios.

            Este triángulo está compuesto de tres puntas: el salvador, el perseguidor y la víctima

            El salvador es aquel que sale, más allá de sus posibilidades –porque no las conoce, porque no tiene contacto profundo con sus posibilidades, y con sus límites, y con sus debilidades-. Sale a salvar a la víctima. Es una persona bienhechora, que prioriza a los demás, que se constituye como salvador de los demás, como socorrista, desde su baja autoestima. Sale a salvar a la víctima, que puede ser también un manipulador pasivo.

            La víctima es el que pide auxilio todo el tiempo, el que está prisionero de una carencia, que pide todo el tiempo limosnas de afecto, de atención, y logra de alguna manera por procesos inconcientes, que los salvadores, que siempre andan dando vueltas por ahì se apiaden de ellos. No es ésta una actitud intencional, pero es importante conocer estos ‘sótanos’ en el que cualquiera de nosotros puede caer cuando permanece demasiado tiempo en el rol de víctima. Es un pozo sin fondo: se retroalimenta.

            El salvador con la víctima entran en un vínculo de dependencia por el cual pueden arruinarse mutuamente la vida.

            Lo que ocurre frecuentemente es que el salvador ‘no da mas’, no encuentra más fuerzas para sostener a la víctima, y se derrumba la imagen de ‘fuerte’ que tiene de sí mismo. Y entonces aparece la otra cara de la luna: el enojo y la ira hacia esta víctima que le ha absorbido tanta energía. Pero porque ha habido un pacto implícito que el salvador no termina de asumir. El salvador ha hecho un acuerdo tácito, profundo, oscuro, en el que recobraba su propia imagen salvando al otro, o lavaba sus propias culpas, o se separaba o exiliaba su propia herida atendiendo las heridas de los demás. Era más cómodo atender la herida del otro que la propia, porque la propia era muy dolorosa, oscura. Y la fantasía es que si me sumerjo allí no salgo más, entonces, mas vale atiendo a los demás.

            Y mucha gente dice: ayudando a los demás me doy cuenta de lo insignificante que son mis problemas. ¡Cuidado con eso! A veces eso funciona equilibradamente, otras funciona como un escapismo. Tenemos que tomar en serio nuestras propias penas, mientras estas nos aportan la humildad y la conciencia necesaria de quiénes somos para ayudar saludablemente a los demás con lo que tenemos y podemos, y no con las construcciones imaginarias.

            En ese rol de salvador, la persona quiere de sí misma una imagen heroica, gratificante, que por supuesto, necesita de la víctima para poder seguir sosteniendo esta imagen. Y ahí se hace este pacto entre víctima y salvador, hasta que este pacto se quiebre (y ojalá que se quiebre). Y ahí aparece esta expectativa secreta del salvador de ver premiados sus esfuerzos. Y como esto no aparece porque es un pozo sin fondo, el salvador comienza a indignarse, a enojarse, y se convierte en el perseguidor de la víctima. Como perseguidor también tiene un período de tiempo. La rabia, la indignación, la humillación, la bronca, llega a un punto en que se convierte nuevamente en víctima, y lo lleva a buscar un salvador que lo rescate de sus frustraciones. En definitiva: comienza otra vez a moverse el triángulo.

            Estas dinámicas que a veces se establecen entre las personas, se detienen cuando cada uno se hace cargo de sus propias carencias, de sus propias necesidades de autoafirmación, cuando cada uno se hace cargo de su propia historia, de su propio camino. En definitiva: cuando se rompen estos vínculos de dependencia a veces crónica, de necesitar apegarse a alguien ya sea para salvarlo, ya sea para que lo salve, ya sea para demandarle, de necesitar continuamente forzar la intimidad del otro, de necesitar huir de nuestra propia soledad y no establecer relaciones verdaderas, auténticas, de ayuda sincera, y disolvernos en nuestras relaciones, vivir para otro ya sea para que me atienda o para atender, para corregir en el caso de que sea un perseguidor.

