19/08/2021 – El Señor, que es verdadero, me comunica su verdad en su Palabra. Esa Palabra siempre nos supera, excede la capacidad de nuestra mente, pero al mismo tiempo es siempre eficaz, trabaja en nosotros con su poder: “Como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes. Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven a él sin haber empapado la tierra, así sucede con la Palabra que sale de mi boca, ella no vuelve estéril” (Is 55, 9-11).
La Palabra nos engendra para la verdadera vida: “Han sido engendrados de nuevo, no por un germen corruptible sino incorruptible, la Palabra de Dios, viva y eterna” (1 Pe 1, 23). Entonces hay que exponerse ante esa Palabra y dejarla actuar, porque ella “es viva y eficaz, más cortante que cualquier espada de doble filo. Ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón (Heb 4, 12).
Detengamos en el Salmo que nos ofrece una amorosa alabanza a la Palabra de Dios, para que se despierten nuestra admiración y nuestra gratitud: “Yo proclamo con los labios todos los juicios de tu boca. Mi alegría está en tus preceptos, no me olvidaré de tu palabra. Abre mis ojos para que contemple las maravillas de tu Ley… Consuélame con tu Palabra… No quites de mi boca la Palabra verdadera… Lo que me consuela en la aflicción es la Palabra que me diste… Para mí vale más la ley de tus labios que todo el oro y la plata… Tu Palabra Señor, permanece para siempre… ¡Qué dulce es tu Palabra para mi boca. Es más dulce que la miel… Tu Palabra es una lámpara para mis pasos, una luz en mi camino… La explicación de tu Palabra ilumina… Que mis labios canten tu alabanza, porque me has enseñado tus preceptos… Que yo viva y pueda alabarte” (Sal 119, 13.16.18.28.43.50.77.103.105.130.171.175).
El Señor mismo nos invita a prestarle atención: “¡Presten oído y escuchen mi voz, estén atentos y oigan mi Palabra!” (Is 28, 23). Y nos dice que las Sagradas Escrituras “pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación” (2 Tim 3, 15). Pero a veces necesitamos que el Señor sane nuestra indiferencia, que cure nuestra sordera para que podamos escucharla con humildad, alegría y sobrecogimiento: “Aquel día los sordos oirán las palabras del Libro… Los humildes se alegrarán más y más en el Señor” (Is 29, 18-19). “Enviaré hambre sobre el país, no hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la Palabra del Señor” (Am 8, 11). Es cuestión de amor, porque el amigo del Esposo “se llena de alegría al oír su voz” (Jn 3, 29). ¡Alabemos al Señor por su Palabra de verdad!