Presencia de María en el origen de la Iglesia

lunes, 8 de noviembre de 2021
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08/11/2021 – Este 8 de noviembre de 2021 iniciamos el mes de María que nos lleva hasta el 8 de diciembre. Elegimos el texto de Hechos 1, 13-14 donde aparece María con los discípulos y algunas mujeres perseverando en la oración en comunión, en un solo corazón, a la espera de la venida del Espíritu.

 

“Cuando llegaron a la ciudad, subieron a la sala donde solían reunirse. Eran Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago, hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas, hijo de Santiago. Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos”.

Hechos 1,13-14

 

 

El rostro femenino de la primera Iglesia perseverancia y concordia

San Lucas, al comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles presenta la vida de la primera comunidad cristiana, después de haber recordado uno por uno los nombres de los Apóstoles (Hch 1, 13), afirma: “Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hch 1, 14).

En este cuadro destaca la persona de María, la única a quien se recuerda con su propio nombre, además de los Apóstoles. Ella representa un rostro de la Iglesia diferente y complementario con respecto al ministerial o jerárquico.
La frase de Lucas se refiere a la presencia, en el cenáculo, de algunas mujeres, manifestando así la importancia de la contribución femenina en la vida de la Iglesia, ya desde los primeros tiempos. Esta presencia se pone en relación directa con la perseverancia de la comunidad en la oración y con la concordia. Estos rasgos expresan perfectamente dos aspectos fundamentales de la contribución específica de las mujeres a la vida eclesial. Los hombres, más propensos a la actividad externa, necesitan la ayuda de las mujeres para volver a las relaciones personales y progresar en la unión de los corazones.

“Bendita tú entre las mujeres” (Lc 1, 42), María cumple de modo eminente esta misión femenina. ¿Quién, mejor que María, impulsa en todos los creyentes la perseverancia en la oración? ¿Quién promueve, mejor que ella, la concordia y el amor?

Reconociendo la misión pastoral que Jesús había confiado a los Once, las mujeres del cenáculo, con María en medio de ellas, se unen a su oración y, al mismo tiempo, testimonian la presencia en la Iglesia de personas que, aunque no hayan recibido una misión, son igualmente miembros, con pleno título, de la comunidad congregada en la fe en Cristo.

María y el Espíritu Santo hacen presente a Cristo

La presencia de María en la comunidad, que orando espera la efusión del Espíritu (cf. Hch 1, 14), evoca el papel que desempeñó en la encarnación del Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35). El papel de la Virgen en esa fase inicial y el que desempeña ahora, en la manifestación de la Iglesia en Pentecostés, están íntimamente vinculados.

La presencia de María en los primeros momentos de vida de la Iglesia contrasta de modo singular con la participación bastante discreta que tuvo antes, durante la vida pública de Jesús. Cuando el Hijo comienza su misión, María permanece en Nazaret, aunque esa separación no excluye algunos contactos significativos, como en Caná, y, sobre todo, no le impide participar en el sacrificio del Calvario.

Por el contrario, en la primera comunidad el papel de María cobra notable importancia. Después de la ascensión, y en espera de Pentecostés, la Madre de Jesús está presente personalmente en los primeros pasos de la obra comenzada por el Hijo.

Los Hechos de los Apóstoles ponen de relieve que María se encontraba en el cenáculo “con los hermanos de Jesús” (Hch 1, 14), es decir, con sus parientes, como ha interpretado siempre la tradición eclesial. No se trata de una reunión de familia, sino del hecho de que, bajo la guía de María, la familia natural de Jesús pasó a formar parte de la familia espiritual de Cristo: “Quien cumpla la voluntad de Dios ―había dicho Jesús―, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3, 34).

En esa misma circunstancia, Lucas define explícitamente a María “la madre de Jesús” (Hch 1, 14), como queriendo sugerir que algo de la presencia de su Hijo elevado al cielo permanece en la presencia de la madre. Ella recuerda a los discípulos el rostro de Jesús y es, con su presencia en medio de la comunidad, el signo de la fidelidad de la Iglesia a Cristo Señor.

El título de Madre, en este contexto, anuncia la actitud de diligente cercanía con la que la Virgen seguirá la vida de la Iglesia. María le abrirá su corazón para manifestarle las maravillas que Dios omnipotente y misericordioso obró en ella.

Ya desde el principio María desempeña su papel de Madre de la Iglesia: su acción favorece la comprensión entre los Apóstoles, a quienes Lucas presenta con un mismo espíritu y muy lejanos de las disputas que a veces habían surgido entre ellos.

Por último, María ejerce su maternidad con respecto a la comunidad de creyentes no sólo orando para obtener a la Iglesia los dones del Espíritu Santo, necesarios para su formación y su futuro, sino también educando a los discípulos del Señor en la comunión constante con Dios.

Así, se convierte en educadora del pueblo cristiano en la oración y en el encuentro con Dios, elemento central e indispensable para que la obra de los pastores y los fieles tenga siempre en el Señor su comienzo y su motivación profunda.

Estas breves consideraciones muestran claramente que la relación entre María y la Iglesia constituye una relación fascinante entre dos madres. Ese hecho nos revela nítidamente la misión materna de María y compromete a la Iglesia a buscar siempre su verdadera identidad en la contemplación del rostro de la Theotókos.