18/05/2022 – En el ciclo “Terapéutica de las enfermedades espirituales”, el padre Juan Ignacio Liébana continuó presentando otras virtudes para hacerle frente a las enfermedades espirituales. “Para las pasiones de la avaricia y la codicia, los Padres de la Iglesia recomiendan la virtud de la no posesión y la limosna. La característica fundamental de estas pasiones es la de ser insaciables, es decir, el deseo se acrecienta cuanto más se lo satisface. La virtud de la no posesión, austeridad o pobreza material, no consiste solo en no tener bienes, sino que, se trata, más bien, de una disposición interior, más que exterior, de una actitud espiritual respecto de las cosas. Ya que se puede no tener nada y estar atormentado por el espíritu de posesión y, a la inversa, se puede tener sin poseer, es decir, sin estar apegado a lo que se tiene. Interiormente, esta virtud se manifiesta en la ausencia de preocupación por los bienes. El término griego utilizado no significa solo limosna, sino también piedad y compasión. Se trata de una disposición interior permanente, más que una dádiva material. Ella debe hacerse de forma desinteresada, sin esperar ningún beneficio, sobre todo el que se deriva de la autosatisfacción. Ella supone la conciencia y el sentimiento de la unicidad del género humano, de la igualdad fundamental y de la solidaridad de todos los hombres. Por ello, debe darse indistintamente a cualquiera que la necesite o la pida, con independencia de la calidad, dignidad o mérito de quien la recibe”, dijo el sacerdote porteño que misiona en tierras santiagueñas.
“Para la tristeza, la propuesta gira hacia el duelo, la compunción y la alegría. La terapéutica de la tristeza, más que la de cualquier otra pasión, supone la conciencia de estar enfermo y la voluntad de sanar. No hay que confundir esta pasión con la tristeza virtuosa que consiste en el duelo, aflicción o compunción que se experimenta o se ejercita por estar separado o alejado de Dios, sintiéndose dolorosamente afectado a causa de su estado de caída en general o de sus pecados en particular. Virtud que lleva a llorar, no sólo sus faltas presentes y pasadas, conscientes e inconscientes, sino también las del prójimo alejado de Dios, entristeciéndose por sus pecados y flaquezas. El santo penitente, a la vez que llora por sí mismo, llora por la humanidad, no solo porque se siente culpable ante todos, por todos y por todo, sino también porque, en su gran compasión, se pone en el lugar de cada hombre pecador, experimenta todos sus males y carga con ellos. Se trata de una aflicción compasiva y solidaria con toda la humanidad. La compunción es un don de Dios que se debe pedir para recibirlo. Es la conciencia constante del estado de pecado en el que el hombre está sumido, no tanto el recuerdo de los pecados particulares, sino la conciencia de ser un pecador. El temor de Dios es una de las principales fuentes de la compunción y de las lágrimas”, acotó Juani.