            Ahí se detiene este círculo vicioso que daña muchas veces por mucho tiempo la vida de las personas. Es hora entonces de mirarse en el espejo.

 

 

 

ES POR TI QUE YO CANTO

Amaury Gutierrez

Hay un miedo en ti. Hay un miedo en ti constantemente
Es miedo a vivir, es miedo a decir lo que piensa tu mente
Hay un miedo en ti que no te deja mirar de frente
Es miedo a vivir. Es miedo a sentir. Miedo a tanta gente

Di lo que piensas, Di lo que sueñas
Di lo que hay en tu fuego interior y no te arrepientas
Di tus razones, tus ilusiones
Anda dejar sentir Y se mucho de ti en otros corazones

Hay un miedo en ti, hay un miedo profundo a las pasiones
no te deja ser, no te deja ver mata tus emociones
Hay un miedo en ti. Es un miedo ciego y sin colores
Es un miedo que no te deja vivir y solo hace que llores

Deja salir tu otro yo aunque te asombres
deja salir el verdadero amor que escondes

Hay una leyenda muy bonita de Oscar White: “Las oreadas”. Que tiene que ver con Narciso, este personaje mítico que se miraba en el espejo y estaba tan enamorado de su rostro reflejado en el agua, que al buscar contemplarlo de más cerca se ahogó. La leyenda dice que en el lugar donde cayó, nació una flor que lleva el nombre de Narciso.

            Es fuerte esta advertencia del imaginario colectivo ancestral: EL QUE TRATA DE MIRARSE EN EL ROSTRO DE LOS DEMÁS, EN EL ESPEJO DE LOS DEMÁS, ENAMORÁNDOSE DE SÍ MISMO, SE TERMINA AHOGANDO, DESAPARECE EN LA MIRADA DEL OTRO. Es el que siente que existe en la mirada de otro. Cuando esa mirada se empaña, se opaca, la desesperación o la angustia es muy grande. Es verse a sí mismo a través del efecto que produce en el otro: un efecto de admiración. Es un drama: es creer que solamente se es en la mirada enamorada de los otros. Es el drama del ‘don Juan’ permanente: el que tiene que estar continuamente enamorando, seduciendo, porque solo existe en la mirada enamorada de la otra. Y cuando esto no ocurre, se entra en un vacío desesperante. Está tan preocupado por la imagen que el otro le devuelve que es incapaz de encontrarse realmente con otra persona y construir una relación íntima con ella, porque está aislado en un mundo de fantasías

 

“¿por qué lloras? Le preguntaron las oréadas al lago donde Narciso se miraba todos los días?

 – Lloro Narciso- le respondió el lago.

– Eso no nos extraña- dijeron- por más que lo perseguíamos constantemente por los bosques, el es el único que contemplaba de cerca su belleza-. El lago dice entonces:

– Ah! Narciso era hermoso, pero quién podía apreciarlo mejor que tú? –replicaron las oréadas-. Era en tus orillas donde se inclinaba cada día. El lago permaneció en silencio sin decir nada, y después agregó:

– Lloro a Narciso, pero no me había percatado de que era hermoso. Lloro a Narciso porque cada vez que se inclinaba en mis orillas podía ver en el fondo de sus ojos el reflejo de mi propia belleza”

 

Era una relación de espejos. La leyenda siempre habla de Narciso, no habla del lago. El lago también estaba enamorado de sí mismo, veía en los ojos de Narciso solo su propia hermosura. Narciso veía en el lago solo su propia hermosura. Se necesitaban mutuamente. Se ahogaron mutuamente.

            Es un drama poder salir de este narcisismo, que no tiene nada que ver con la genuina estima, aunque a veces lo parezca así, aunque a veces condenemos a la personalidad narcisista por creerla ególatra. En realidad es un falso amor a sí mismo, una trampa, una prótesis, un subterfugio, una escapada a un profundo vacío interior.

