02/07/2021 – Cada uno de nosotros está viviendo un momento pascual, allí viene Jesús a transformar nuestra vida, a darle la bienvenida a Jesús en cada una de nuestras pascuas.
El padre Javier nos invitó a ponerle nombre a esas pascuas personales y a mirar con esperanza ese tránsito de lo que estás viviendo hacia lo que te espera por delante.
“El envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: «¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?». El les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario». Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua. Al atardecer, Jesús llegó con los Doce. Y mientras estaban comiendo, dijo: «Les aseguro que uno de ustedes me entregará, uno que come conmigo». Ellos se entristecieron y comenzaron a preguntarle, uno tras otro: «¿Seré yo?» El les respondió: «Es uno de los Doce, uno que se sirve de la misma fuente que yo. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!»”.
Mc 14, 13-22
Pedro se había acercado al Maestro: ¿Dónde quieres que te preparemos la Pascua? (texto paralelo al compartido Mc 14, 12) Jesús les había dado una respuesta enigmática, propia casi de conspiradores, tal vez para que Judas no supiera dónde se celebraría la cena y no anticipara su traición. Vayan —les dijo— a la ciudad y encontrarán a un hombre llevando un cántaro de agua. Donde entre, díganle al dueño de la casa «El Maestro dice ¿Dónde está mi sala para comer la pascua con mis discípulos? Y él os enseñará una sala grande, alfombrada y preparada Hacednos allí los preparativos (Mc 14, 13-16). La señal que les daba era realmente extraña. Raramente se veía en Palestina a un hombre cargando un cántaro de agua, ésa era tarea exclusiva de las mujeres, que, precisamente, de ese llevar sus jarras sobre la cabeza habían adquirido el cadencioso andar de reinas que las caracterizaba. Era, por ello, fácil distinguir «al hombre del cántaro».
Los dos apóstoles, probablemente Pedro y Juan, le siguieron por un camino muy parecido al que Judas recorriera la tarde anterior para preparar su traición. La casa ante la que el criado se detuvo era una de las típicas de las familias acomodadas en Jerusalén. Una casa con dos pisos, el primero de los cuales se reservaba para la vida familiar y el segundo para los huéspedes. A este piso alto se subía por unas escaleras exteriores, que daban directamente hacia la calle. Por ellas ascendieron los apóstoles y arriba encontraron al dueño. Era éste, sin duda, alguien muy conocido de Jesús para que tuviera con él tanta confianza. Algunos historiadores piensan en Nicodemo o en José de Arimatea. Pero es difícil que Jesús comprometiera a dos hombres tan próximos a los sacerdotes de Israel. Los más piensan en la vivienda del padre o de algún pariente del evangelista Marcos, pues esta casa se convirtió, poco después de la muerte de Cristo, en lugar habitual de reunión para los cristianos de Jerusalén. Tal vez este parentesco y la posibilidad de que fuera Marcos el misterioso joven que, desnudo, huyó de las manos de los guardias de Getsemaní, sean la causa de que la narración de Marcos resulte en todas estas escenas mucho más concreta y detallada que las de los otros evangelistas. Una tradición, además, muy antigua apoya esta unión entre Marcos y la casa de la última cena. También la tradición ha situado este lugar del cenáculo en la cumbre del monte Sión, fuera de la ciudad, a unos 130 metros de la puerta que tiene el mismo nombre de la colina, en una zona que los mahometanos llamaban Nebi Daud (el profeta David) por situar allí mismo la tumba del rey David.
Cuando el dueño de la casa enseñó a Pedro y Juan la habitación preparada, las alfombras, los divanes y cojines que rodeaban la mesa, ellos partieron para comprar lo necesario para la cena. Sabemos lo que hacían los judíos en la época conforme a las instrucciones de la tradición: Adquirieron en el mercado un cordero que resultara suficiente para los trece comensales y acudieron a uno de los sacrificios del templo para que fuera degollado según los ritos señalados. Luego, ellos mismos lo asaron en el horno de ladrillo y prepararon las tortas de pan sin levadura. Era el matsoth, el pan que los judíos comieron al salir de Egipto, hecho sin levadura porque la salida fue tan precipitada que las mujeres no tuvieron tiempo de ponerla. Prepararon después la ensalada de hierbas amargas que les recordaría las penas del cautiverio, y el cuenco de vinagre en el que las mojarían. Llevaron vino suficiente. Era caro en aquel tiempo, pero en los días de la pascua los levitas lo expendían en el templo a precio de coste. Le añadieron un quinto de agua como la ley mandaba. Y finalmente prepararon el charoset, que era una salsa color de ladrillo compuesta de almendras, higos, dátiles y canela machacados en vino. Ya sólo les faltaban los grandes cántaros de agua para las abluciones. Todo esto lo hicieron con fidelidad y cuidado, como realizando un rito que ya desde que eran niños les emocionaba.
