Hefesto, un dios diferente

martes, 19 de abril de 2011
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1.      Hefesto, un dios feo y deforme

 

Desde tiempos inmemoriales los seres humanos creyeron que el mundo estaba compuesto de diversos elementos. De todos ellos, el fuego ciertamente es el más asociado a lo divino, quizás por estar emparentado con la luz, por su brillo y resplandor o por su materialidad sutil e irradiación envolvente y transfiguradora.

 

Me contaron los antepasados que el fuego se llamaba Hefesto. No sé muy bien si el fuego y Hefesto eran uno solo o si Hefesto era el señor y dueño de ese elemento tan impredecible, fascinante y amenazador, que llamamos fuego, el cual padece un apetito constante: todo lo devora, lo consume y lo transforma. Todo lo que toca, lo incendia, lo arrebata en cenizas, haciéndolo polvo del polvo.

 

Ciertamente un elemento tan poderoso y magnético uno supone que su propietario es un señor igualmente esplendoroso y radiante. Nada más ajeno a la realidad. El destino está cargado de numerosos enigmas y uno de ellos es precisamente aquél por el cual Hefesto, el señor del fuego, carecía totalmente de apariencia y de fulgor en su belleza. Él no era bello como lo es el fuego que puede hipnotizar la mirada mientras danza con figuras que surcan el aire y lo envuelven de dorada calidez.

 

Hefesto era feo, tullido, cojo y de desagradable presencia. Nadie diría que precisamente ése era el dios del fuego. Ese elemento tan bello, volátil y espiritual tenía como hacedor a un dios deforme, tambaleante y sucio.

 

Este dios era un trabajador. Su oficio estaba en el taller. Precisamente en ese fogón donde se trabajan algunos metales con el fuego, en ese lugar que se llama fragua, allí siempre se encontraba sudoroso, desaliñado y desagradable -entre trabajos pesados y fornidos ayudantes- nada menos que el dios del fuego. Él nada tenía de radiante, sólo el resplandor rojizo que –por contacto- le comunicaba el fuego a su cara, a sus manos y a sus brazos en el trajín del trabajo pesado.

 

¿Por qué un dios tan poco hermoso, más parecido a un esclavo que a un rey, habría elegido el fuego para ser sumiso a sus deseos?; ¿por qué escogió a un rey que trabaja sin cesar y no conoce la vida fácil y descansada de los otros dioses, complacientes y arrogantes?

 

Las apariencias resultan engañosas: el desgarbado y rutinario trabajador era un dios de verdad, uno de los dioses que rigen los destinos del mundo, de la naturaleza y de los seres humanos. ¿Qué le habrá pasado a este rey para vivir como esclavo?

 

 

2. Un dios discriminado y excluido

 

El lugar donde se forjaban los metales y Hefesto los trabajaba –incluso con piedras preciosas- estaba debajo de un conocido volcán. Las fuerzas misteriosas de la naturaleza siempre se han asociado a los dioses. Será por eso que el fuego de los volcanes -que hace derretir las entrañas de la tierra- se haya convertido en la morada perfecta de Hefesto. Hay quienes lo llaman Vulcano, precisamente por su preferencia por las montañas de fuego que abren su paso con ríos de espesas aguas de piedras fundidas.

 

Hefesto construyó todos los tronos del palacio de los dioses en su propio taller y su mismo trono era una obra maestra de ingeniería. Nadie dudaba que fuera un dios trabajador. Conocía muy bien su oficio. Resultaba habilidoso para los trabajos manuales. Se convirtió así en el patrono de los orfebres, joyeros, albañiles y carpinteros. Incluso a veces también fabricaba las armas para la guerra. Esta popularidad que tuvo entre los mortales no le quitó, sin embargo, entre los dioses, el destino de la burla, el desprecio y la discriminación debido a su aspecto.

 

Los dioses suelen ser crueles. Parece sorprendente que entre ellos exista el proceder propio de los mortales. La ofensa, el ultraje y la humillación son carencias y torpezas por falta de crecimiento en el amor.

 

Cualquiera hubiera pensado que Hefesto, por su apariencia, era hijo de mortales y esclavos; no obstante   –para sorpresa nuestra- ha sido hijo, nada menos, que de los dos dioses más soberanos del Olimpo, la pareja más bella, perfecta y poderosa. Era hijo de Zeus, el dios de los dioses, el señor de los señores y de Hera, su esposa, la madre del cielo que tenía un trono de marfil con escalones de cristal.

