28/09/2021 – También es importante sanar la imagen que tenemos de Dios Padre. No podemos olvidar que él es Dios, que es pura perfección, infinito amor sin mancha de rencores o debilidades. Por eso no podemos atribuirle nada negativo, nada limitado, nada imperfecto. Él es Padre, pero de otra manera, no con las imperfecciones y defectos que tienen los padres de la tierra; su paternidad no tiene los aspectos negativos de las paternidades de este mundo. Por eso, si en nuestra imagen del Padre Dios hay alguna sombra de posesividad, de rencor, o nos imaginamos a un Padre Dios medio tonto, dormido o sordo, tenemos que decirnos a nosotros mismos que ése no es el Padre Dios; eso es sólo una imagen equivocada que aparece en nuestra imaginación. Si nuestro padre de la tierra nos olvidó, no nos equivoquemos creyendo que el Padre Dios también nos olvida (Is. 49, 15-16).
Por otra parte, no podemos ignorar que nuestra imaginación es incapaz de captar la perfección y la hermosura del Padre Dios y siempre se queda corta, nunca se puede formar una imagen adecuada de él. Así lo dice el Catecismo de la Iglesia: “Los padres humanos pueden fallar y pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar entonces que Dios. trasciende la paternidad y la maternidad humanas. Nadie es padre como Dios” (CEC 239). En la oración tendremos que ir mejorando poco a poco la imagen que tenemos del Padre Dios, para asegurarnos que en esa imagen sólo haya cosas nobles y bellas: amor, poder, seguridad, vida en plenitud; y tendremos que ir eliminando de esa imagen todo lo que sea autoritarismo, crueldad, persecución, posesividad, o por el contrario debilidad, pasividad, tristeza, o la emotividad propia de un abuelito, diciendo: “Eso no eres tú, mi Padre”.
Tendremos que rogarle a él mismo que nos ayude a corregir esa imagen, pidiéndole frecuentemente por ejemplo: “Padre, ayúdame a descubrir que necesito tu paternidad, tu firmeza, ayúdame a adorar tu poder y a reconocer que de ti depende mi vida”. O quizás tengamos que pedir: “Padre, ayúdame a reconocer tu inmensa ternura y tu compasión”. Pero además tendremos que trabajar con la Palabra de Dios y meditar en oración los textos que nos hablen de Dios, para descubrir aquello que nos despierta rechazo o que no terminamos de aceptar con paz y gozo, y entonces podremos preguntarnos la causa de que nos moleste algo de Dios, y pediremos más concretamente la gracia que necesitamos para sanar nuestra imagen del Padre Dios. Invocando la ayuda del Espíritu finalmente dejaremos que el Espíritu nos impulse para clamar de todo corazón “¡Padre!” (Gál. 4, 6).
Quizás también tengamos que reconciliarnos con él porque lo hemos culpado de nuestros males. Quizás tuvimos momentos de mucho dolor y desamparo, y hemos sentido que el Padre Dios nos había abandonado. Quizás no se lo dijimos, pero así lo sentíamos en nuestro corazón. Entonces no perdimos la fe, pero perdimos el deseo de tener una intimidad con el Padre Dios. Si es así, en algún momento tenemos que expresarle esa sensación de abandono que quedó guardada en el corazón. Es cierto que él no fue el culpable de lo que nos pasó porque él no se dedica a mandar sufrimientos; los dolores y problemas son parte de la vida, de la naturaleza, de la sociedad. Pero si nos sentimos abandonados tenemos que manifestarle la queja de nuestro corazón. La Biblia está llena de reproches que el corazón humano le hace al Padre Dios. Veamos dos ejemplos: “¿Dónde está tu celo apasionado, la compasión de tus entrañas? ¿Es que tus entrañas se han cerrado para mí? Porque tú eres nuestro Padre” (Is. 63, 15). “¿Por qué Señor rechazas mi alma, ocultas tu rostro lejos de mí? Desdichado y débil estoy desde mi infancia, he soportado tus terrores y ya no puedo más” (Sal. 88, 15-17). Cuando el corazón se expresa así no lo hace porque quiere alejarse del Padre Dios, sino para reconciliarse con él, para darle un lugar en el corazón herido y permitirle que lo sane. Ocultar cosas y escapar de la presencia del Padre nos priva de vivir en su intimidad y nos quita fuerzas. Pero expresándonos con sinceridad y pidiendo la gracia para reconciliarnos con él, nos colocamos en el buen camino que nos llevará a una preciosa amistad con el Padre Dios. Vale la pena adentrarse en ese camino de vida y de amor. En los próximos programas nos dedicaremos al Hijo, a Jesús, que es el centro de nuestra fe cristiana.
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