Programa 13: La historia personal, “memoria” de Dios y de la gracia

martes, 19 de junio de 2007
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Texto 1:

Hoy vamos a reflexionar sobre nuestra vida en su conjunto -con sus diversos ciclos y etapas, sucesos y acontecimientos- vista como una historia personal, no como una narración continua de sucesivos hechos y acontecimientos que nos han ocurrido y de los cuales hemos sido protagonistas sino como una “historia” desde la fe, una oportunidad de salvación y de gracia que Dios nos concede y que va entretejiendo con su Providencia en medio de las circunstancias y desafíos que nos tocan vivir.

Tomaremos nuestra vida como un “relato” de fe, una “buena nueva”, una “buena noticia”, una “parábola” cuyo significado tenemos que intentar dilucidar. Veremos nuestra historia no sólo como una memoria personal sino como una “memoria de Dios y de su gracia”.

Consideraremos el misterio del tiempo celebrado en el breve fragmento de nuestra vida desde la fe, celebrando la misericordia de Dios para con nosotros. Dios tiene algo que decirnos con nuestra propia vida y sus circunstancias.

Somos -junto a Dios- artífices, protagonistas, hacedores y copartícipes, con nuestra propia libertad, de la vida que tenemos y de lo que elegimos. No somos victimas, ni cómplices. No somos marionetas de un argumento prefijado. También nosotros somos los autores principales del guión.

Desde la fe nuestra vida se lee como historia de salvación personal en la cual descubrimos el andar de Dios -con sus pasos- por nuestros senderos.  Hay que verlo allí donde antes no lo hemos visto. Dios siempre transita nuestro viaje.  Al reconocerlo en alguno de sus signos se nos regala una nueva mirada para discernir todo lo anterior. Hay que pedirle que nos otorgue un nuevo horizonte para interpretar el camino. Cada nuevo paso supone una nueva mirada sobre Dios y nosotros mismos. Tenemos que tratar de ver cuál es la imagen de Dios que se manifiesta en nuestra vida, experiencia, circunstancias y relaciones. Cuál es el nombre que le podemos dar al Dios concreto que se muestra en nuestra existencia, nos sale al paso y nos acompaña.

Nuestra propia historia es como una “palabra” de la Palabra de Dios, un eco que ha querido pronunciar en el tiempo. Toda  vida se vuelve anuncio, testimonio y profecía. Si la alabanza es la última palabra de toda la existencia cuando se la ve desde Dios, tenemos entonces que ensayar nuestro propio canto.

Es preciso “re-andar” nuevamente los caminos que nos han señalado el rumbo, interpretar la búsqueda de Dios y su pedagogía en las distintas etapas de nuestro peregrinar, disfrutando las diferentes «estaciones» de nuestra vida con sus diversos paisajes. Agradecer «el tiempo de la paciencia de Dios» (Rm 3,26) para con nosotros y discernir la gracia dispensada en cada tiempo, porque –como dice el libro del Eclesiástico en el Antiguo Testamento- tiene «su tiempo el nacer y su tiempo el morir… Su tiempo el llorar y su tiempo el reír… Su tiempo el buscar y su tiempo el perder… Su tiempo el hablar y su tiempo el callar. Su tiempo el amar»… (Eclo 3,1-8). Todo tiene su tiempo bajo el sol.

 

Texto 2:

Desde la mirada de Dios hay que orar cada tramo de la vida y comprender los «signos de los tiempos»  (Lc 13,54-56. Descubrir y bendecir los misteriosos y sorprendentes caminos de la providencia. Repasar las acciones de Dios, conocer la gracia de cada etapa y leer la «parábola» de nuestra existencia para aprender de su sabiduría. Recorrer la historia que Él ha hecho con nosotros y captar la gracia de los distintos momentos, ya que nuestra vida es como la es parábola que se nos relata en el Evangelio, la «Parábola de los obreros de la viña» invitados a trabajar en las diversas horas del día (Mt 20,1-16): Unos a la mañana, otros al mediodía, otros al atardecer y otros al declinar la jornada.

Nosotros somos los únicos obreros de nuestra viña. Cada «hora», cada “tiempo”, cada etapa o ciclo de nuestra vida ha tenido su gracia. A veces hemos estado como los primeros viñadores de la parábola, en otras ocasiones, como los últimos; pero siempre hemos tenido nuestra recompensa y nuestra paga. Cada uno va transitando el momento que le toca vivir con la esperanza de que es Dios el que lo ha invitado. Algunos están en la «mañana» de su vida y del encuentro con Dios (20,1-4); otros promedian el «mediodía», también hay quienes han comenzado la «tarde» (20,5); y quienes ya la terminan (20,6).

