El silencio vivifica nuestro espíritu

miércoles, 30 de mayo de 2007
image_pdfimage_print
El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos.  Su madre conservaba estas cosas en su corazón.  Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.

Lucas 2, 51

Decía Juan Crisóstomo:  “no sería necesario recurrir tanto a la Palabra si nuestras obras dicen un auténtico testimonio”.

Está claro que en el corazón y en la vida de María a lo largo de todo el Evangelio habla más su actitud interior, sus gestos y sus silencios, que las palabras que quedan en boca de su hijo, la Palabra de vida que se hace presente y solo el silencio termina por nombrarlo de la mejor forma.

La actitud de silencio en el corazón de María que guarda todo en su interioridad brota de la presencia, el poder y la fuerza transformadora que tiene la Palabra que ha ganado su corazón, se ha hecho carne en su vientre, ha dado luz para que ilumine a toda el mundo y a ella le toca contemplarla, acompañarla y cuidarla, para que crezca y se desarrolle, para que alcance el fin por el cual Dios ha querido que la Palabra se hiciera carne en su seno.

María recurrió poco a expresarse, vivió mas bien la Palabra.  Ella hacía silencio y realmente cuantas palabras se ahorró por el hecho que la Palabra, su hijo, se expresaba de la mejor forma para interpretarla y para expresarla.  Necesitamos de la palabra para comunicarnos, para expresarnos y para entendernos.

Cuando la palabra no está nos hacemos de algún modo adictos.  Las adicciones que tenemos dicen esto:  estamos negados a expresarnos porque no nos entendemos y estamos negados para entendernos porque no hay una palabra que verdaderamente nos interprete.  Cuando la palabra nos interpreta, cuando la palabra que es a veces mirada, a veces expresión, gesto amigo, abrazo, silencio, nos lee donde estamos y como estamos y con Amor nos rescata, entonces recuperamos el habla y podemos decir que nos pasa.

María, la mujer del silencio, nos enseña a valorar de un modo fecundo el silencio y la humildad en las expresiones que en el nos mantienen abiertos a ser interpretados y a poder expresarnos desde una palabra que viene seguramente de la Palabra, su hijo, y que nos permite, después, a nosotros de algún modo repetirla para en ella encontrar vida y salir de la muerte que supone no saber comunicarnos ni expresarnos.

Un modo de sanar nuestras adicciones es justamente haciendo silencio, silencio interior que da lugar a que la Palabra se exprese de una forma nueva.  Las adicciones pueden ser distintas, pueden ser adicciones que nos atan a vínculos, pueden ser adicciones que nos atan a nosotros mismos, a alguna sustancia, a alguna bebida, puede ser una búsqueda desorientada en nosotros adictos egoístas, adictos narcisistas donde nos buscamos ver a nosotros mismos en un espejo, adictos en lo vincular, en lo relacional, adictos al trabajo.

Cuando la adicción gana en alguna forma nuestro corazón, el silencio es el mejor aliado para que la Palabra le de sentido nuevo a nuestra vida y en este sentido María viene a enseñarnos un camino.  Ella calló, se silenció para que se escuchara la voz de su hijo, que da luz para alumbrar a las naciones y la gloria de Dios en medio del pueblo.

Suele ser un lugar de silencio el descanso dominical, el trabajo con las plantas, donde te encontrás allí en tu pequeño vivero casero o en tu jardín, también cuidar los animalitos en tu granja o el cachorro que tenés en tu casa.

Te conectas con una parte tuya donde todo parece que se respira hondo y profundo para que se vayan los ruidos.

Para mi, el silencio es sentarme con una caña de pescar frente al lago, puedo estar horas sin comer y sin hablar con nadie, es un espacio que siento que me recupera las fuerzas de adentro, para que gane en el corazón lo que por allí se desgasta en la tarea , en el servicio, en la lucha cotidiana con uno mismo y con las realidades que hay que afrontar.

