Programa 11: Mientras nos acercamos a la mitad del camino de nuestra vida

miércoles, 6 de junio de 2007
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Texto 1:

Hoy reflexionaremos sobre «la mitad del camino de nuestra vida», en ese «punto medio», tal vez cronológico, pero fundamentalmente existencial del proceso de crecimiento; en esa línea «fronteriza» en donde convergen y se entrecruzan las resoluciones más importantes que determinan toda la vida. Este “punto medio” que ya no es la juventud pero tampoco es la vejez aún. Es esa etapa que algunos llaman “madurez”.

Es en este período donde, decantadas las pasiones de la adolescencia y la juventud, se entra en el discernimiento de la responsabilidad de todo lo hecho y lo decidido en la propia vida, se realiza uno de los balances más serios de toda la historia personal.

Como el crecimiento es siempre movilizador y crítico porque vuelve, una y otra vez, a sacudir las mismas raíces, esta fase es también desestabilizadora. Todas las etapas tienen, más o menos, sus propios «movimientos». No simplemente las transiciones de una fase a otra son desestructurantes sino que, además, cada etapa tiene su propio dinamismo. La vida nunca es una fuerza estática. Por eso la madurez tiene también su propia «crisis».

Ya no es la erupción incontenible y desbordante de la adolescencia o de la juventud sino más bien son como las mareas que lentamente suben y bajan a su hora,  tocando toda la extensión de la playa y retirándose nuevamente, para nuevamente volver. Con el tiempo también llegará la crisis de la ancianidad, la cual será todavía menos perceptible en el paisaje, se asemejará a la mansedumbre del lago que en su superficie está sereno y transparen­te; sin embargo, en su mayor profundidad existe un lento y continuo movimiento, nunca sosegado, sin prisa y sin pausa, intentando buscar, por fin, la callada quietud de lo más hondo y escondido, allí donde el movimiento, de tan silencioso, se vuelve apacible, como la suavidad de una cuna que se mece serenando el sueño. Hasta que llegue el misterioso instante en que el movimiento y el descanso se identifiquen para siempre. El lago habrá encontrado definitivamente sus corrientes más subterráneas, las más abismales, las que siempre lo alimentaron secretamente, aquellas a las cuales siempre quiso volver…

En tanto se va recorriendo ese camino hacia la profundidad, la madurez nos sumerge en la «crisis del realismo»: Se han esfumado las «utopías ideales» de los proyectos y se ha pasado a la «realidad histórica» de las circunstancias. Esta transición no hay que entenderla como un cambio desde los «sueños» a las «concreciones» o, mucho menos, desde lo falso a lo verdadero, sino como una mirada distinta de la misma realidad, según las características psicológicas de cada etapa.

No es que se invalide todo lo anterior teniéndolo por poco adecuado sino que la misma experiencia ha ido mostrando las verdaderas posibilida­des que sus propios proyectos tenían en la realidad histórica de lo que a cada uno le ha tocado vivir. Esto no significa que la madurez contemple la realidad desde una perspectiva un tanto negativa o pesimista, sino que el voltaje de la adolescencia y de la juventud ha bajado y se comienza a percibir el entorno en sus verdaderas posibilidades y límites, con sus luces y sombras.

La realidad que, en ninguna etapa de la vida es la «ideal», recién en esta fase comienza a verse plenamente como tal. Comienza a experimentarse una mirada desapasionada de las cosas. La objetividad de la mente empieza a ser un hallazgo más lúcido y desapegado. La comprensión del corazón va principiando sus dilataciones más profundas e imperturbables. Todo esto se ahonda preparando la armonía que se nos puede regalar con la vejez.

Mientras tanto la madurez tiene la oscilación como de un péndulo y puede ser una medianía de la vida propicia para continuar la “otra mitad” con mayor empuje o puede ser también una inercia de la existencia que se instale mediocremente para que todo sea tal como ha sido, repitiéndose rutinariamente. Si la primera mitad ha dependido de muchas circunstancias para ser lo que ha sido; la otra mitad dependerá fundamentalmente lo que cada uno desee y decida para su vida.

