Pérseo, héroe de las batallas por amor

viernes, 3 de junio de 2011
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1. Un regalo de bodas muy especial

Es bien sabido, por estos lugares, que Perseo es –lo que se dice un “semidios”– el hijo de una mortal llamada Dánae y del gran dios Zeus, el rey de cielo. A veces los dioses se enamoran de los mortales: el amor divino y humano se encuentran. El amor divino se hace humano y el humano, divino. Cruzan las fronteras. A Zeus le ha sucedido –en ocasiones- el enamorarse de seres mortales. En esta ocasión, una mujer llamada Dánae le correspondió, la cual era princesa. Su padre, el rey Acrisio, había recibido hace tiempo un oráculo que -algún día- su nieto lo mataría. Aterrorizado por ese futuro, apresó entonces a su hija, a pesar de la resistencia y la oposición de ella y expulsó, enérgicamente, a todos sus pretendientes para que nunca más regresaran.

El astuto y omnipotente Zeus amaba a Dánae y no estaba dispuesto a perderla. Entró mágicamente de una manera muy sutil en la prisión en la que estaba la joven. Los dioses tienen el poder de tomar formas de cosas, animales o personas según sean sus propósitos. El mayor dios del Olimpo, en esta oportunidad, adquirió la extraña y hermosa forma de lluvia de oro y cayó suavemente rodeando la prisión. La joven al advertir tan insólito fenómeno se acercó al pequeño respiradero que tenían las gruesas paredes pidiendo al cielo que esa mansa llovizna resplandeciente también a ella la tocara.  Inmediatamente las gotas de oro comenzaron a caer aún dentro de los muros de la prisión, bañándola completamente. Ella sintió que su cuerpo, por dentro, al contacto con la prodigiosa lluvia, experimentaba apaciblemente un dulce ardor. Pasado unos meses de aquél suceso que para la princesa, indudablemente, tenía el sello divino supo que el aguacero de lágrimas doradas le había hecho concebir un hijo al cual llamó Perseo.

Al descubrir el rey Acrisio que, a pesar de sus precauciones, llegaba al mundo su nieto, presa de temor y de rabia, cruelmente encerró a Dánae y a su hijo en un baúl de madera y los arrojó al mar, esperando que se ahogaran. La joven madre y su pequeño lloraban de desesperación e impotencia pero el rey no tuvo compasión de aquellos que llevaban su propia sangre. Los abandonó a merced de las olas estruendosas. El viento, soplaba reciamente y las turbulentas mareas agitaban de un lado el cofre que se convirtió para los desventurados en una especie de balsa. Dánae estrechaba fuertemente contra el pecho a su pequeño hijo, temiendo que alguna gigantesca ola los sepultase entre la abundante espuma.

Zeus, al saber que Dánae –la princesa de la cual perdidamente se había enamorado- estaba con su pequeño vástago perdida en el mar, libró nuevamente una silenciosa batalla contra el rey, enviando vientos suaves para que empujaran a la madre y a su hijo a través de las aguas hasta lograr desembocar despacio en la orilla de la playa. El arcón soportó todos los embates y felizmente -sin zozobrar- llegó a flotar tan cerca de una isla que quedó enganchado en las redes de un pescador, quien lo sacó y lo colocó sobre la playa. En esa isla reinaba el rey Polidectes, hermano del humilde pescador que había recogió el cofre.

El monarca de aquellas tierras al enterarse que su hermano había encontrado a una madre indefensa con su hijo recién nacido, recibió a Dánae y a Perseo ofreciéndoles refugio en su reino. El pescador era bondadoso y honrado y los protegió siempre, amparándolos continuamente mientras estaban residiendo en el castillo de su hermano ya que él, al ser tan pobre, no podía darles hospitalidad. A menudo los dioses marcan destinos diferentes para hermanos de una misma familia. En este caso, uno tiene el designio de un rey poderoso y otro el de un pescador pobre. Lo importante es que cada uno sea feliz con su propio camino. No siempre el que aparentemente tiene una vida más fácil y con mayores recursos es el que se siente más realizado.

