20/09/2021 – Decía san Agustín que “el Señor está más íntimamente presente en mí que mi misma intimidad”. Está allí creando tu ser. Tus pensamientos están y no están. Si estás inconsciente, no hay pensamientos. Tus sentimientos van y vienen pero vos seguís existiendo, tu ser permanece. Ese ser subsiste también cuando nosotros estamos distraídos, dormidos, inconscientes, ese es el núcleo más profundo de nuestro yo donde nadie puede llegar, y donde ni siquiera nosotros mismos llegamos del todo. Allí está presente el Padre, allí está la Fuente eterna dándonos la vida a cada instante: “¿No es él tu Padre, el que te creó, el que te hizo y te sostiene?” (Dt. 32, 6).
Nosotros podríamos no existir, no es indispensable que existamos, y por eso podríamos desaparecer ahora mismo y el mundo sigue andando. Si existimos es porque el Padre está presente como manantial de vida en lo más íntimo de nuestro ser, y sigue creándolo a cada instante, sosteniendo tu existencia porque te ama. Cada criatura de esta tierra (una gota de agua, un pájaro, una flor) es como una explosión de su generosidad invisible. Con más razón mi ser es un derramamiento exuberante de su amor que comparte la vida. Porque tu ser es mucho más perfecto que el de cualquier criatura de la tierra, ya que él te dio una intimidad, una vida interior y espiritual que supera todo lo material, que vale más que todo el universo. Cuando el Padre nos creó puso en nosotros una mente para que pudiéramos conocerlo a él, un corazón para que pusiéramos recibir su amor y amarlo a él, una capacidad de comunicación para que pudiéramos dialogar con él. Por eso ninguna criatura de este universo, por más bella que sea, vale tanto como nosotros ante el Padre, ya que con ninguna de ellas él puede alcanzar un instante de intimidad.
A él no lo impresionan ni la anchura o la profundidad del mar, ni la inmensa dilatación del cielo, ni la majestuosidad de las montañas, ni el verdor exuberante de las selvas, ni las enormes cascadas, ni los extensos y apacibles valles, ni las aves más delicadas y coloridas. Todo eso es sólo un pequeñísimo reflejo de su grandeza y de su hermosura. Su mirada se detiene sólo en el corazón humano, en nuestra pobre intimidad, porque con nosotros puede llegar a comunicarse en un encuentro de amor. Es nuestro corazón el que lo cautiva, más que todas las maravillas del universo: “Miren los pájaros del cielo. El Padre de ustedes del cielo los alimenta. ¿No valen ustedes más que ellos?” (Mt. 6, 26). Jesús nos dijo claramente que antes de que nosotros busquemos al Padre “él nos amó primero” (1 Jn.4, 10). Por eso no debemos esperar nada para alcanzar el amor del Padre, y ni siquiera es necesario que Jesús ruegue por nosotros para que el Padre nos tenga en cuenta: “No digo que yo rogaré al Padre por ustedes, porque el Padre mismo los ama” (Jn. 16, 26-27). Existo porque mi Padre me ama, y en este mismo momento estoy brotando de su fuente infinita. Bendito sea mi Padre.
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