Discernir entre las levaduras que encontramos en el mundo y en nuestro propio corazón

martes, 15 de febrero de 2022
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15/02/2022 – “¿Por qué te preocupas?”, nos dice hoy Jesús “si sabes que todo está en mis manos”. Te invito a ocuparte de lo que vale la pena y pone todo en manos de Dios que todo lo puede.

 

“Y dejándolos, volvió a embarcarse hacia la otra orilla. Los discípulos se habían olvidado de llevar pan y no tenían más que un pan en la barca. Jesús les hacía esta recomendación: «Estén atentos, cuídense de la levadura de los fariseos y de la levadura de Herodes». Ellos discutían entre sí, porque no habían traído pan. Jesús se dio cuenta y les dijo: «¿A qué viene esa discusión porque no tienen pan? ¿Todavía no comprenden ni entienden? Ustedes tienen la mente enceguecida. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen. ¿No recuerdan cuántas canastas llenas de sobras recogieron, cuando repartí cinco panes entre cinco mil personas?». Ellos le respondieron: «Doce». «Y cuando repartí siete panes entre cuatro mil personas, ¿cuántas canastas llenas de trozos recogieron?». Ellos le respondieron: «Siete». Entonces Jesús les dijo: «¿Todavía no comprenden?».

Marcos 8,13-21

 

 

Hay levaduras buenas y levaduras no tan buenas. Una pequeña parte es suficiente para transformar una gran masa de harina de trigo. Pero también existen otras levaduras, capaces de estropear la masa, de empobrecerla. Si la levadura no es buena lo que hará será estropear la masa. El pan resultante ya no será fuente de vida, sino fuente de enfermedad y muerte.

Tenemos que pedir luz al Espíritu para que él nos enseñe a discernir entre las levaduras que encontramos en nuestro mundo y en nuestro propio corazón.

Vale la pena ver también cuáles son las “levaduras” a las que se refiere el texto. En el tiempo de Jesús, los fariseos se creían los únicos cumplidores de la Ley y se consideraban a sí mismos como los únicos buenos y justos. Su levadura, que produce un pan malo, es el desprecio por los que no “cumplen” como ellos. Es marginación y desprecio. Y por su parte la mala levadura de Herodes consiste en un sometimiento a los romanos, que esclavizan al pueblo y le impiden ser feliz.

Y nosotros, ¿qué? El Papa Francisco en Gaudete Exsultate capítulo II nos ayuda a distinguir algunas malas levaduras de este tiempo:

El gnosticismo actual

36. El gnosticismo supone «una fe encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos»[35].

Una mente sin Dios y sin carne

37. Gracias a Dios, a lo largo de la historia de la Iglesia quedó muy claro que lo que mide la perfección de las personas es su grado de caridad, no la cantidad de datos y conocimientos que acumulen. Los «gnósticos» tienen una confusión en este punto, y juzgan a los demás según la capacidad que tengan de comprender la profundidad de determinadas doctrinas. Conciben una mente sin encarnación, incapaz de tocar la carne sufriente de Cristo en los otros, encorsetada en una enciclopedia de abstracciones. Al descarnar el misterio finalmente prefieren «un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo»[36].

38. En definitiva, se trata de una superficialidad vanidosa: mucho movimiento en la superficie de la mente, pero no se mueve ni se conmueve la profundidad del pensamiento. Sin embargo, logra subyugar a algunos con una fascinación engañosa, porque el equilibrio gnóstico es formal y supuestamente aséptico, y puede asumir el aspecto de una cierta armonía o de un orden que lo abarca todo.

39. Pero estemos atentos. No me refiero a los racionalistas enemigos de la fe cristiana. Esto puede ocurrir dentro de la Iglesia, tanto en los laicos de las parroquias como en quienes enseñan filosofía o teología en centros de formación. Porque también es propio de los gnósticos creer que con sus explicaciones ellos pueden hacer perfectamente comprensible toda la fe y todo el Evangelio. Absolutizan sus propias teorías y obligan a los demás a someterse a los razonamientos que ellos usan. Una cosa es un sano y humilde uso de la razón para reflexionar sobre la enseñanza teológica y moral del Evangelio; otra es pretender reducir la enseñanza de Jesús a una lógica fría y dura que busca dominarlo todo[37].
Una doctrina sin misterio