La mitad de la vida no es un punto cronológico. Cada vida tiene una extensión determinada y limitada de tiempo que nos es concedido administrar. Nadie sabe, tal vez ya estemos en la “otra mitad” otorgada a nuestra vida. Quizás ya estemos en esa curva…

 

Texto 2:

En la crisis de la madurez se vuelven a re-pensar todas las motivaciones más hondas de las opciones que se han asumido, las modalidades que han tenido y los alcances con sus consecuencias. Es un período propicio para rectificar lo que afectó esencial o secundariamente al proceso de crecimiento, ensayar nuevas actitudes, cobrando experiencia de la lección del tiempo y re-optando lo que es fundamental y válido para nuestra vida en la continuación del camino. En la vida interior, éste es el momento espiritual que se puede dar como una «segunda conversión» tan intensa o más que la «primera».

Si se es dócil a la gracia, posteriormente sobrevendrá en la ancianidad, casi en los umbrales de la eternidad, la tercera y «última» conversión: La conversión «final». Será la más serena y también la más profunda, la que llegue a la sanación de las más recóndita raíces y la que purifique los últimos apegos e imperfecciones. El desprendimiento que produce es casi sin dolor porque ya no encuentra resistencia y lo que antes pudo habernos llegado mucho tiempo de elaboración espiritual, la gracia lo perfec­cionará sin demasiada tardanza. Esta última conversión ya no será como el fuego que devora y consume impetuosamente sino que como el fuego lento y suave, el que parece apagarse pero siempre está encendido; el fuego que purifica, el que termina haciendo cenizas todas las durezas.

Estas tres conversiones que van jalonando la vida espiritual -la «primera» de la edad temprana (cualquiera sean los años que tengamos, algunos la reciben no tan «temprano» en la vida); la «segunda» de la edad adulta (cuando coincide una cierta madurez humana con una cierta madurez espiritual) y la «tercera» (casi en el coronamiento del proceso)- son los tres «escalones» de las etapas de la vida interior en la espiral de ascenso que es el crecimiento.

 

Texto 3:

La crisis de la edad adulta cuando se la sostiene desde una vida espiritual cuidada se resuelve muy provechosamente. La madurez humana coincide con la madurez espiritual. Sin embargo, también puede ocurrir lo contrario, que sobrevenga una desorientación grande en la cual vayamos a la deriva.

Las tentaciones de la madurez son fuertes. Entre las más comunes podemos mencionar: La mediocridad; el hastío rutinario que lo erosiona todo; la tibieza espiritual, la aridez interior y la «instalación» en un punto fijo y muerto sin dinamismo de crecimiento; el estancamiento y el conformismo con las situaciones dadas; la pérdida de sensibilidad humana y espiritual; el escepticismo pesimista y el derrotismo desalentador; la autosuficien­cia para no pedir ayuda o dejarse acompañar; la indiferencia ante las advertencias de los que intentan acercarse; el dar respuesta ya hechas a todas nuestras actitudes; el abrir una brecha ante los demás levantando todas las defensas posibles para que el paso sea infranqueable; el hacerles ver a los otros que están a la distancia de las situaciones y que no les compete intervenir; la actitud de refugiarse en el aislamiento; el asumir el papel de «víctima» como un manera de centrar la atención y reclamar afecto; la incoherencia entre lo que decimos y hacemos; la inautenticidad; el cansancio y el hastío, la sensación continua de vacío, la impaciencia por todo; las tendencias depresivas cada vez más agudizadas; las frustra­ciones con su saldo de amarguras que todo lo envenenan y lo empañan; la rigidez en la dureza de los juicios para con los errores de los otros; el mirar lo que dejamos y añorarlo con tristeza; el deseo de recuperar todo lo entregado; los cambios que van apareciendo en la mente, en la memoria, en las percepción de las cosas y las transformaciones del cuerpo que ya no siente el mismo…

 

Texto 4:

