06/10/2021 – En Lucas 11, 1-4 aparece Jesús enseñando a orar como él ora: el Padre Nuestro, esa oración tan sentida por nosotros. La oración del Padre Nuestro propuesta por Jesús después de que los discípulos le pidieran que les enseñe a orar, después de haber sido testigos de las largas horas de oración del Señor mientas decide cosas importantes.
“Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos». El les dijo entonces: «Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación». Lucas 11,1-4
“Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos». El les dijo entonces: «Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación».
Lucas 11,1-4
El evangelio de hoy nos presenta a Jesús rezando, a veces nos dice que se retiraba a orar a solas y otras veces nos trae las palabras que Jesús usaba para rezar. De esta manera sabemos qué dijo Jesús cuando rezó al terminar la última cena, cuáles fueron las palabras con las que se dirigió al padre en la angustiosa noche del Huerto de los olivos, antes de la pasión, y también las oraciones que pronunció cuando estaba clavado en la cruz.
En algunas oportunidades las oraciones de Jesús se reducían a unas pocas palabras, pero en otras su oración era mucho más prolongada. Así encontramos en el evangelio la noticia de que Jesús pasaba toda la noche rezando.
Los discípulos, que ven a Jesús rezar con tanta frecuencia, quieren aprender ellos también, y por eso le piden: “¡Señor, enséñanos a orar!”. Ellos quieren imitar el ejemplo, pero no saben cómo hacerlo. Tal vez a nosotros nos sucede lo mismo. El ejemplo de Jesús los ha impactado tanto, que sin querer han comenzado a rezar: han hecho una petición humildemente, con pocas palabras y con mucha confianza.
El padrenuestro es una verdadera síntesis de todo el evangelio, una auténtica escuela y taller de oración. Necesitamos descubrir de nuevo el padrenuestro como escuela de oración cristiana para rezarlo siempre con la sorpresa de una primera comprensión del mismo en profundidad.
En el Evangelio encontramos dos veces el Padre – Nuestro, en San Mateo y San Lucas con algunas diferencias, esto quiere decir que Jesús, al enseñarnos esta oración, no nos estaba dando un texto que tendría que ser repetido siempre y en todas partes de la misma manera, sino que era un ejemplo a partir del cual tendríamos que formular todas nuestras oraciones. La Iglesia ha adoptado la forma de san Mateo, y la usamos siempre que rezamos con otros, en la Misa por ejemplo, o en el Rosario.
El padrenuestro comienza diciendo Padre. Es el nombre que Dios quiere que usemos cada vez que nos dirigimos a El. La distancia que nos separa del Señor queda acortada cuando usamos esta palabra Padre. No nos sentimos distantes ni extraños, porque al llamarlo así comprendemos y decimos que El nos ha hecho, que nos quiere, que nos comprende y nos trata con cariño.
“Que venga tu Reino”. Es la primera aspiración que debemos manifestar ante el Padre: desear que El reine, que se haga siempre su voluntad. Solamente pueden pronunciar esta petición los que son sensibles ante el dolor y el mal que hay en el mundo, los que sufren por las injusticias, los que comprenden que cuando Dios destruya definitivamente el pecado desaparecerán todas sus consecuencias: la muerte y todas las formas de dolor. ¡Que aquel que se muestra como Padre se muestra también como Rey!
Pedimos a Dios que nos conceda cada día el pan que necesitamos. Con el nombre de pan designamos lo que es necesario para vivir: alimento, ropa, vivienda, condiciones humanas en la sociedad. Tenemos que sentirnos verdaderamente pobres, reconocer ante el Padre que nada podemos conseguir si El no lo concede y no nos ayuda a obtenerlo. Los que sienten capaces de todo, los soberbios y los arrogantes, no se encuentran capacitados para pedir pan. Esto pueden hacerlo solamente los humildes.
Pensemos que cando decimos pan también estamos pidiendo el otro pan, aquel que el Señor nos da cada día sobre la mesa del altar: el pan que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo sacrificado por nosotros. Este es el alimento necesario del que no podemos prescindir y que no podemos obtener de ninguna manera por nuestros medios.
Al pedirle al Señor el perdón por nuestros pecados tenemos que perdonar a los que nos han ofendido. Solamente puede obtener perdón aquel que es capaz de perdonar. No podemos pedir que el Señor se olvide de nuestras culpas si estamos guardando rencorosamente el recuerdo de las ofensas que nos han hecho a nosotros, para cobrarlas en la primera oportunidad que se presente.
Por último le decimos a Dios que no nos ponga a prueba. Con toda humildad debemos reconocer nuestra debilidad. Sabemos que cuando somos probados, caemos ofendiendo a Dios. Lo único que nos queda es pedirle que no nos coloque en esa situación difícil en la que no sabremos responderle como El espera de nosotros.