 

Con tales padres, se podía esperar que Hefesto fuera el hijo más bello de aquella pareja; sin embargo, hasta los dioses tienen sus desgracias y desventuras. Nada es totalmente perfecto y acabado. Los mismos dioses del Olimpo lo confirman.  Los más perfectos tuvieron el hijo más feo: lo llamaron Hefesto.

 

Cuando ocurre algo así, los dioses son implacables y no sienten compasión. Ni siquiera por sus propios hijos. Ni los dioses están preparados para los hijos que la vida les da, tal como son. Sólo un sacrificado y paciente amor vuelve compasión el dolor y el rechazo; pero este camino, ni siquiera es para algunos dioses. Sólo los humildes pueden hacerlo. A veces la humildad tiene el áspero camino de la humillación.

 

Zeus y Hera -como padres exigentes- no tuvieron reparo de desprenderse de su hijo minusválido. Los cánones de la belleza y la perfección –para ellos- eran muy estrictos. Los que no entraban en esos parámetros, quedaban afuera. No importaba lo que sientan. Estaban totalmente excluidos. Eran arrebatados de la presencia de los dioses y de los demás. Vivían abandonados. Excepto que se necesitarán de ellos o de algunos de sus cualidades.

 

Algunos afirmaban que Hefesto era feo porque lo había engendrado sola su madre, sin cooperación de su esposo y -por venganza de éste- que había tenido una hija llamada Atenea, la cual  nació sin madre alguna. Otros atestiguan que Hefesto era hijo de ambos. En este caso ninguno de los progenitores podía culpabilizar al otro de la desgracia que sufría su hijo.

 

Muchas veces los padres se culpan de las desgracias de sus hijos sin saber que no hay que responsabilizarse mutuamente sino aceptar al hijo tal como ha sido dado y tal como es.

 

Son curiosos los comentarios que abundaban sobre el origen de Hefesto, aludiendo a una madre que engendraba sin colaboración de un padre o un padre que daba a luz sin la intervención de una mujer. Es cierto que son dioses y que –entre ellos, todo puede ser posible- pero, ciertamente, es confuso y extraño el origen de este dios ya sea porque ha tenido a los dos padres que lo concibieron y lo desecharon o porque solamente ha tenido a uno de ellos que lo ha engendrado sin la cooperación del otro.

 

Los dioses parecen que tienen orígenes y nacimientos poco comunes. ¿Será posible que se suspendan las leyes naturales de la concepción para que un dios venga a este mundo? Intuyo que solamente un dios todopoderoso puede hacer este milagro.

 

 

Lo cierto es que nació -vaya a saber realmente cómo- el más feo de todos los dioses: un dios diferente, discriminado y excluido. Hera, su madre, lo arrojó furiosa por encima de la muralla del Monte Olimpo con la intención de matarlo. Tal era la costumbre despiadada. Hefesto, sin embargo, en su desgracia, fue bendecido ya que cayó durante nueve días y sus noches hasta el mar, donde dos diosas de las aguas lo salvaron y lo cuidaron llevándolo a una isla donde creció convirtiéndose en un habilidoso maestro artesano. Lo que unos descartan, otros lo toman. Lo que unos desprecian, otros cuidan. Los que unos odian, otros aman. Así pasa en todas las sociedades con los que son excluidos e invisibilizados para que no nos molesten, ni nos asusten con sus apariencias, las cuales son máscaras y espejos de nuestros miedos más secretos.

 

Aunque se salvó de morir, Hefesto se lastimó una pierna y tuvieron que amputarla. Desde entonces usaba como prótesis una pierna de hierro y caminaba con la ayuda de un palo. Cuando se  presentaba en público no era nada imponente. Todo lo contrario a lo que uno se imagina de la apuesta presencia de un dios, del dios del fuego, nada menos. Sin embargo, así era Hefesto: feo, lisiado, cojo y grotesco.

 

Según los demás dioses, la divinidad no podía estar representada por la deformidad. Los hijos malformados eran tirados de los acantilados, eso lo hacían tanto los dioses como los seres humanos. Una sociedad amante de las figuras y apariencias bellas, no soportaba la fealdad o la enfermedad y tenían estas brutales prácticas para con los más indefensos. Quizás, los dioses y los seres humanos, unos y otros tengan que reconciliarse con la imperfección. Después de todo, ella abunda en la naturaleza. Ni siquiera los dioses quedan excluidos. Quizás la fealdad tenga algunos secretos que nosotros no sabemos ver a simple vista. Tal vez debajo de la forma y figura exterior se esconda otra belleza vedada a los ojos.