En su infancia de pescadores, los días de la pascua eran la gran fiesta y asistían con ojos extasiados a toda esta complicada preparación que sus padres intercalaban con narraciones de la historia de su pueblo. Con Jesús habían comido ya varias veces la pascua. Pero este año todo parecía tener un sentido distinto. El Maestro estaba viviendo sus horas como si fueran las últimas y los apóstoles se habían contagiado de esta emoción suya. Por eso aquel cordero, aquel pan, aquel vino se les llenaban de símbolos que aún no lograban entender. Tal vez esta noche —pensaban— se descorrería el velo del misterio. Tenían diferentes expectativas sobre lo que sería el Mesías. Jesús era Mesías, pero con un estilo distinto, conforme a la voluntad del Padre. Este vínculo con el Padre de obediencia, será lo que lo termine por condenar. Los discípulos no entienden mucho.
Cuando oyeron las trompetas del templo aceleraron los últimos preparativos. Y estaban concluyéndolos cuando oyeron en la escalera los pasos de Jesús y sus otros diez compañeros.
Con gran deseo he deseado comer esta pascua
Si bien todo es complejo en esta situación, los discípulos y el Señor no dejan de fijarse en todos los detalles en la memoria de la obra de liberación del pueblo.
Solo ahora abrió Jesús sus labios. Con su mirada recorrió una a una las caras de sus doce discípulos y dijo “Con gran deseo he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer. Porque en verdad os digo que no volveré a comerla hasta que se cumpla en el reino de Dios” (Lc 22, 15-16).
Se miraron los unos a los otros como tratando de ayudarse a entender palabras tan misteriosas. Se sentían amados, pero, una vez más, los sombríos presagios oscurecían ese amor. Aquel aire de despedida amargaba su alegría de estar recordando los misterios de liberación que esperaban se repitieran ahora, liberación política y económica. Sabían, si, que existían amenazas en torno a Jesús, pero le habían visto escabullirse de ellas tantas veces que no entendían esta resignación fatalista de ahora ¿Y a qué comida estaba aludiendo en ese cumplimiento en el reino de Dios? ¿Cómo unir esa idea de padecimiento con la de victoria que anunciaba ese reino?
Estaban perplejos y aturdidos. No entendían que todo estaba sumido a la voluntad del Padre. Sentían deseos de asegurarle que allí estaban ellos para defenderle, pero todas las palabras les parecían inútiles. Callaban. Todo se entiende en la medida en que Jesús se entrega definitivamente a las manos del Padre. Sus deseos de hacer por Jesús va apagándose mientras la humildad ante el misterio va tomando protagonismo. La suerte está abierta pero hay muchas preguntas a las que no encuentran respuesta. Sólo con el paso del tiempo, y a la luz de la pascua y de Pentecostés.
Le vieron entonces tomar la primera copa y llenarla de vino. Tendieron sus manos para llenar las suyas como mandaba el rito tradicional pero vieron entonces que él, alterando lo establecido, pasaba la copa a Juan diciendo “Tomadla y distribuidla entre vosotros Pues os digo que no beberé ya del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios” (Lc 22, 17-18)
No entendían. Todo parecía cargarse de símbolos que se les escapaban. Recibieron la copa con temor y bebieron de ella como esperando que el sabor del vino aclararía el misterio. Eran gestos que, en realidad, nada tenían de misterioso, pero Jesús los hacia como si fueran únicos, como si estuviera haciéndolos para la eternidad. Cuchicheaban entre ellos como un simple desahogo de los nervios. Ahora Jesús había comenzado a comer con toda naturalidad el primer plato de la cena. En él se mezclaban legumbres y verduras típicas de Palestina habas, lentejas, lechugas, pepinos, cebollas, bulbos, rociado todo ello con una salsa de hierbas amargas maceradas. Jesús, siguiendo las costumbres habituales, se había servido con los dedos y había pasado la fuente a sus vecinos.
Material elaborado en base al libro Vida y misterio de Jesús de Nazareth III de José Luis Martín Descalzo