Lo importante es ver que cada período ha generado su proceso y su crecimiento. A cada tiempo se le ha concedido su salvación y el presente que se nos da, nos viene confiado para «recapi­tular» como en una «síntesis» de plenitud, toda la vida que nos ha tocado.

Cada momento del camino contiene la gracia de todas las otras etapas anteriores, si se las ha sabido vivir. Lo vivido no queda «pasado». Queda «asumido» y «potenciado», posibilitando una nueva y mayor consumación,  un crecimiento más expansivo e intensivo, capacitándonos para dar otro paso más. Ninguna etapa es perfecta. Ninguna vida humana es la ideal. Todas tienen sus luces y sombras, sus posibilidades y limitaciones. No hay que buscar la vida perfecta. Tampoco hay que sobrevivir de la propia vida, buscando los retazos para volverlos a unir después de tantos descuartizamientos. Sólo hay que encontrar la vida posible y vivirla lo más plenamente que se pueda. Hay que hacer continuamente un brindis con la vida y celebrarla festivamente.
 

Texto 3:

Toda la historia está como contenida en el presente, en la medida en que ese presente sea vivido. El «hoy» de nuestra vida es lo más importante. Todo tiempo es el tiempo presente. La manera de relacionarnos con este «hoy» será la posibilidad que tengamos de aceptar el pasado y disponernos al futuro.

El Apóstol Pablo Afirma: “Miren: Ahora es el momento favorable, ahora es el día de la salvación» (Rm 6,1-3). Vivir el «hoy» y, desde este presente de Dios y de nosotros, tomar toda nuestra vida y toda nuestra historia, haciéndola «memoria» de nuestra salvación.

No se trata de una «memoria psicológica» -como si fuera un repaso de meros recuerdos- sino de realizar una «memoria» renovada de la gracia de nuestro camino. Hay que guardar «memoria» de los acontecimientos para recrearlos nuevamente y así volver -una y otra vez- al significado de tales acontecimientos. Esto no es  simplemente retornar al  recuerdo, a la nostalgia o una nueva interpretación de lo sucedido sino, principalmente, recrear la vida de manera más intensa. Situarse -no en los recuerdos- sino en el vínculo con Dios, entrando más hondamente en el propio «corazón».

«Recordar» es más que volver a evocar sino «volver a hacer»;  revitalizar no sólo los hechos sino la fuerza que esas circunstancias tuvieron. Por algo se han vivido. Nadie vive en vano. Nadie vive “por que sí” lo que le toca vivir. Existe un secreto propósito por desentrañar. Nuestra propia vida tiene una lección para darnos. Algo debemos aprender de ella y también aprender de nosotros mismos en ella, de lo contrario no es posible ser más sabios: Se vive para crecer.

La «memoria» de los acontecimientos tendrá entonces la fuerza de lo vivido y ofrecido. Se experimentará el tiempo como «memorial», una prueba de la fidelidad de Dios conservando su amor. Si no revivimos así, el fuego se hace brasas que luego se vuelven frías cenizas. El fuego sólo se conserva con más fuego. El fuego que se aviva es fuego que perdura.

 

Texto 4:

Intentamos recapitular la historia como salvación para que acontezca nuevamente la gracia de cada momento; entrar en el «corazón» de la «memoria» y revivir cada paso importante, cada «Pascua»; interpretar las grandes «claves» de la existencia desde Dios, retomar esos «ejes» en nuestra vida que nos han marcado, actualizar las gracias y las circunstancias más importantes y significativas para que vuelvan a re-orientarnos, retornar a las fuentes de la vida y renovarnos, creer que es posible la «resurrección de la vida». La fe consiste en una sabiduría de crecimiento y un proyecto de Dios en nuestro propio proyecto de vida.

Dios guarda una gracia especial para cada uno y para este tiempo de nuestra vida personal. Aquí y ahora hay un don ofrecido. Hay que discernir ese don y «ponerle nombre». Este don conlleva muchos otros talentos que se desplegarán como un abanico de gracias. A medida que pasa el tiempo, la gracia que Dios va cobrando forma y fisonomía, se hace camino. Hay que disponerse a pedirla y recibirla, a transitarla y vivirla.

