23/09/2021 – En la Fiesta del Padre Pío hemos elegido el texto de Lucas 9, 7-9. Este gran sacerdote capuchino que llevó durante 50 años las estigmas de Jesús en su cuerpo. Murió en el año 1968.
“El tetrarca Herodes se enteró de todo lo que pasaba, y estaba muy desconcertado porque algunos decían: «Es Juan, que ha resucitado». Otros decían: «Es Elías, que se ha aparecido», y otros: «Es uno de los antiguos profetas que ha resucitado». Pero Herodes decía: «A Juan lo hice decapitar. Entonces, ¿quién es este del que oigo decir semejantes cosas?». Y trataba de verlo”. Lucas 9,7-9
“El tetrarca Herodes se enteró de todo lo que pasaba, y estaba muy desconcertado porque algunos decían: «Es Juan, que ha resucitado». Otros decían: «Es Elías, que se ha aparecido», y otros: «Es uno de los antiguos profetas que ha resucitado». Pero Herodes decía: «A Juan lo hice decapitar. Entonces, ¿quién es este del que oigo decir semejantes cosas?». Y trataba de verlo”.
Lucas 9,7-9
Hoy celebramos la Memoria del Padre Pío, una vida atravesada por el misterio de comunión con Jesús, una vida que fue y es luz. El Padre Pío vivía con suma intensidad el Misterio Eucarístico: “Desde las 2:30 de la madrugada, el Padre Pío se recogía en oración para prepararse a ´vivir` el sacrificio eucarístico. En la sacristía, mientras se revestía con los ornamentos sagrados, estaba profundamente absorto, casi ausente. Al tañido de la pequeña campana, agitada por el sacristán, se dirigía al altar. Avanzaba encorvado, cada vez más encorvado, como si fuera aplastado por un peso invisible. ´Entraré al altar del Señor` y el rumor de la gente, que estaba en la Iglesia, cesaba. Durante el ´Confieso, se golpeaba el pecho con fuertes golpes: ´¡Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa!`. Parecía que fueran suyos todos los pecados cometidos por los hombres. Y sus ojos cerrados no lograban retener las lágrimas”.
Al pedir perdón por los pecados de sus feligreses se sentía que era por sí mismo que lo hacía; por eso su pecho era golpeado en reiteradas ocasiones, para que la plegaria llegara al corazón del mismo Dios que, por estar en profunda comunión con el Padre Pío, recibía en su seno a los pecadores arrepentidos. Diferentes testigos destacaban además que Pío se sumergía profundamente en los textos de la Palabra de Dios durante cada misa. La sensación era como si este sacerdote capuchino estuviera paladeando una dulce miel, que eran los mensajes sobre su Palabra que el Señor le traía en esos instantes. “Una invisible presencia lo deslumbraba, lo retenía en misteriosos diálogos, apenas intuibles por los movimientos de la cabeza o sus expresiones. El celebrante, penetrando en el misterio de la redención, rompía en llanto. Entre los sollozos pronunciaba con dificultad las oraciones litúrgicas. Encomendaba al Creador a toda la humanidad, a los enfermos, a los pobres pecadores, a todos sus hijos espirituales con sus dificultades, sus necesidades, sus dolores. ´Oren hermanos`, y con humildad, sintiéndose incómodo por haber pedido una oración por sí mismo, bajaba la mirada. ¡El tiempo corría rápidamente, pero él estaba como fuera del tiempo!”.
Ante esta tremenda demostración de cómo hay que celebrar el Misterio Pascual en cada misa pidamos al Señor la gracia de una profunda renovación al momento de participar de la Eucaristía.
“Durante la consagración, el Padre Pío acercaba sus labios a la Hostia que sostenía entre los dedos y, evocando lo que sucedió la noche en la que el Redentor fue traicionado, con ternura infinita exclamaba: ´¡Jesús, alimento, alimento de mi alma!`. Tenía hambre y sed del Cuerpo y la Sangre de Cristo y, consciente de los límites y de la fragilidad de la naturaleza humana, repetía en voz alta: ´Señor, no soy digno` y se golpeaba con la mano derecha el pecho. ´Aquellos golpes -escribió el difunto Padre Vicente Frezza- eran tan fuertes que uno se maravillaba: no se podía suponer que las manos llagadas estuvieran tan graves, que aquel pecho herido pudiera resistir golpes tan duros, tan profundos`.