 

 

3. Un dios engañado por amor

 

Cualquiera podría suponer que la fealdad y la rusticidad de Hefesto lo condenarían a una vida de trabajo sin descanso y que no tendría casi ninguna posibilidad para vivir el amor. Sin embargo, la suerte de los dioses es caprichosa y guarda sus misterios.

 

Hefesto -a pesar de su pobre apariencia física- llegó a casarse, nada menos, que con Afrodita, la diosa de la belleza a la cual le hizo para ella -con sus propias manos- una hermosa e invaluable joyería. Algunos decían, con cierta ironía, que el amor le era favorable a pesar de las desgracias de su vida.

 

En verdad, nadie creía en ese matrimonio: la bella y el feo; la delicadeza y la torpeza; la diosa del amor y el dios renegado y echado del Olimpo. Cuentan que el interés y la vanidad de Afrodita por exaltar su propia belleza con la refulgencia de costosas joyas, la hizo ceder a ese matrimonio simplemente por conveniencia. Dicen que estuvo movida por el provecho material más que por el amor o la compasión. Él, por su parte, para aparentar frente a dioses y mortales su estatus y estimular un poco su autoestima, no quiso ocultar su matrimonio con la diosa más bella y deseada del Olimpo.

 

El amor –o el interés con el que se disfrazan algunas pasiones- une seres que, de ningún otro modo, estarían juntos. ¿Qué puntos de conexión existía entre la belleza de Afrodita y la deformidad de Hefesto? Quizás, sólo el interés de uno y de otro. El de ella -ser más rica y halagada- y el de él, sentirse no tan feo. Después de todo –sea como fuere- había conseguido a la diosa más bella de todas.

 

El materialismo y la discriminación –en ocasiones- nos hacen actuar de manera similar. Las verdaderas deformidades son las del alma: las ambiciones más recónditas nos hacen estar cerca de quienes creemos más poderosos. No nos damos cuenta que somos más débiles cuando estamos próximos a quién es solamente poderoso y nada más.

 

 

Ciertamente no era amor el de Hefesto y Afrodita –no porque no pudiera serlo ya que el amor es posible entre alguien agraciado y otro no tanto- sino porque, en este caso, estaba viciado desde el principio. Los dioses más grandes del Olimpo son falibles e imperfectos.

 

Por su extrema belleza, Afrodita le fue infiel al dios artesano con Ares, el dios de la guerra. Nuevamente en la historia, el amor y la guerra se entrelazaron. Ambos, cuando se agita la pasión, olvidan sus códigos de honor.

 

 Cuando Hefesto tuvo noticia de los amores de su esposa gracias a Helios

, el dios sol, que todo lo ve y alumbra, tejió en su taller una red de plata irrompible, casi invisible, que sirvió de trampa con la que atrapó a los amantes en uno de sus encuentros. Cuando los tuvo atrapados, llamó a todos los demás dioses del Olimpo para avergonzarlos y burlarse de ellos. La habilidad de su oficio le trajo la posibilidad de vengarse, saldando viejos rencores que destilaban amargo sabor.

 

Tanto la fealdad como la belleza pueden ser indignas de vivir entre los dioses y de experimentar el verdadero amor. La belleza no es más digna que la fealdad.

 

Hefesto no liberó a los amantes descubiertos hasta que prometieron públicamente terminar su romance. No se sabe ciertamente si hicieron tal juramento. Lo que es seguro es que ambos escaparon tan pronto como se levantó la red y –según cuentan- no mantuvieron después su promesa.

 

            Los dioses del Olimpo conllevan con ellos toda la carga de penas y debilidades que también experimenta  nuestra frágil condición humana. Las pasiones los envuelven: el apetito de poder y riqueza; el deseo desmedido de de una belleza inalterable; la infidelidad al amor prometido; la venganza cruel y la humillación dolorosa; las trampas y los secretos; la fealdad y la discriminación; la belleza y el adulterio. En fin, ellos son dioses que llevan sobre sí la sombra grávida de todo lo humano.

 

            Nosotros, los mortales, sentimos compasión de dioses que tienen también el entretejido de nuestra imperfecta naturaleza. Quizás la única ventaja de ellos sea estar un poco más altos y encumbrados. Vivir en las alturas del Olimpo y nada más. Por lo demás, parecen bastante falibles. Tienen todas nuestras miserias humanas, demasiado humanas.