Nuestro aliado el silencio le da el lugar a la palabra que libera y nos saca de lo que nos hace adictos

Que molesto que nos resulta hoy, en un mundo lleno de palabras, que haya alguien que escucha, porque no estamos tan asociados al silencio que nos recibe, porque tal vez sea justamente el lugar donde la muerte y la vida se traban en un duelo, entre la Palabra que trae la vida y que está dentro nuestro, la que permite que saquemos de adentro lo que tenemos oculto y escondido, y la muerte, que se expresa en el ruido que nos aturde y nos impide verdaderamente encontrarnos con nosotros, ya que nos hace evadirnos, ruido que nos hace escapar de nosotros.

Cuando en el proceso terapéutico uno se va como haciendo al valor del silencio, resulta saludable poder expresarse en ese espacio y aprender a escucharse a si mismo, y entonces lo que al principio resultaba tedioso o difícil de entender, porque fulano o fulana de tal, mi compañero de camino terapéutico no me da respuesta, y más deseado y más querido después, termina por ser el lugar más buscado, más deseado y más querido, donde las palabras adquieren densidad y el decirse de si mismo se va haciendo interpretación más clara de que es lo que me pasa, porque voy en un proceso educativo sacando desde dentro lo que está oculto y aprendo a aprenderme de una manera nueva y a expresarme y entenderme de una manera significativa también.

Es un asociado muy vital el silencio, por ahí lo hemos interpretado, lo leemos como el lugar de la muerte, tal vez porque cuando llega el momento de partir, todo nuestro vital movimiento, nuestra expresión se hace silencio y si lo asociamos a la vida que comienza no a la que termina, la que se hace eternidad tal vez podríamos verlo desde otro lugar a éste silencio que trae asociado la muerte.

La muerte da lugar a la vida para siempre y el silencio que genera la muerte es vida que habla de eternidad.

El silencio realmente está asociado a la vida.

Cuando vas a un lugar de descanso en el campo, lejos del ruido del pueblo o ciudad, ¿no te gana el alma y el corazón el canto de los pájaros?.  El otro día fuimos con un amigo, con Francisco, como hacemos de vez en cuando, a una casita de campo que tienen los padres, y decíamos “que saludable que es el silencio”.

Sentí el ruido de los árboles y el canto de los pájaros, sentí al fondo el río y la cascada con su fluir, es muy sano poder hacer memoria de estos lugares silenciosos donde el alma recupera su valor y su fuerza, porque le da lugar a la palabra que interpreta y que nos expresa de la mejor forma.

“El día que descubrí el silencio”, escribe Martín Descalzo en Razones desde la otra orilla, “la cosa me ocurrió ya hace algunos años entre la tercera y cuarta sesión del Concilio Vaticano II.  Por aquella fecha vivía yo volcando toda mi juventud en el entusiasmo para difusión de lo que en Roma estaba ocurriendo y que a mi me estaba apasionando.  Así que entre sesión y sesión me dedicaba a dar docenas de conferencias, de coloquios sobre el Concilio y hablaba en todo tipo de ambientes:  colegios universitarios, seminarios , conventos, allí donde quiera que el asunto pudiera interesar a un grupo de personas  Pero un día”, cuenta Descalzo, “la petición que recibí fue para mi de lo más extraña.  Me escribía el abad de la trapa de Cóbreces pidiéndome una serie de charlas para los monjes.  La Trapa es un monasterio, el monasterio de los Trapenses.  Por aquella época yo conocía sobre los trapenses solo los cuatro tópicos que en el mundo suelen tenerse:  que no hablan sino por gestos (y hasta me creía la tontería que cuando un trapense se cruza con otro le dice “morir habemos” y el otro le responde “y lo sabemos”). Con todo este bagaje”, dice Descalzo, “yo me preguntaba a mi mismo que es lo que podría interesarles del Concilio, pero entonces el abad me tranquilizó, explicándome que un monje es un hombre como los demás y un cristiano como los demás, y por tanto les interesa todo lo que a los demás hombres y cristianos les interesa.  Pero aun quedaba para mi otra duda más grande:  en que tono podía yo hablarles.  A mi siempre me había gustado hablar de las cosas de Dios en el mismo tono con el que hablo de las cosas de la vida.  Digámoslo así”, dice Descalzo, “a la buena de Dios”.  