El Padre Pío en ese momento no deseaba otra cosa que saborear la dulzura del cuerpo inmaculado del Hijo de Dios. Su rostro se iluminaba, se transfiguraba. Una indecible serenidad borraba todo signo de sufrimiento. Pero el hambre, y la sed de Jesús sacramentado, habiendo recibido las sagradas especies, en lugar de aplacarse, aumentaban. Los latidos de su corazón tenían un ritmo más acelerado. Toda su persona, como si estuviese “encendida”, quemaba de fuego divino. Inmóvil, como si estuviera sin vida, permanecía rezando con los ojos cerrados hasta que alzando los brazos despedía a la asamblea. La celebración de la misa del Padre Pío no era solamente ´signo visible, tangible`, ´expresión`, ´epifanía` de su espiritualidad. Por el contrario, era sobre todo la fuente, de su primer manantial. La suya no era sólo una ´celebración` del misterio eucarístico, sino ´participación activa` en la renovación del sacrificio del Señor. Una hija espiritual le pidió un día al Padre Pío: ´¿Padre, qué es su misa?`. El Padre le respondió: ´Es una sagrada combinación con la pasión de Jesús. Todo lo que el Señor ha sufrido en su pasión, inadecuadamente, lo sufro también yo cuanto es posible para una criatura humana. Y ello sin méritos míos y solamente por su bondad. Conociendo la pasión de Jesús conocerán la mía: en la de Jesús encontrarán la mía`. El padre Frezza estaba profundamente convencido de que ´si el Padre Pío no hubiese sido sacerdote y más aún, si no hubiese celebrado misa, su presencia en el mundo habría sido echada de menos. Por el contrario, la celebración de la eucaristía había literalmente transformado su existencia y la de los demás. En efecto, cada uno renacía a la vida nueva luego de haber asistido a la misa del Padre Pío. En cierta manera había logrado entender el inmenso valor del sacrificio eucarístico que se renueva en el altar`”.
Era su otro gran amor: “En el confesionario pasaba largas horas, días enteros, de ´gran desolación espiritual`, que le surgía constatando la manera con la que ´los hombres corresponden mal a los favores del cielo`. Sostenía que: ´La divina piedad no los ablanda, los beneficios no los atraen, los castigos no los doman, la dulzura los vuelve insolentes, la austeridad los pervierte, la prosperidad los vuelve engreídos, las asperezas los desesperan y, ciegos, sordos, insensibles ante cada nueva y más dulce invitación y ante cada nuevo y más atroz reproche de la divina piedad, que podía liberarlos y convertirlos, no hacen otra cosa que confirmar su endurecimiento y hacer cada vez más densas sus tinieblas. Pensar que tantas almas quieren rápidamente justificar el mal en detrimento del sumo bien me aflige, me tortura, me martiriza, me desgasta la mente y me destroza el corazón`. Y sin embargo, el Padre Pío amaba a los pobres pecadores como los había amado Jesús. Se inclinaba, se agachaba, se acercaba tanto al sufrimiento moral del ´penitente` hasta el agotamiento, no sólo de sus fuerzas físicas, sino también en una especie de kenosis dictaminada por el amor, y especialmente, por la imitación de Cristo, que ´siendo rico se hizo pobre`, que tomó todo de la condición humana, menos el pecado. El Padre Pío no solo ´confesaba` a los pecadores, quedando en cierto modo ´fuera` del dinamismo de la gracia, sino que se sentía dentro. Explicándolo con una metáfora, se transformaba en una especie de catalizador. Como es sabido, el catalizador es el elemento ante cuya presencia se produce una reacción”.
La presencia del Padre Pío movía de tal manera los corazones que esto hacía que atrajera hacia él a muchos pecadores arrepentidos de diversas partes del mundo para confesarse y poder librarlos así de las ataduras del pecado. Una de las características que identifica el sacramento de la Reconciliación en nuestro amigo es la cardiognosis, es decir, el conocimiento profundo del corazón humano que Dios le daba de las personas que se acercaban a confesarse con él. De hecho, más de uno luego manifestaba que en el momento de acercarse a compartir con el Padre Pío el dolor de sus pecados, el sacerdote rápidamente captaba sobre qué pecado estaba girando la conversación y lo daba a conocer, poniendo a la persona en evidencia frente a sí misma, haciendo caer todo tipo de reacción negativa o de resistencia a la presencia de la gracia de Dios. Esto hacía que, muchas veces, el Padre Pío actuara con muchísima severidad. Es característico en los relatos sobre su vida que se describa la rudeza con la que trataba a quién no estaba suficientemente preparado para recibir el sacramento de la Reconciliación. Él decía de sí mismo respecto de esto: ´Para mí Dios está siempre fijo en mi mente y estampado en el corazón. Nunca lo pierdo de vista: admiro su belleza, sus sonrisas, sus turbaciones, su misericordia, su venganza o, mejor dicho, el rigor de su justicia. ¿Cómo es posible ver a Dios que se entristece con el mal y no entristecerse con él? ¿Ver que Dios está a punto de descargar su ira, y para pararlo no hay otro remedio que levantar una mano para detener su brazo, y la otra dirigirla instigando al hermano, por un doble motivo: que haga a un lado el mal y que se aparte de aquel lugar donde se encuentra, ya que la mano del juez está lista para descargarse sobre él? ¡Ay de mí! Cuántas veces por los hermanos, para no decir siempre, me toca decirle a Dios ´juez`, junto con Moisés: ´O perdonas a este pueblo o bórrame del libro de la vida“ (Epist. I, 1247).