 

 

4. El hacedor de Pandora, la mujer de la caja de desgracias

 

            Otra historia con la cual Hefesto está emparentado con las mujeres es aquella que cuenta que él mismo ha sido el dios que hizo de esa creatura que ha sido llamada Pandora cuyo nombre significa “todos los dones”. Ella fue una mujer confeccionada en arcilla, ordenada por Zeus a Hefesto para que la hiciera en su taller. Pandora tuvo vida plena cuando Zeus le insufló su aliento y le encomendó una tremenda misión. La hizo portadora de una caja llena de males y desgracias que tenía que entregar a Prometeo, el dios que había creado a los seres humanos y que robó el fuego sagrado del Olimpo. El nombre Pandora es algo irónico, ya que “todos los dones” fueron fundamentalmente “todos los males”, a menos que se piensen que los males también pueden ser –en algún momento- dones, de acuerdo como cada uno pueda recibirlos y transformarlos.  Bienes o males, depende del corazón que los reciba. Lo que para un corazón endurecido es un mal; para un corazón magnánimo es un bien.

 

            Lo cierto es que, como todos los dioses exigían sacrificios en demostración de justicia y devoción, Prometeo –envidioso de Zeus que recibía de los seres humanos las mayores ofrendas de animales en los altares- urdió un engaño al realizar la inmolación de un gran buey que dividió en dos partes: en una de ellas puso la piel, la carne y las vísceras, y en la otra, puso los huesos cubiertos de grasa. Dejó entonces elegir a Zeus la parte que sería para siempre de los dioses. Zeus eligió la capa de grasa porque se veía más apetitosa, aunque no tardó en darse cuenta que -en realidad- había escogido sólo huesos recubiertos. Indignado por este engaño, Zeus privó a los seres humanos del fuego divino para que no pudieran cocinar la carne que luego ellos comerían en los sacrificios porque, según cuentan, los huesos y pieles las entregaban a los dioses y la carne la comían los seres humanos.

 

Al verse privado del fuego para los sacrificios, Prometeo decidió robarlo del Monte Olimpo

. Para vengarse de esta ofensa, Zeus ordenó a Hefesto que hiciera una mujer de arcilla: Pandora. Zeus le infundió vida y la envió -por medio de Hermes, el dios mensajero- al hermano de Prometeo, en cuya casa se encontraba la caja que contenía todas las desgracias con las que Zeus anhelaba castigar a la humanidad.

 

Epimeteo, el hermano de Prometeo, se enamoró de Pandora y se casó con ella. Además le advirtió que no aceptase ningún regalo sospechoso que viniera de la mano de los dioses, especialmente si éstos se mostraban indulgentes y dadivosos. En esta ocasión, Zeus entregó una enigmática caja como presente muy especial. No era generosidad sino venganza, ese disfraz que entre los dioses adopta muchas formas posibles.

 

Pandora, no haciendo caso a su reciente esposo y ansiosa por ver los regalos nupciales, tomó primero ese obsequio que le venía del cielo, del Monte de los dioses, la ofrenda del  mayor de dioses, Zeus. Curiosa e ingenuamente abrió la caja -tal como el astuto Zeus había previsto- y en ese instante, cual oscuro torbellino,  sobrevinieron juntas todas las desgracias del mundo  y todas las calamidades de la humanidad.

 

A partir de entonces, los seres humanos fueron desgraciadamente infelices. Todos los males y sufrimientos vinieron de un mismo origen. Los seres humanos –desde entonces- endilgamos a los dioses los padecimientos humanos: ¿será posible que el mal tenga un origen divino?; ¿no es acaso una contradicción?

 

Estas preguntas que repercuten a lo largo de los siglos rebasan la limitada posibilidad de una mera respuesta humana. Lo cierto es que Zeus se vengó así de los seres humanos que comían la carne de los sacrificios divinos. Luego también se encargó de Prometeo, del cual se vengó castigándolo. No le importó que fuera un dios. Frecuentemente los dioses se vengan entre sí. Entre ellos son despiadados y no tienen indulgencia, ni perdón.

 

La clemencia -entre los antiguos dioses- es una dispensación escasa, una concesión muy poco habitual. El más divino de los dones es también el menos abundante. Zeus hizo que le llevaran a Prometeo a un Monte donde fue encadenado por siempre y al cual se enviaba todos los días un