 

      El cuidado exagerado de sí mismo, parece una alta autoestima, pero en realidad no lo es. Hay personas obsesionadas por su salud, con sus descansos, con su imagen física, inquietas permanentemente por su realización personal, es decir, inquietas por donde hayan puesto su obsesión. Son todas estimas artificiales: tener privilegios, tener mucho poder, brillar intelectualmente, ser bonita físicamente…El ego se infla. Es una ilusión peligrosa, que tiende a pincharse.

      La estima hacia sí mismo es un sentimiento de ser amado, de ser útil a los demás, y de ser capaz, valioso. Es un sentimiento tranquilizador, no un sentimiento inquietante que nos pone en la obligación de sacarle brillo a nuestros lustres.

      Este cuidado exagerado que en algunos se manifiesta de una manera, en otros de otra (esto es normal en los adolescentes, que pasan por algunas obsesiones o exageraciones porque están ‘construyendo’ su autoestima, pero no en los adultos): ‘deber ser’ exitoso, agradable, impactante, inteligente… es un deber que al cabo del tiempo se va tornando muy pesado. Entonces, en vez de pensar en vivir bien, nos perdemos en exámenes permanentes (sea que nos aplacen o no). Y aunque me saque un 10, llega un momento en que me canso de tener que estar siempre ‘rindiendo examen frente a un tribunal que está en mi cabeza”. Habitualmente frustramos necesidades básicas con tal de ganar esos premios a los que aspiramos.

 Muchos confunden también la autoestima con el orgullo. En realidad, el orgullo es una cáscara, una mascarada de la falta de autoestima. A veces la moral tradicional define el orgullo como un sentimiento excesivo de superioridad. Pero la psicología ha demostrado que ese aparente complejo de superioridad en realidad deviene de un sentimiento oculto, muy profundo, a veces oculto para la conciencia, de inseguridad. Entonces se protege ese sentimiento de inseguridad adoptando actitudes orgullosas, arrogantes, fanfarronas, soberbias. Es una máscara que recubre la dificultad de aceptar las propias debilidades.

Otros invierten energía en la conquista de objetos materiales. Experimentan que la estima está ligada a estos objetos. Y suele ocurrir que cuando llegan a la medianía de la vida lo tienen todo, y ahí experimentan dentro un vacío, una insatisfacción. Y es que el verdadero pozo: el pozo del alma, no se llena con títulos, honores, aplausos, cosas materiales. En definitiva: sienten que el amor no es gratuito, que tienen que ganarlo “a través de” . Y capaz que han recibido, para alcanzar esas metas –estéticas, económicas, profesionales, intelectuales…-, mucho cariño. Tal vez han sido depositarios de mucha atención, pero…en el fondo de si mismos, quizá no fue así como leyeron ese mensaje de admiración, afecto, atención.

 

Empezaron los problemas, se engancho a la pena, se aferro a la soledad
ya no mira las estrellas, mira sus ojeras cansada de pelear.
Olvidándose de todo busca algún modo de encontrar su libertad
el cerrojo que le aprieta, le pone cadenas y nunca descansa en paz
y tu dignidad se a quedado esperando a que vuelvas

Que nadie calle tu verdad, que nadie te ahogue el corazón
que nadie te haga mas llorar hundiéndote en silencio
que nadie te obligue a morir cortando tu alas al volar
que vuelvan tus ganas de vivir

En el túnel del espanto todo se hace largo, cuando se iluminará
amarrado a su destino va sin ser testigo de tu lento caminar
Tienen hambre sus latidos pero son sumisos y suenan a su compás
la alegría traicionera le cierra la puerta o se sienta en su sofá
y tu dignidad se a quedado esperando a que vuelva

Una de las características de la persona con falta de amor a sí misma es el abandono de su apariencia física.     Empecemos por cuidar nuestra apariencia física: arreglarnos, adoptar posturas erguidas, respirar de manera calma, hablar con voz firme, mirar a los ojos a quien nos habla, caminar con presencia, también con simplicidad, apertura, honestidad. Empecemos por manifestar abiertamente nuestro derecho a existir, a ser: decir éste/esta soy yo. Este derecho nos ha sido concedido por el Creador. Somos una obra de arte suya.