La salvación que Dios quiere para todos los hombres -y, por lo tanto, también para nosotros- es esencialmente histórica. Dios mismo se ha hecho peregrino con su Pueblo, recorrió las distintas etapas de la historia universal de la salvación. Con cada uno de nosotros re-edita ese mismo camino y esa marcha, reanuda esa misma Alianza. Nuestra fe en un Dios Encarnado nos enseña que la historia humana ha sido asumida por Dios definitivamente. Hay que interpretar en la fe toda historia humana, también la nuestra. En el Dios hecho hombre se encuentra la «medida» de todo tiempo humano: En él, toda «medida» humana encuentra su «medida» divina. 

Nuestro crecimiento y nuestra plenitud están allí en el misterio de nuestra común naturaleza humana con el Señor que nos permite entrar, por su Encarnación, en su misma comunión de vida. Hay algo de él que tenemos nosotros porque primero hubo algo de nosotros que asumió Él. La Encarna­ción nos ilumina el dinamismo del proceso humano como crecimiento integral.

 Todo el itinerario de la vida cristiana queda comprendido en este Plan artesanal, en esta orfebrería de Dios diseñando las circunstancias de cada vida humana, en las cuales la libertad de cada uno se jugará eligiendo responsablemente.  

Dios entreteje en su telar los hilos de nuestra existencia con los nudos de nuestra libertad entrelazándolos con otras vidas y circunstancias. En el tapiz de nuestra vida la mano de Dios y nuestra propia mano dibujan el diseño que quedará más completo hacia el final de nuestros días.                      

Mientras tanto hay que agradecer todo lo que hemos vivido, incluso las cosas que no somos conscientes y en las que Dios obró ciertamente. Hay que agradecer todo y siempre. La ingratitud es también un pecado. Hay que agradecer porque todo ha sido un don incluso aquello que nos hizo sufrir. Todo es un regalo en la vida. La misma vida es el principal regalo, siempre inmerecido, todo por agradecer y devolver.

 

Texto 5:

El crecimiento constante supone distintas etapas y tiempos, cada período tiene su propia gracia. La imagen y la experiencia de Dios van enriqueciéndose continua­mente. El crecimiento no es una obligación, ni tampoco un desmesurado perfeccionismo imposible de vivir. La vida es una constante tensión, siempre lanzada más allá en cual el crecimiento humano puede avanzar. Este dinamismo se llama «búsqueda» y más allá de todas las sinuosida­des y obstáculos del sendero, hay que abandonarse en el amparo de la misericordia.  Allí se contiene nuestra propia historia con su tiempo y su espacio.

A toda la «historia de salvación» personal le corresponde también una «geografía de la salvación». El tiempo y el espacio de nuestra propia redención. A ese “tiempo” y “espacio” le corresponde, además, como en un entrecruzamiento de hilos,  las diversas relaciones de la “providencia de los vínculos” que Dios le ha dado a nuestra vida. Nuestro “mapa” de relaciones.

Todas las personas que están y las que han estado en nuestra existencia, moldeándola con su presencia, tienen un secreto propósito de parte de Dios. Nadie entró y salió al acaso de nuestra vida. Todos nos han dejado algo. Todos se han llevado algo. Nadie ha permanecido igual. Todos hemos sentido el impacto de todos. Somos –lo que nuestros vínculos – nos han hecho ser. La identidad también se construye a través de las relaciones.

Al tiempo, al espacio y a los vínculos hay que contemplarlos desde la Alianza con Dios.En este amor de Alianza hay que reanudar todos nuestros caminos. Esta «Alianza de la vida» debe ser nuestra «memoria», el encuentro definitivo con el Dios de nuestra historia, con ese Dios que se ha hecho peregrino en nuestra existencia, andando nuestros mismos senderos y atajos.

Sin embargo, no basta con recibir la gracia de un camino. También hay que trabajarla. Hay que descubrir los modos de canalizar la gracia recibida. Ningún don de parte de Dios es  «instantáneo». Requiere de un proceso para la fecundidad de su desarrollo. En la medida en que se haga se discernirá más ampliamente la «fisonomía» de la gracia recibida.  Para trabajar la gracia es necesario tener fidelidad a lo recibido. Hay que dejar que el don de Dios se mueva en la libertad del Espíritu sin poner obstáculos, ni condicionamientos. Es imprescindible una actitud «activa», una constante y  permanente revisión, sin olvidar el ritmo lento que tienen las realidades más profundas, cuando empiezan a desperezarse para crecer. El proceso de crecimiento es siempre a lo largo plazo. Sin embargo, no hay decaer. Es necesario estar siempre de pie ante la propia vida.