Continuando con la enumeración de situaciones que caracterizan la crisis de la mitad de la vida podemos seguir mencionando: Las ansias obsesivas de querer que el tiempo se detenga y no pase; en algunos la desubica­ción ridícula de adoptar formas, vestimenta y expresiones que no van de acuerdo con la edad que tienen; las búsquedas posesivas de nuevas seguridades en lo material, en lo afectivo y en lo espiritual; el fomento de compensaciones y suplencias para aturdirse por dentro llenando vacíos internos; el miedo a volver a sufrir y dolerse con antiguas heridas no cerradas; la tendencia a interpretar la realidad desde la propia medida; el enraizar cada vez más los hábitos que favorecen nuestras tendencias menos trabajadas; el miedo fatal a la soledad con nosotros mismos; la ansiedad de llenarnos de cosas y funciones en la cual nos exterio­rizamos enajenán­donos; el enmascarar las situaciones conflictivas como si no existiesen; la incapacidad de dialogar profundamente; la manía de decir que «todo esta bien y perfecto» cuando se sabe todo lo contrario; el aparentar; el consolarnos pensando que no estamos tan mal y que otros son peores; el querer seguir cueste lo que cueste aunque sea sin motivacio­nes; el no poder prescindir de nosotros mismos dejando a otros el lugar; etc…

Estas son algunas de las muchísimas situaciones en que la adultez puede replegarse sobre sí misma hasta quebrarse por completo. Esta etapa que, generalmente, también se la denomina «madurez» tiene el mayor de los riesgos de optar por la inmadurez. En el “punto medio” de la vida -simplemente- o se sigue para adelante o se vuelve para atrás…

 

Texto 5:  

Llegados a este punto del proceso tenemos que darnos cuenta que el verdadero crecimiento humano es siempre una opción, un acto de libertad. Crecer es “querer crecer” y decidirse a ello. A esta altura del camino si no se quiere, no se crece y sólo se crece cuando se quiere.

Nuestra autonomía es tal que está en nuestras manos lo que queremos hacer de nosotros mismos. En esta etapa la experiencia vivida ya es suficiente como para hacernos optar lo que queremos ser y el modo en que lo queremos llevar a cabo. La gracia de Dios nunca va a violentar nuestras decisio­nes. La crisis de la adultez consiste en la verdad existencial de cada uno frente a sí, frente a los demás y frente a Dios.

En esta etapa se manifiesta, más que en cualquier otra, que crecer humanamente pasa por la libertad para ser señor de sí mismo y abrirse a la acción de la gracia. Mientras que en los procesos naturales se puede crecer indepen­diente de la voluntad personal – el crecimiento biológico no depende de nuestra libertad – en el crecimiento interior se patentiza que, lo fundamental del proceso humano, se determina por la voluntad de aquél que lo realiza. Esto no es para caer en un «voluntarismo» o remarcar una libertad humana capaz de desplazar la eficacia de la gracia de Dios, sino para hacer ver que el hombre crece como persona y, por lo tanto, desde su libertad. La gracia divina acompañará todo el proceso -antes, durante y después- sin anular las decisiones libres.

Pasada la etapa de la adultez, si se la ha elaborado armónicamente permitiendo el continuo crecimiento, se entra silenciosa y serenamente hacia la «apertura» del camino que se produce con la vejez. Esta etapa la tocaremos en la próxima emisión: La vejez como experiencia espiritual de la culminación de la existencia. En todo momento del camino se puede crecer…

 

Texto 6:

Para terminar es bueno darnos cuenta que la etapa de la “mitad de la vida” o la “mitad del camino” todos la recorremos, más allá de la extensión que tenga nuestro andar. Podemos no llegar a la madurez o la vejez; algunos se quedan solamente en la niñez, la adolescencia o juventud. Otros ni siquiera pasan del nacimiento. Lo cierto es que más allá de la medida de nuestro camino, siempre tenemos una “mitad” del recorrido. Incluso por breve que sea.

Siempre la “mitad del camino” se presenta como una nueva oportunidad y una renovada opción por otra conquista de la esperanza que nos empuja. Después de todo, mientras dure el camino, habrá que recorrerlo íntegramente. Mientras se nos concede el tiempo, tendremos la amorosa aventura de vivirlo.

La mitad del camino se nos brinda para que hagamos un alto, un descanso en la peregrinación y veamos el paisaje completo, contemplemos lo que dejamos atrás y alcemos la vista hacia horizonte. Después de todo -en la aventura espiritual- fundamentalmente se trata de aprender a vivir y (viviendo) de volver a ensayar, una y otra vez, el camino que nos es dado recorrer.

 

Eduardo Casas