Mientras los avergonzados o los tímidos procuran desaparecer o pasar desapercibidos, lo que tenemos que hacer es emerger, no de manera prepotente, superior, sino con una autoafirmación. Es una forma de celebrar la vida.

Sigamos por pedir lo que necesitamos, aún en lo cotidiano, no importa cuan pequeñas sean esas necesidades. A veces, justamente por su pequeñez, las seguimos acumulando en nuestra mochila, porque ¡son tan poca cosa! –poner la mesa, regar las plantas…-. Quizá nuestra necesidad sea que alguien nos cebe un mate al llegar a casa, dormir una hora más… Habitualmente lo primero que empezamos a perder es el contacto con nuestras necesidades cotidianas, que terminan siendo una autopista para después ir abnegando necesidades más profundas.

La resignación y el auto-maltrato es una escuela: empieza desde temprano, y hay quienes egresan de la ‘universidad del maltrato’. Entonces, como parte de la afirmación de nosotros mismos, está la capacidad de pedir: con humildad, sin prepotencia, con claridad. Estar convencidos de la legitimidad de nuestro pedido. Pedir con pasión para conseguir lo que se quiere. Estudiar, antes de pedir, la personalidad del dador , porque hay quienes se especializan en ‘pedir peras al olmo’: es una forma de boicotear nuestros pedidos y nutrir nuestra frustración. Y mostrarse perseverante. A veces hay sistemas de vínculos que están basados en roles rígidamente establecidos, y cambiarlos exige paciencia y atención y afecto.

Solo tiene derecho a criticar el que ha manejado el arte de halagar, de felicitar. Sólo puede castigar el que sabe premiar.

Debemos también manifestar nuestras emociones y sentimientos respetuosamente, humildemente. Muchas veces lo que manifestamos es la demanda, lo que queremos recibir del otro, y no nuestros sentimientos. Es distinto decir “me siento triste” a “¿por qué no viniste a horario?”. En el primer caso, estoy hablando de mis sentimientos, en el segundo, estoy haciendo un reclamo o una demanda.

Saber negociar también forma parte de una buena autoestima y del buen arte de la afirmación. Cuando se formula claramente un pedido y el interlocutor se opone proponiendo otro pedido muy claro, hay que negociar. Y la negociación comienza en el momento que los dos se toman el tiempo necesario para expresar sus necesidades y discutir sobre ellas. Ningún conflicto de necesidades puede solucionarse hasta tanto las dos personas honestas busquen sinceramente resolverlo, de manera que ambos salgan ganadores.

Aprendamos a aceptar las muestras de atención y afecto, y pidámoslas. Quizá el cielo nos manda muchas de ellas. Sin embargo, como no están a la altura de nuestras expectativas, o como estamos tan ocupados en quejarnos por lo que nos falta, o estamos tan angustiados, tan nublados, tan oscurecidos, no podemos encontrar las felicitaciones o las caricias con que Dios y la vida a menudo nos mima, nos elogia, nos cuida, nos agradece, nos felicita. Lamentablemente muchas veces estamos cerrados a estos mimos de la vida. Y después le reprochamos a Dios la carencia de afecto y la aridez en la que vivimos.

Comencemos a prestar atención. Quizá seamos muy pretenciosos. Quizá estamos tan convencidos de que no merecemos afecto, que ya nos hemos olvidado de prestar atención a las muestras de amor que sí estamos recibiendo.

Te cuento que en un invierno, algún invierno del alma, ya sabés
En que peleás con vos mismo, en que te anulas y en vos nada bueno ves
Vino al rescate un hermano. Viéndome ciego de mí se compadeció
Dejá a los otros, me dijo, que encuentren y tomen lo bueno que hay en vos

LO BUENO QUE HAY EN VOS,  ESE MILAGRO ÚNICO QUE SOS
MISTERIO QUE HAY EN VOS, UN MANANTIAL QUE NOS FLUYE DESDE DIOS
LO BUENO QUE HAY EN VOS QUE A VECES ESTÁ OCULTO PARA VOS
LO HERMOSO QUE HAY EN VOS, DEJA QUE TOMEN LO BUENO QUE HAY EN VOS
 LO BUENO QUE HAY     EN CADA CUAL: EN MÍ Y EN VOS

Herido y sin aceptarse, Tu alma baja a su sótano, y allí olvida el bien de su vida…
¡No hay nada digno de ser amado en mí!
Amnesia autodestructiva que el amor y la memoria podrán curar.
Memoria de tantos bienes… Amor que se alegra y comparte la vida que hay.