El Padre Pío intuía enseguida si el penitente era tal sustancialmente o en apariencias. Con impresionante capacidad de penetración, en la luz de Dios ´leía el alma`. A algunos que, en cambio, se acercaban sin las debidas disposiciones, les negaba la absolución. Un día, a un hermano de la comunidad que le había manifestado su desacuerdo por el comportamiento adoptado, el Padre Pío le respondió: ´Si supieras cuánto sufro cuando tengo que negar la absolución. Sabe que es mejor ser reprendido por un hombre en esta tierra que por Dios en toda la vida`. Todos los que experimentaban la amargura de ser despedidos sin la absolución, inevitablemente, seguidos por las oraciones del Padre Pío, eran presa de un profundo remordimiento. ¡No tenían paz! Vivían en un estado de continua, insoportable agitación, que cesaba solamente cuando, luego de un radical cambio de vida y una total conversión, volvían al Padre sinceramente arrepentidos.
Y su llanto de dolor se transformaba en un llanto alegría. El Padre Pío, entonces, era infinitamente dulce, tierno, y con voz solemne y paterna pronunciaba la ansiada fórmula: ´Yo te absuelvo`. Por todo esto, su ´método` no podía ser imitado. Lo admitió el mismo Padre ante un sacerdote que había alejado de su confesionario a un hombre sin absolución y le dijo: ´¡Usted no puede hacer lo que hago yo!`. Una vez maltrató a una persona. El hermano que lo acompañaba le hizo la siguiente observación: ´¡Pero Padre, ha matado a aquella alma!`. Le respondió: ´¡No, la habría estrechado en mi corazón!`. Alguno le preguntó por qué trataba a los penitentes de ese modo. El padre Pío explicó: ´Quito lo viejo y pongo lo nuevo`. Luego agregó, a modo de refrán: ´¡Mazazos y panecillos hacen bellos a los hijos!`2. El Padre Pío justificaba su celo pastoral en el sacramento de la Reconciliación en la ofrenda hecha por el Señor en la Cruz. “´¡Si supieran cuánto cuesta un alma!`, dijo una vez a alguno de sus hijos espirituales. Luego agregó: ´Las almas no son regaladas, se compran. Ustedes ignoran cuánto le costaron a Jesús. Bien, con la misma moneda es necesario pagarlas`”.
Cuentan asimismo que una noche de combate espiritual, frente a las fuerzas del mal que buscaban derribarlo o, al menos, robarle el fervor con el que habitualmente celebraba la Eucaristía y confesaba, Pío quedó muy lastimado -incluso físicamente- por aquel combate. Cuando los hermanos capuchinos intentaron retenerlo para que posteriormente no fuera a celebrar misa, él lo impidió y dijo que tenía que hacerlo por la certeza interior que tenía; Pío sentía que debía dar ese paso para ganar un combate muy especial que estaba llevando adelante en favor de la liberación de una persona que estaba poseída diabólicamente. De hecho así fue. Cuando el Padre Pío salió a celebrar la misa, la persona poseída estaba fuera del templo; él, sin haberla visto, pidió que la hicieran pasar. Esta persona ingresó a la iglesia y con su modo agresivo le dijo: “Pensé que no te ibas a levantar”. En realidad, quien expresaba esta frase era el mismo Demonio. El Padre Pío, muy sereno, pidió dijo que dejaran tranquila a la poseída durante la Eucaristía. Después de administrar la comunión, el sacerdote invitó a la mujer a que pasara adelante y allí hizo una oración de liberación. Sin darse cuenta, la mujer volvió a estar en sí, quedando liberada del Demonio que la poseía. Más tarde y como consecuencia de esta liberación, la mujer inició un camino de seguimiento constante de Jesús.
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