Un misionero es alguien entusiasmado con el Reino de Dios, porque junto con Jesús está su Reino. La tarea misionera está al servicio de ese Reino, porque yo no puedo amar a Jesús y rechazar la obra que él quiere hacer en el mundo. Si amo a Jesús amo también su proyecto y me entrego a él generosamente.
En realidad, el Reino de Dios es lo primero que tiene que buscar un cristiano. Así lo dice el Evangelio: “Busquen ante todo el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura” (Mt 6,33).
¿Qué es el Reino? Es lo que surge cuando Jesús reina en un lugar con su justicia, liberando de toda injusticia; cuando él reina con su amor, liberándonos de todo lo que nos separa; cuando él reina con su paz, liberándonos de aquello que nos perturba y entristece. Los misioneros no sólo queremos que los demás conozcan a Jesús. También deseamos que este mundo sea transformado por la fuerza, la luz y la vida del Resucitado. Por eso, buscamos su Reino. Los misioneros son esas personas que tienen el corazón dilatado, bien amplio, y no les preocupa sólo la conversión de un individuo. Desean que el Reino del Señor transfigure toda la tierra. Por eso, nada de este mundo les resulta indiferente.
A veces sentimos que el centro de nuestra vida es sólo la persona de Jesús, nuestra amistad con él. Pero él también está al servicio del Reino, porque es el Reino de su Padre. Él nos hace gustar un anticipo pero nos estimula a buscar su crecimiento, hasta llegar a su plenitud al final de los tiempos, Cuando prepara a sus apóstoles para salir a predicar, les enseña sobre todo a anunciar la llegada de ese Reino: “Proclamen que el Reino de los cielos está cerca” (Mt 10, 7). Ese es el centro de la predicación de los apóstoles y debería ser el nuestro también.
El Reino es una realidad religiosa y comunitaria al mismo tiempo. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia dice que, en definitiva, el Reino es “la comunión con Dios y entre los seres humanos” (CDSI, 49).
La Iglesia necesita renovarse “para un gran impulso misionero” (DA, 548). Hoy estamos llamados a “poner a la Iglesia en estado permanente de misión” (DA, 551).
Esa misión no será transformadora, fervorosa y permanente si no se modifican las estructuras para que sean real y efectivamente misioneras. Si nuestro amor a la Iglesia es auténtico, tendremos deseos de renovarlo constantemente para la misión, porque para la Iglesia “la causa misionera debe ser la primera” (Redemptoris Missio, 86).
La misión no es para la gente que se aferra a sus seguridades y costumbres. Por eso dice Aparecida que para entregarse a este desafío “la Iglesia necesita una fuerte conmoción que impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y la tibieza” (DA, 362). Necesitamos un nuevo Pentecostés de manera que “cada comunidad se convierta en un poderoso centro de irradación de la vida en Cristo” (DA, 362).
Es interesante advertir que esta renovación de estructuras implica también la valentía de destruir todas las estructuras que no sirvan a la misión o alienten a un cristianismo cerrado, cómodo, individualista o intimista. Hay que “abandonar las estructuras caducas que ya no favorezcan la tranmisión de la fe” (DA 365).
También cada uno tiene que destruir sus propias estructuras que lo limitan y lo detienen, porque la verdadera conversión “despierta la capacidad de someterlo todo al servicio de la instauración del Reino de vida” (DA, 366). Es cierto que el Reino exige, ante todo, una transformación de las conciencias y de los corazones. Sin embargo, hay que decir, además que el Reino busca reflejarse transformando también las diversas estructuras de la sociedad. El Padrenuestro podría decir: “que venga un mundo de hermanos”. Quizás esa frase nos gustaría más que decir: “venga tu Reino”. Porque nosotros hablamos de la fraternidad, del amor, de la amistad, pero eso muchas veces son sólo sentimientos pequeños, que nos encierran en un mundo reducido de relaciones agradables. Jesús propone más que eso.
Un misionero es un apasionado por el Reino, porque no sólo ama a Jesús. También ama esta tierra, también ama este mundo que Dios le ha regalado. Hace flata pedirle al Espíritu que rompa nuestras paredes cerradas y nos amplíe la mirada, para enamorarnos del mundo y transformarlo con la fuerza del Reino.
Así lo esxpresa el Documento de Aparecida:
“El proyecto de Dios es instaurar el Reino de su Padre. Por eso, pide a sus discípulos: ¡Proclamen que está llegando el Reino de los cielos! (Mt 10,7). Se trata del Reino de la vida. Porque la propuesta de Jesucristo a nuestros pueblos, el contenido fundamental de esta misión, es la oferta de una vida plena para todos” (DA, 361).
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