Cuando esa niebla se pierda y que parezca que solo a tu alrededor
sea lícito el pesimismo y vale muy poco una vida y ya no es un don
Déjame ir a tu rescate, uando esa nada ahogue tu corazón
Sean mis ojos tu espejo y vuelvas a ver lo valioso que hay en vos

 

La violencia es cosa muy fea. Pero dicen los que estudian el alma, que la indiferencia es peor que la violencia. Y es comprensible. Porque la violencia es de alguna manera algo que ‘te hace visible’, aunque sea para atacarte, agredirte. De alguna manera te configura como un ser ‘visto’. La ‘invisibilidad’ es la problemática de hoy. Es todavía más grave el vacío, el ser invisibles, el ser ninguneados, es decir: no me ven, ni siquiera para enojarse conmigo. No me ven. No existo. Eso es muy duro. Pero hay quienes aprendieron el amor mezclado a la violencia, y eso les ha dejado como una huella que podría expresarse en “el amor va por allí”, el amor, la atención, el vínculo, el encuentro con el otro va por ese lado. Si de alguna manera lo someten, es porque lo miran, lo atienden, o sea, porque lo aman. Hay que des aprender ese código y comenzar a diferenciar –tarea ardua- y separar la violencia del amor.

Probablemente el que violentó a una persona de alguna manera también la amó (manera enferma, distorsionada). Y a esa persona le quedó mezclado el amor y el odio, y separarlos es tan difícil como separar la sal de la comida, pero se puede. Hay que aprender que el amor no violenta, el amor no maltrata, no somete, no domina, no asfixia. Y por tanto hay que ir buscando ser amado de esa manera. Nunca se da de manera perfecta, porque no existe el amor perfecto entre las personas. Pero de alguna manera podemos ir ‘afinando la puntería’.

 

“Tarde te amé, oh belleza! ¡Hermosura tan antigua y tan nueva! Estabas dentro de mí, y yo estaba fuera de mi. Me lanzaba sobre el bien y la belleza creados por ti. Afuera te buscaba. Estabas conmigo y yo no estaba contigo. Pero gritaste y alejaste mi sordera. Me diste luz, y borraste mi ceguera. Exhalaste tu perfume en mi pobreza. Me alegraste y despertaste en mi día. Me abracé a Tí” (Confesiones de San Agustín)

 

San Agustín dice ‘tarde te amé’ porque generalmente estas son experiencias de la medianía de la vida –no solamente medianía cronológica-. Hay quienes viven en su alma un proceso acelerado: en 20 años viven lo que habitualmente se vive en 50. esta sensación de que se llega tarde es ‘¡cómo te anduve buscando por tantos lados, y estabas acá en casa! ¡qué manera de perder tiempo, gastar energía, recorrer caminos’. Dios es nuestra almohada, pero necesariamente hay que partir en algún momento (como el hijo pródigo), pero volver al hogar y darse cuenta de que allí estaba El: el Amor de siempre, esperándonos con los brazos abiertos, sin necesidad de llevar ningún título, ningún premio, ningún éxito, ningún logro, ninguna conquista, ningún esfuerzo, ninguna virtud, ningún deber cumplido. Nada. En ese amor incondicional hemos sido creados, y solo en El seremos vueltos a ser

 

¡Cuántas veces abrazamos la creatura y olvidamos al Creador! Pidamos a Dios esa gracia: que se rompa nuestra sordera, que caiga nuestra ceguera, que su luz brille en las oscuridades del alma y donde sólo ella puede llegar

 

. Habitualme