40. El gnosticismo es una de las peores ideologías, ya que, al mismo tiempo que exalta indebidamente el conocimiento o una determinada experiencia, considera que su propia visión de la realidad es la perfección. Así, quizá sin advertirlo, esta ideología se alimenta a sí misma y se enceguece aún más. A veces se vuelve especialmente engañosa cuando se disfraza de una espiritualidad desencarnada. Porque el gnosticismo «por su propia naturaleza quiere domesticar el misterio»[38], tanto el misterio de Dios y de su gracia, como el misterio de la vida de los demás.

41. Cuando alguien tiene respuestas a todas las preguntas, demuestra que no está en un sano camino y es posible que sea un falso profeta, que usa la religión en beneficio propio, al servicio de sus elucubraciones psicológicas y mentales. Dios nos supera infinitamente, siempre es una sorpresa y no somos nosotros los que decidimos en qué circunstancia histórica encontrarlo, ya que no depende de nosotros determinar el tiempo y el lugar del encuentro. Quien lo quiere todo claro y seguro pretende dominar la trascendencia de Dios.
42. Tampoco se puede pretender definir dónde no está Dios, porque él está misteriosamente en la vida de toda persona, está en la vida de cada uno como él quiere, y no podemos negarlo con nuestras supuestas certezas. Aun cuando la existencia de alguien haya sido un desastre, aun cuando lo veamos destruido por los vicios o las adicciones, Dios está en su vida. Si nos dejamos guiar por el Espíritu más que por nuestros razonamientos, podemos y debemos buscar al Señor en toda vida humana. Esto es parte del misterio que las mentalidades gnósticas terminan rechazando, porque no lo pueden controlar.

Los límites de la razón

43. Nosotros llegamos a comprender muy pobremente la verdad que recibimos del Señor. Con mayor dificultad todavía logramos expresarla. Por ello no podemos pretender que nuestro modo de entenderla nos autorice a ejercer una supervisión estricta de la vida de los demás. Quiero recordar que en la Iglesia conviven lícitamente distintas maneras de interpretar muchos aspectos de la doctrina y de la vida cristiana que, en su variedad, «ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra». Es verdad que «a quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una imperfecta dispersión»[39]. Precisamente, algunas corrientes gnósticas despreciaron la sencillez tan concreta del Evangelio e intentaron reemplazar al Dios trinitario y encarnado por una Unidad superior donde desaparecía la rica multiplicidad de nuestra historia.

44. En realidad, la doctrina, o mejor, nuestra comprensión y expresión de ella, «no es un sistema cerrado, privado de dinámicas capaces de generar interrogantes, dudas, cuestionamientos», y «las preguntas de nuestro pueblo, sus angustias, sus peleas, sus sueños, sus luchas, sus preocupaciones, poseen valor hermenéutico que no podemos ignorar si queremos tomar en serio el principio de encarnación. Sus preguntas nos ayudan a preguntarnos, sus cuestionamientos nos cuestionan»[40].

45. Con frecuencia se produce una peligrosa confusión: creer que porque sabemos algo o podemos explicarlo con una determinada lógica, ya somos santos, perfectos, mejores que la «masa ignorante». A todos los que en la Iglesia tienen la posibilidad de una formación más alta, san Juan Pablo II les advertía de la tentación de desarrollar «un cierto sentimiento de superioridad respecto a los demás fieles»[41]. Pero en realidad, eso que creemos saber debería ser siempre una motivación para responder mejor al amor de Dios, porque «se aprende para vivir: teología y santidad son un binomio inseparable»[42].
46. Cuando san Francisco de Asís veía que algunos de sus discípulos enseñaban la doctrina, quiso evitar la tentación del gnosticismo. Entonces escribió esto a san Antonio de Padua: «Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción»[43]. Él reconocía la tentación de convertir la experiencia cristiana en un conjunto de elucubraciones mentales que terminan alejándonos de la frescura del Evangelio. San Buenaventura, por otra parte, advertía que la verdadera sabiduría cristiana no se debe desconectar de la misericordia hacia el prójimo: «La mayor sabiduría que puede existir consiste en difundir fructuosamente lo que uno tiene para dar, lo que se le ha dado precisamente para que lo dispense. […] Por eso, así como la misericordia es amiga de la sabiduría, la avaricia es su enemiga»[44]. «Hay una actividad que al unirse a la contemplación no la impide, sino que la facilita, como las obras de misericordia y piedad»[45].