 

Texto 6:

Si bien para nosotros lo vivido hasta ahora constituye un fragmento de tiempo humano importante; sin embargo, es meramente eso: Sólo un fragmento. Cada etapa es un nuevo comienzo. La historia habitualmente se convierte en una sucesión de fragmentos. No son retazos que se añaden sino que van entretejiendo el patrón de un tapiz que aún no terminamos de contemplar totalmente.

Nuestra historia ha tenido diversos vaivenes en el ritmo discontinuo y en el zigzagueante curso del devenir. Han existido distintas etapas, cada una con sus características. No hay ninguna que sea “la mejor” o “la peor”.

Si desde la sabiduría de la fe consideramos al tiempo, contemplaremos al Dios de la historia y a la historia de Dios entre nosotros. Nosotros creemos en el Dios de la historia del hombre. Tal es el Dios Encarnado.

De las sinuosidades y recodos del camino en las cuales a veces nos perdemos, escapamos del laberinto por alguna salida hacia arriba. Para los ojos de la fe, en los rasgos de la historia se delinean también los contornos de la eternidad. La “puerta angosta” de la que nos habla el Evangelio (Cfr. Mt 7,13-14) siempre se ensancha hacia arriba. Para nosotros, la historia es maestra. Es un signo de Dios para la fe. Una luz de la Providencia que nos conduce. Tenemos que aprender la lección de la historia recorrida. La esperanza es nuestra brújula.

Las etapas del camino son momentos fecundos, cierran y abren ciclos, se cambia de perspectiva aunque se siga en el mismo camino, se trazan nuevos senderos, se prometen otros futuros, se esparcen semillas generosas, se dibujan las utopías posibles, se sienten soplar vientos de atrevidos ímpetus y las fuerzas se alimentan de renovadas fuerzas. Éste es un buen comienzo para re-inventarse. Dios lo propone. Los sueños esperan que las promesas del camino se cumplan.

Hay un canto que el Profeta Isaías entona para el resurgimiento de su Pueblo al contemplar el “futuro” de Dios que llega. Escuchemos su canto que dice: “¡Levántate y resplandece, ya ha llegado tu luz y la gloria del Señor ha amanecido sobre ti! El Señor tu Dios te embellece. Aunque estabas herido en mi benevolencia te he tenido compasión. Estarán abiertas tus puertas de continuo; ni de día ni de noche se cerrarán para dejar entrar en ti los dones de todos. Yo soy el Señor tu Salvador, el que rescata. No será para ti ya nunca más el sol la luz del día, ni el resplandor de la luna te alumbrará de noche sino que tendrás al Señor por luz eterna y a Dios por tu hermosura. No se pondrá jamás tu sol, ni tu luna menguará. El Señor será para ti una luz eterna y se habrán acabado los días de tu luto” (Is 61, 1-22).

A cada uno nos toca administrar sabiamente el tiempo que -en préstamo- nos ha sido concedido, sabiendo que la medida otorgada es siempre diversa para todos. Como afirma tan bellamente la escritora argentina, Liliana Bodoc: “El tiempo no tiene una sino muchas ruedas. Una rueda para las criaturas de corazón lento y otra para las de corazón apresurado. Ruedas para las criaturas que envejecen lentamente, ruedas para las que se hacen viejas con el día. Digo esto porque hay quienes querrán saber cuánto tiempo transcurrió. Si me preguntan esto deberé responder que los hombres contaron cinco cosechas, el tiempo que lleva crecer a un niño. Pero deberé agregar que las luciérnagas contaron cientos y cientos de generaciones muertas, un tiempo perdido en sus memorias. Y que para la montaña transcurrió apenas un instante”[1].

La vida tiene para nosotros el movimiento de muchas ruedas. Algunos poseen el tiempo del niño, otros el de la luciérnaga y otros, el de la montaña. Distintos tiempos, distintas ruedas, distintos ritmos: Todos en un solo y gran movimiento que nos abarca y nos mece al unísono. Hay que renacer a la esperanza de vivir un tiempo nuevo. Volver otra vez a la vida y empezar nuevamente otra vez. Los años son sólo tiempo, lo importante es la vida.

 

Eduardo Casas



[1] Liliana Bodoc, “Los días de la sombra”.