28/05/2021 – El Evangelio de Marcos 11, 11- 26 comienza con Jesús expulsando a los mercaderes del Templo por el celo que lo mueve. Luego continúa con la maldición de la higuera que no da fruto. Y termina invitando a orar pero aclara que, para que la oración se manifieste con poder, es necesario reconciliarse. ¿De que habla el evangelio al final? De la fuerza del vínculo orante en comunidad. Ahí es donde nos hacemos escuela de comunión y para lo cual hay que expulsar la envidia, el odio, lo que nos divide, es decir reconciliarnos.
Jesús llegó a Jerusalén y fue al Templo; y después de observarlo todo, como ya era tarde, salió con los Doce hacia Betania. Al día siguiente, cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre. Al divisar de lejos una higuera cubierta de hojas, se acercó para ver si encontraba algún fruto, pero no había más que hojas; porque no era la época de los higos. Dirigiéndose a la higuera, le dijo: “Que nadie más coma de tus frutos”. Y sus discípulos lo oyeron. Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él. Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas, y prohibió que transportaran cargas por el Templo. Y les enseñaba: “¿Acaso no está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones”. Cuando se enteraron los sumos sacerdotes y los escribas, buscaban la forma de matarlo, porque le tenían miedo, ya que todo el pueblo estaba maravillado de su enseñanza. Al caer la tarde, Jesús y sus discípulos salieron de la ciudad. A la mañana siguiente, al pasar otra vez, vieron que la higuera se había secado de raíz. Pedro, acordándose, dijo a Jesús: “Maestro, la higuera que has maldecido se ha secado”. Jesús le respondió: “Tengan fe en Dios. Porque yo les aseguro que si alguien dice a esta montaña: ‘Retírate de ahí y arrójate al mar’, sin vacilar en su interior, sino creyendo que sucederá lo que dice, lo conseguirá. Por eso les digo: Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán. Y cuando ustedes se pongan de pie para orar, si tienen algo en contra de alguien, perdónenlo, y el Padre que está en el cielo les perdonará también sus faltas”. Pero si no perdonan, tampoco el Padre que está en el cielo los perdonará a ustedes. San Marcos 11,11-26.
Jesús llegó a Jerusalén y fue al Templo; y después de observarlo todo, como ya era tarde, salió con los Doce hacia Betania. Al día siguiente, cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre. Al divisar de lejos una higuera cubierta de hojas, se acercó para ver si encontraba algún fruto, pero no había más que hojas; porque no era la época de los higos. Dirigiéndose a la higuera, le dijo: “Que nadie más coma de tus frutos”. Y sus discípulos lo oyeron. Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él. Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas, y prohibió que transportaran cargas por el Templo. Y les enseñaba: “¿Acaso no está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones”. Cuando se enteraron los sumos sacerdotes y los escribas, buscaban la forma de matarlo, porque le tenían miedo, ya que todo el pueblo estaba maravillado de su enseñanza. Al caer la tarde, Jesús y sus discípulos salieron de la ciudad. A la mañana siguiente, al pasar otra vez, vieron que la higuera se había secado de raíz. Pedro, acordándose, dijo a Jesús: “Maestro, la higuera que has maldecido se ha secado”. Jesús le respondió: “Tengan fe en Dios. Porque yo les aseguro que si alguien dice a esta montaña: ‘Retírate de ahí y arrójate al mar’, sin vacilar en su interior, sino creyendo que sucederá lo que dice, lo conseguirá. Por eso les digo: Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán. Y cuando ustedes se pongan de pie para orar, si tienen algo en contra de alguien, perdónenlo, y el Padre que está en el cielo les perdonará también sus faltas”. Pero si no perdonan, tampoco el Padre que está en el cielo los perdonará a ustedes.
San Marcos 11,11-26.
Todos somos personas heridas. ¿Quién nos hiere? A menudo son aquellos a quienes amamos, y que nos aman. Si nos sentimos rechazados, abandonados, maltratados, manipulados o lastimados en nuestro honor, generalmente son las personas muy cercanas, -nuestros padres,, nuestros amigos, nuestros cónyuges, nuestros hijos, vecinos, maestros o sacerdotes- quienes nos hieren.
Aquellos que nos aman también nos hieren. Allí radica la tragedia de nuestra vida, que hace tan difícil el perdón desde el corazón. Porque nuestro corazón fue lastimado y grita: “Precisamente tú, a quien esperaba que estuvieses a mi lado, me has abandonado. ¿Cómo te lo puedo perdonar?”.
Muchas veces parece imposible perdonar. Pero para Dios nada es imposible. El Dios que está con nosotros nos obsequiará la gracia para superar el dolor que nos causa nuestro ser herido y para decir: “En nombre de Dios, estás perdonado”. Recemos por esta gracia.