El tiempo y los años transcurrieron tranquilos en aquella remota isla. Perseo creció saludable, fuerte y valiente. Su madre le reveló la verdad cuando el joven comenzó a preguntar quién era su padre y por qué no estaba junto a ellos. Nunca le ocultó nada. Le daba todas las respuestas en la medida en que su hijo lo solicitaba. No le respondía ni más, ni menos. Perseo se enteró así del sufrimiento de su madre abnegada y de que su padre era, nada menos, que el mayor de los dioses, Zeus. Extrañaba la presencia de un padre en su vida y se lamentaba que nunca lo hubiera conocido. Pensaba si el dios más importante algún día habría sentido el deseo de conocerlo o si hubo reparado en su humilde existencia, en aquél lugar perdido entre el vasto océano.   

Mientras tanto, en la sucesión de los días y las noches, el rey Polidectes comenzó a ver de otra forma a la todavía joven Dánae. A la vez a lo largo de esos años él logró enterarse que ella tenía sangre real y que era una legítima princesa. Ella empezó a sentirse incómoda por las continuas insinuaciones del rey. No le interesaba el poder de Polidectes que contrastaba con la humilde persona y el sencillo oficio de pescador de su hermano, el cual no tenía mayores pretensiones sino aquellas que le ofrece el aire fresco del mar cada mañana cuando salía a pescar.

El rey Polidectes ante las permanentes negativas de Dánae fue cada vez enfureciéndose más y sintiendo herido su propia autoestima por el sostenido rechazo. El soberano pensaba que el favor de salvar la vida de la madre y del hijo realizado hace algunos años, aún no se había retribuido con un merecido agradecimiento. Fue entonces cuando resolvió vengarse de la mujer, hiriéndola en el lugar en que más le duele a una madre. Tramó separarla definitivamente de su hijo. Dánae fue nuevamente herida por la crueldad de un rey. Primero su propio padre y luego el rey que le había dado asilo. Algunos hombres con poder suelen ser crueles con las mujeres, las convierten en víctimas fáciles de su desprecio.  

El rey malvado resolvió a enviar al joven Perseo a una peligrosa empresa en la cual, de seguro, fracasaría por la imposibilidad de tal empresa y no sería raro que hasta llegase a morir, lo cual era lo que pretendía. Una vez desaparecido el hijo, el monarca desposaría a Dánae quisiera o no e incluso podía afrentarla públicamente, con un merecido escarmiento, por sus continuos rechazos de permanente ingratitud.  

En su interior, el rey estuvo considerando largo tiempo cuál sería la más temeraria aventura que podía encomendar al muchacho. Por fin, habiendo escogido aquella que le pareció daría un fatal resultado, mandó llamar –sin que lo supiera su madre- al inocente Perseo. Llegado éste a Palacio, encontró al rey Polidectes sentado majestuosamente en su trono, con una mirada fría y distante.

-Perseo -dijo su majestad sonriéndole irónicamente- ya que has llegado a una edad madura y resultas diestro en el manejo de las armas, según me cuentan, quisiera encomendarte una singular misión para enfrentar uno de los mayores peligros que constantemente ha estado asechando mi reino.

El joven al escuchar semejante introducción, sintió un escalofrío por la espalda y presintió algo terrible.

-Dime rey cuál es dicha misión. Gustosamente la llevaré a cabo –contestó Perseo- mi madre y yo hemos recibido de ti y de tu hermano pescador muchos favores y estaré complacido de retribuir en algo tanta gratitud. Es verdad que ya soy adulto y me valgo por mí mismo. Empeñaré mi vida, mi honor y mi valentía para lograr el éxito del cometido. Quiero ser el orgullo de mi madre y deseo acatar obedientemente tu deseo.

