14/04/2022 – Compartimos el primer retiro espiritual en este jueves santo:
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: «¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?». Jesús le respondió: «No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás». «No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!». Jesús le respondió: «Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte». «Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!». Jesús le dijo: «El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos». El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: «No todos ustedes están limpios». Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: «¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”. Jn 13,1-15
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: «¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?». Jesús le respondió: «No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás». «No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!». Jesús le respondió: «Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte». «Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!». Jesús le dijo: «El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos». El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: «No todos ustedes están limpios». Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: «¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”.
Jn 13,1-15
En la última Cena en el diálogo de Jesús y Pedro vemos cómo se derrama el don de la misericordia v cómo se gesta un corazón contrito y humillado. ¿Qué es la contrición del corazón por la gracia de la misericordia, y qué es la humildad? A veces nos representamos la humildad y la contrición como el fruto de un esfuerzo que nace de un arrepentimiento por el mal cometido, motivado por la culpa de haber faltado a lo que estaba mandado. Esta perspectiva culposa de la contrición y la supuesta humildad no es a la que nos invita la Palabra cuando habla de corazón contrito y humilde. La verdadera contrición y humildad nacen de un quebranto del corazón, fruto de una manifestación de la grandeza de Dios, que pone en evidencia nuestra pequeñez y pobreza. Es la Misericordia de Dios derramada sobre su pueblo la que genera en el hombre contrición y humildad. Tenemos muchos ejemplos de estos, como el caso del mismo Pedro, cuando en la pesca milagrosa se ve desbordado por la misericordia de Dios. La intervención prodigiosa de Jesús le viene a revelar su pobreza bajándolo del pedestal de creerse el mejor. Por eso exclama: ¡apártate de mí, Señor, soy un pecador! La humildad no es tanto una virtud moral sino más bien teológica.
El salmo 51, por ejemplo, fue escrito por David luego que Natán le revela el amor misericordioso de Dios y le pone de manifiesto la miseria con la que él había actuado al mandar a matar a Urías, el hitita, para quedarse con su mujer. Así, el gran rey David descubre su condición de miserable, cuando Dios, a través del profeta, le muestra su mala conducta. En todo los casos la delicadeza propia con la que Dios muestra lo que no está bien, deja un dulce dolor que nos permite salir de donde estamos embarrados con esperanzas a lo nuevo.
La contrición nos potencia a salir y rechazar lo que hicimos contra la alianza, habiéndolo asumido, no negándolo. Jesús tiene particular amor por los pecadores. De hecho, se sienta en su mesa. Jesús quiere poner luz y claridad para comenzar a limpiar la vida. Así sucede con Pedro.
Cuando el corazón humano se cansa de sí mismo y de repente Dios viene a su encuentro para revelarle el amor que tiene por el hombre, más allá de cómo el hombre está, se produce un rompimiento del corazón y ante la grandeza de Dios aparece, desde lo más profundo de nosotros, lo mejor que tenemos para dar. La contrición y la humildad como fruto de la grandeza de Dios que rompe el corazón endurecido, permite que desde adentro surja lo que estaba escondido. Un corazón roto, humilde y contrito, aceptándose como es en la presencia de Dios, trae el mejor fruto. Es como cuando rompemos la nuez para comer lo el fruto que está dentro Jesús quiere lo que está adentro, no cosas externas. Por eso dice misericordia y no sacrificios.
Jesús nos conduce a una transformación de vida, a una conversión, a un cambio desde lo profundo, de raíz, de corazón, de centralidad de vida. No es un cambio cualquiera el que busca el Señor, es como un trasplante de corazón, por eso dice el Señor les voy a arrancar el corazón de piedra y les voy a dar un corazón de carne. Dios toma la iniciativa y sabe lo que le pertenece: tu corazón tiene dueño, Dios. Por momentos Dios te suelta, como para que reflexiones y pegues la vuelta por tu propia decisión. Y otras veces te toma fuerte de la mano y te rescata, te arranca del lugar donde estás perdido y sin sentido, para devolverte la vida. Él viene a establecer un pacto de amor con nosotros, no quiere que nadie se pierda.
La conversión a la que invita Jesús es al Reino que viene: “Porque el Reino de Dios está cerca”, es decir, hay una propuesta de vida delante de ustedes a la que el Padre invita que se adhieran de todo corazón por lo cuál tienen que salir de ese modo que tienen de vivir, ese modo que tienen de actuar.
La conversión sólo se da cuando entendemos la propuesta del Reino de Jesús, si no entendemos la propuesta del Reino de Jesús vamos a tener “algunas acciones” que nos acercan más o menos a un modelo moral, ético, filosófico, de lo que entendemos es lo que Jesús nos dice, pero no estaremos entrando en esa corriente de vida a donde verdaderamente nos conduce Dios cuando nos llama a la conversión. Convertirse no es portarse un poco mejor, que sería cambiar una conducta. Convertirse es vivir desde Cristo una vida nueva que nace del vínculo con la persona de Jesús y la Vida que trae su mensaje. Esa Vida Nueva es un vino nuevo que necesita de un continente nuevo, un nuevo corazón que la contenga
El corazón que se le va a arrancar al pueblo es el corazón endurecido, el que se niega a Dios, el que resiste a Dios y a su proyecto, y el que se le va a implantar es el corazón de Jesús que late al ritmo de la voluntad del Padre. A éste camino lo llamamos “Penitencia Interior”. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: La Penitencia Interior es una reorientación radical de toda la vida, es un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión al mal con un sentimiento de repugnancia hacia las malas acciones que podemos haber cometido apartándonos del proyecto de Dios. Al mismo tiempo, la conversión interior o penitencia interior comprende el deseo y la resolución de vivir de una manera distinta.
La esperanza está puesta en Dios y su misericordia, en Dios y su iniciativa. Cuando vos te das cuenta que la cosa no va más, decís: tengo que cambiar. Pero después que intentaste una y otra vez y te das cuenta que no va, que a pesar del intento, no alcanza, que no llegas que te repetís, que en la misma piedra volvés a tropezar, tu temperamento, tu carácter, tus gestos, tus actitudes, tu forma de pensar, tus prejuicios, tus juicios apresurados, tu manera de vincularte a vos mismo y a los demás, tu intolerancia, cuando descubrimos que a pesar de todos los intentos no nos alcanza, entonces Dios dice: “Déjame que Yo ponga la mano. Déjame a mí que Yo puedo lo que vos no podés”.
La Conversión Interior es la que hace esto. No es un intento o un esfuerzo nuestro. Es una gracia de Dios que toma la iniciativa para cambiarnos: “Yo arrancaré un corazón de piedra, Yo les daré un corazón de carne”. ¿Qué es lo que te parece que tenés que cambiar por dentro? ¿Una tristeza, una mirada oscura hacia el futuro, un “no animarse” por miedo a fracasar? ¿Un derrotismo interior propio de experiencias de fracaso no elaboradas? ¿Un dejarte lavar y purificar por la gracia?