Perdonar significa estar continuamente dispuesto a disculpar a las otras personas, por el hecho de que no son Dios y no pueden satisfacer mis necesidades. También yo debo pedir que me perdonen por no estar en condiciones de satisfacer las necesidades de los demás. Nuestro corazón –el centro de nuestro ser-es parte de Dios. Por esta razón, nuestro corazón anhela satisfacción, anhela una total comunión. Pero todos los seres humanos –ya sea el esposo o la esposa, el padre o la madre, el hermano o la hermana, el hijo o la hija- están limitados en la capacidad de darnos lo que anhelamos.
Dado que anhelamos tanto y obtenemos solo una porción de lo que anhelamos, una y otra vez debemos perdonar a las personas por no poder brindarnos todo lo que deseamos.
Es notable que al perdonarlas en este sentido, las podemos reconocer y celebrar como un reflejo de de Dios. Podemos decir entonces: “Ya que no eres Dios, te amo porque posees dones del amor de Dios y merece ser celebrado”. Al decir celebrar nos referimos a destacar los dones de otra persona, a reconocerlos, confirmarlos, alegrarse de ellos. Podemos decir: “Tú eres un reflejo de este amor infinito”. La sanación no comienza cuando nos quitan el dolor, sino cuando el sufrimiento puede compartirse, y verse como una porción de un dolor mayor. De tal manera, el primer objetivo de la sanación consiste en identificar nuestros muchos problemas y sufrimientos y situarlos en el centro de nuestra gran lucha contra el mal. El primer paso es el perdón. Es un movimiento sumamente complejo. Pero todo comienzo es difícil y, además, tenemos mucho y a muchos a quienes perdonar. Debemos perdonar a nuestros padres por no ser capaces de brindarnos un amor incondicional; a nuestros hermanos por no darnos el apoyo que soñamos; a nuestros amigos por no estar junto a nosotros cuando así lo esperamos. Debemos perdonar a nuestra Iglesia y a los líderes políticos por su ambición de poder y manipulación. Nosotros mismos también debemos pedir perdón. Cuanto mayores somos, tanto más claro es que también nosotros hemos herido profundamente a otras personas y que pertenecemos a una sociedad violenta y destructiva. Es muy difícil perdonar y pedir perdón. Pero sin lo uno y lo otro, continuaremos prisioneros de nuestro pasado .
El perdón es el gran escudo espiritual en la lucha contra el mal. Mientras sigamos siendo víctimas de la ira y del rencor, las fuerzas de la oscuridad continuarán dividiéndonos y tentándonos con interminables juegos de poder.
El perdón es posible cuando sabemos que el ser humano no puede ofrecernos lo que sólo Dios puede darnos. Si alguna vez escuchamos la voz que nos dice que somos amados, si alguna vez recibimos el don de la completa comunión y recurrimos al Primer amor incondicional, nos resultará fácil –con los ojos de un corazón arrepentido- reconocer en qué medida hemos pedido a una persona el amor que sólo Dios nos puede dar. Es el conocimiento de este Primer amor el que nos permite perdonar a quienes nos brindan sólo un segundo amor.
Nos podemos preguntar ¿Por qué reflexiono tanto sobre las personas que me han ofendido o me han lastimado? ¿Por qué les otorgo un poder tan grande sobre mis sentimientos y emociones? ¿Porqué no puedo estar sencillamente agradecido por lo bueno que han hecho por mí y olvidar sus faltas y sus errores? ¿Sólo estando molesto, enojado o herido puedo hallar mi lugar en la vida? Estar herido es una parte de mí mismo. ¿Es difícil saber quién soy cuando ya no puedo señalar con el dedo a quien me ha provocado un dolor?
Se trata de comprender nuestro dolor. A menudo es necesario investigar y averiguar el origen de nuestros deseos y emociones, en qué medida la actividad y el comportamiento de otros y nuestra reacción, han marcado nuestro modo de pensar, sentir y actuar. Y principalmente es liberador reconocer que no tenemos porqué ser víctimas de nuestro pasado y tenemos nuevas posibilidades para reaccionar. Pero existe un paso que va más allá del reconocimiento y la identificación de los hechos de nuestra vida. Existe inclusive un paso que supera la decisión acerca de cómo queremos vivir. Es el mayo paso que una persona puede dar: el paso del perdón.
Perdón es el nombre del amor que se ejerce entre las personas que aman con pobreza. No sabemos siquiera lo que hacemos cuando herimos a los demás. Debemos perdonar y necesitamos el perdón del otro cada día, cada hora, en forma incesante. Es la gran obra del amor en una sucesión de debilidades representada por la familia humana. La voz que nos dice que somos amados es la voz de la libertad. Nos libera para un amor que no espera nada a cambio. Esto no tiene relación alguna con autosacrificio o el desprecio de uno mismo. Se refiere, mucho más, al amor abundante que nos fue dado libremente y que queremos regalar con libertad.
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