-Gracias noble y gentil Perseo -respondió el rey- tengo que proponerte una hazaña que te convertirá, ante la memoria de los siglos, en un héroe valeroso y justo. No sé si sabes que he estado por años detrás de una mujer que no es digna de mis requerimientos ya que siempre me ha rechazado. Ahora, librado por fin de su desprecio, me casaré con una bella princesa, digna de mis cortejos. Se llama Hipodamia. En las celebraciones de las bodas reales, como son ocasiones extraordinarias, es costumbre hacer a la novia un regalo costoso y particular, de alguna notable y elegante curiosidad traída de países lejanos y exóticos. He estado últimamente un tanto perplejo pensando encontrar algo llamativo para una princesa de exquisito gusto y al fin se me ha ocurrido un particular obsequio que ningún otro pretendiente puede conseguir.

-¿Y puedo yo servir a su Majestad para procurárselo? -preguntó Perseo, descubriendo las intenciones de Polidectes.

-Cierto que puedes Perseo ya que eres extremadamente valiente -respondió el rey- el regalo de boda para la princesa Hipodamia quiero que sea el siguiente.

En ese momento, el soberano hizo un silencio de suspenso y desde lo alto de su trono y con una mirada penetrante, fijó su vista en el indefenso Perseo, sin admitir, por un instante, la posibilidad de una negativa.

-Quiero para mi princesa consorte –dijo el rey- la cabeza, horrible y espantosa, llena de serpientes, del monstruo llamado Medusa.

Al escuchar estas palabras Perseo experimentó la extraña sensación que estaba próximo su fin. En ese momento recordó el rostro y la voz de su madre que se confundía con la voz del destino. Sabía que no podía volver atrás. Ya nada podía detenerlo.

2. Una verdadera “misión imposible”

Cuando Perseo supo que el trofeo era la cabeza de aquél ser que llamaban la Górgona Medusa, en ese instante percibió un vértigo incontenible. Habiendo vivido de niño en el mar, tenía conocimiento que existían las “tres Górgonas”. Eran los más extraños y terribles monstruos que jamás se hayan visto. Estas temibles creaturas eran tres hermanas. Parece que tuvieron, alguna vez, una cierta semblanza de mujer pero se habían convertido en horribles dragones, monstruos marinos odiosos que,  en vez de cabellos, tenían un centenar de enormes serpientes vivas que nacían en sus cabezas, enroscándose, retorciéndose y sacando sus lenguas venenosas, abriendo sus bocas con aguijones, dientes y colmillos espantosamente largos; sus manos, eran de bronce y sus cuerpos estaban cubiertos de escamas duras e impenetrables. Tenían también alas magníficas. Cada pluma era de oro puro reluciente y resplandecían cuando las Górgonas volaban, iluminadas por la luz del sol, surcando el cielo con sus alaridos y estridentes gritos Un espectáculo majestuoso y terrorífico a la vez.

Cuando los mortales las veían relumbrando en las alturas, no se detenían a mirarlas sino que huían y se ocultaban velozmente. Temían ser mordidos por las serpientes, despedazados por sus horribles colmillos y  destrozados por sus garras de bronce. Todo esto encerraba demasiados peligros juntos; sin embargo, de ningún modo el que más había que evitar. Lo peor de estas abominables Górgonas era que si un pobre mortal, aunque no fuese más que una ligerísimamente vez, fijaba su mirada en sus horrorosos rostros, en aquél mismo instante, quedaba convertido en piedra o algunas veces en frío y duro mármol.  

Se dice que los corales del mar se han formado de la sangre de la Medusa y que las víboras venenosas del desierto han brotado de igual manera. Algunos afirman que no siempre la Medusa fue este monstruo espantoso sino que era una hermosa joven, sacerdotisa del templo de Atenea

, la diosa de la sabiduría. La Medusa fue raptada por el señor del mar,