El pelagianismo actual

47. El gnosticismo dio lugar a otra vieja herejía, que también está presente hoy. Con el paso del tiempo, muchos comenzaron a reconocer que no es el conocimiento lo que nos hace mejores o santos, sino la vida que llevamos. El problema es que esto se degeneró sutilmente, de manera que el mismo error de los gnósticos simplemente se transformó, pero no fue superado.

48. Porque el poder que los gnósticos atribuían a la inteligencia, algunos comenzaron a atribuírselo a la voluntad humana, al esfuerzo personal. Así surgieron los pelagianos y los semipelagianos. Ya no era la inteligencia lo que ocupaba el lugar del misterio y de la gracia, sino la voluntad. Se olvidaba que «todo depende no del querer o del correr, sino de la misericordia de Dios» (Rm 9,16) y que «él nos amó primero» (1 Jn 4,19).

Una voluntad sin humildad

49. Los que responden a esta mentalidad pelagiana o semipelagiana, aunque hablen de la gracia de Dios con discursos edulcorados «en el fondo solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico»[46]. Cuando algunos de ellos se dirigen a los débiles diciéndoles que todo se puede con la gracia de Dios, en el fondo suelen transmitir la idea de que todo se puede con la voluntad humana, como si ella fuera algo puro, perfecto, omnipotente, a lo que se añade la gracia. Se pretende ignorar que «no todos pueden todo»[47], y que en esta vida las fragilidades humanas no son sanadas completa y definitivamente por la gracia[48]. En cualquier caso, como enseñaba san Agustín, Dios te invita a hacer lo que puedas y a pedir lo que no puedas[49]; o bien a decirle al Señor humildemente: «Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras»[50].

50. En el fondo, la falta de un reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites es lo que impide a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio para provocar ese bien posible que se integra en un camino sincero y real de crecimiento[51]. La gracia, precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace superhombres de golpe. Pretenderlo sería confiar demasiado en nosotros mismos. En este caso, detrás de la ortodoxia, nuestras actitudes pueden no corresponder a lo que afirmamos sobre la necesidad de la gracia, y en los hechos terminamos confiando poco en ella. Porque si no advertimos nuestra realidad concreta y limitada, tampoco podremos ver los pasos reales y posibles que el Señor nos pide en cada momento, después de habernos capacitado y cautivado con su don. La gracia actúa históricamente y, de ordinario, nos toma y transforma de una forma progresiva[52]. Por ello, si rechazamos esta manera histórica y progresiva, de hecho podemos llegar a negarla y bloquearla, aunque la exaltemos con nuestras palabras.

51. Cuando Dios se dirige a Abraham le dice: «Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi presencia y sé perfecto» (Gn 17,1). Para poder ser perfectos, como a él le agrada, necesitamos vivir humildemente en su presencia, envueltos en su gloria; nos hace falta caminar en unión con él reconociendo su amor constante en nuestras vidas. Hay que perderle el miedo a esa presencia que solamente puede hacernos bien. Es el Padre que nos dio la vida y nos ama tanto. Una vez que lo aceptamos y dejamos de pensar nuestra existencia sin él, desaparece la angustia de la soledad (cf. Sal 139,7). Y si ya no ponemos distancias frente a Dios y vivimos en su presencia, podremos permitirle que examine nuestro corazón para ver si va por el camino correcto (cf. Sal 139,23-24). Así conoceremos la voluntad agradable y perfecta del Señor (cf. Rm 12,1-2) y dejaremos que él nos moldee como un alfarero (cf. Is 29,16). Hemos dicho tantas veces que Dios habita en nosotros, pero es mejor decir que nosotros habitamos en él, que él nos permite vivir en su luz y en su amor. Él es nuestro templo: lo que busco es habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida (cf. Sal 27,4). «Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa»(Sal 84,11). En él somos santificados.