“Se me escandalizarían los monjes si yo hiciera esto de hablar como hablo lo de todos los días de Dios y a la buena de Dios.  Pero como resultaba que yo no sabía hablar con otro estilo decidí encomendarme a Dios y que saliera el sol por donde él quisiera salir.  Y allí me tenían ustedes dando mi primera conferencia a las 6 de la mañana.  Y es que la víspera de aquel día el monje abad me explicaba que como ellos se levantan a las dos para celebrar la misa y los oficios y a las seis ya habían desayunado, si a mi no me molestaba, me habían puesto mi charla a las seis, antes de que los monjes se fueran al trabajo.  Así que a esa hora, más dormido que despierto”, cuenta Descalzo, “estaba yo allí hablando a los monjes, en la solemnidad de una imponente sala capitular, y para que la cosa me fuera más desconcertante todavía me colocaron a mi, mientras los sesenta o setenta monjes se alineaban en cuatro filas extendidas verticalmente a lo largo de la sala, de manera que los monjes se miraran los unos a los otros pero yo no veía los rostros de ellos.  Veía claramente una gran capucha y unas grandes mangas de hábito, tras la cuales se suponía que había una cabeza y sus brazos aunque muy bien hubieran podido ser cuatro filas de maniquíes con hábito”, dice Descalzo.

“Y como yo no solía hablar a nadie que no mirara a los ojos tuve que usar la treta”, dice Descalzo, “que en estos casos se usa, contar un chiste muy largo y con mucho suspenso con el que vi como iban progresivamente levantándose las capuchas y girando hacia mi hasta que aparecieron sus rostros.  Y si, eran humanos, si lo eran, se reían y emocionaban como todo el mundo.  Reaccionaban ante mi charla de modo muy parecido a la de los universitarios, a la gente común de la calle, a lo que nos pasa a nosotros cuando conversamos.  Poco a poco en aquellos días fui calando sus vidas, conociendo sus problemas y también fuimos despertando a sus esperanzas y a las mías en medio del silencio, y como el abad tuvo la generosidad de permitir que también los monjes pudieran hablar, preguntarme y charlar, mis conferencias se fueron convirtiendo en un verdadero intercambio de vida, eso que solo puede ocurrir cuando hay verdadero silencio”.  

Entonces descubrí yo algo que mal sospechaba.  Que los monjes no solo no eran medios hombres sino hombres excepcionalmente maduros, llenos y equilibrados, que sabían dar a cada cosa el peso exacto.  Ese peso justo que da el silencio cuando habita en el corazón. Y mi cabeza comenzó a poblarse de preguntas.  Yo había ido allí como quien tiene algo que enseñar, y empezaba a darme cuenta de que era yo quien tenía algo por aprender, de que ellos entendían el sentido de las cosas y de la vida y que verdaderamente habían elegido como María, de cara a la otra realidad, la de Marta, la mejor parte”.

“Que no habría dado yo por poseer aquel realismo que las palabras adquieren en medio del silencio cuando es profundo.  Que inmaduro me sentía ante ellos.  Cuantas toneladas de horas perdí yo yendo de aquí para allá, haciendo lo que hacía pero sin saber encontrar en eso, como ellos, el camino exacto por el que avanzaban con una sabiduría adquirida y seguridad que me resultaba envidiable”.

“En verdad eran ellos entregados a Dios y el silencio quienes sabían lo que era vivir”.

“Pero hubo una sorpresa en esta historia.  El quinto día de mi estancia ocurrió algo para mi un tanto especial.  Se me acercó el maestro de novicios, y después de darle mil vueltas a la historia y como con temor a ofenderme, me dijo que mis charlas, más aún mi persona, estaba creando un problema espiritual a los novicios, ellos, viéndome activo, y metido en los problemas más vivos de la iglesia, estaban empezando a pensar sino sería el mío el mejor camino y no el suyo, el de consumirse en la soledad y de vivir en el silencio”.

“Yo no pude más que reírme y abrir mi corazón, compartirle la crisis que el silencio de ellos había generado en mí, y expliqué al maestro que mi tentación era exactamente la contraria, que era yo que tenía envidia de la fecundidad de ellos, que viéndolos yo había descubierto qué vanos eran muchos de mis trabajos en el mundo”.

“Me preguntó el maestro si me atrevía a explicar esto a sus novicios, así lo hice, y todos juntos descubrimos que el mejor camino es siempre aquel que Dios le marca a cada uno, pero que en todo caso el silencio, la oración y la soledad es uno de los mejores y tal vez objetivamente el mejor, infinitamente superior en todo caso a esta noria de ruidos que es el mundo”.

¿Este silencio del que hablamos es más importante que la acción?, ¿este silencio de contemplación y de recreación no demora nuestra salida de hacer lo que tenemos que hacer para que el mundo sea lo que está llamado a ser?, tal vez sea una de las preguntas más tramposas que aparecen en la espiritualidad.

¿Contemplación o acción?, es una disyuntiva falsa y a veces justificada desde el texto de María y Marta, donde Jesús le reprocha a Marta que está demasiado ocupada en la cosa de todos los días y que María eligió la parte mejor, entonces parece que elegir la parte mejor fuera solo disponerse a estar a los pies del maestro para escucharlo.

Que sea lo mejor no quiere decir que sea lo único, y la verdad que la espiritualidad cristiana ha desarrollado y mucho esta armonía entre oración y contemplación, entre silencio y acción.

Para los tiempos que corren nuestra tentación es más vincularnos al quehacer, porque desde el momento en que el mundo industrial le ganó espacio, desde el racionalismo, a la transformación de un mundo con las ciencias empíricas para cambiar la historia y hacerla a la medida de lo que el hombre verdaderamente puede ir conquistando, nosotros nos fuimos olvidando que verdaderamente el quehacer nuestro adquiere un significado recreativo de hacer algo importante, cuando lo hacemos en comunión con el que es la Palabra que le da sentido a todo.

El camino de oración lleva, cuando es verdadero camino de oración, a la acción.  

Cuando no es así, se trata de un quietismo falso, una evasión o una huida del mundo, cuando ese Dios con el que nos estamos vinculando no es el Dios que crea con la Palabra que comunica, sino que es un Dios que escapa, que no es el del Evangelio, entonces la oración se hace un opio, una evasión, un escapismo.

En los santos se ve muy claro que mientras más van adelantando en la oración, más atienden a las necesidades del prójimo, y en las más detalladas y delicadas realidades del prójimo.

El silencio es el aliado de la contemplación, y la acción bebe en el corazón del santo de todo lo que éste ha contemplado. “Contemplar para actuar”, decía Santo Domingo de Guzmán.

Se actúa lo que se contempla, se hace lo que se ve.

“Nosotros”, dice la Palabra, “hablamos de lo que hemos visto, de lo que hemos oído, de lo que tocamos con nuestras manos acerca de la Palabra de vida”.

Una acción verdaderamente significativa y transformante en la vida, es tal cuando la contemplación ha ganado el corazón y nace del silencio donde las palabras adquieren verdadero sentido, verdadero significado.

A esto te invita hoy la catequesis, a recrear tu espíritu desde el silencio, a contemplar para dejarte llevar por donde Dios te quiere llevar, a retomar el verdadero sentido de las cosas con una carga significativa nueva.

Que bella expresión tiene Madre Teresa de Calcuta cuando dice:  “el fruto del silencio es la oración, el fruto de la oración es la fe, el fruto de la fe es el amor, el fruto del amor es el servicio y el fruto del servicio es la paz”.