Tánatos, el dios de la muerte

martes, 21 de junio de 2011
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1.Diversas inmortalidades

Sé que están ahí esperando una buena historia. ¡Hay tantas cosas por contar y tan sólo una vida para hacerlo! Por lo pronto, mientras cada uno va transitando el tiempo que le sido asignado, nos va llegando el día y la hora en la cual ponemos punto final al destino que tenemos marcado y escrito. No hay nada, ni nadie que pueda adelantar o retrasar ese momento. Todos los seres humanos que estamos en este mundo, confesamos humildemente, de esa manera, que somos simples mortales. En eso, todos somos iguales. La muerte tiene muchos nombres y un solo rostro. Muchas máscaras y una sola cara. Muchas muecas y un solo rictus: rígido y frío, violáceo y perpetuo.

Por estos lugares, a la muerte suave, la que no es brusca, ni violenta, la llaman Tánatos. Su toque es delicado, se lo percibe como un suspiro final, un hálito de adiós. Aunque su tacto resulte blando, su aspecto, sin embargo, inspira temor y respeto. Es un espectro oscuro, una creatura escalofriante que suele aparecer como un joven serio, triste y melancólico, con grandes alas opacas y una antorcha encendida que usa de manera invertida sosteniéndola en su mano. Lo acompaña una sombría mariposa que nos recuerda que la belleza goza de una vida muy breve. También se adorna con una corona para demostrar su señorío sobre todo viviente. Posee dos grandes y oscuras alas y una espada afilada, sujeta a su cinturón, con la cual pone corte a la existencia. Es un dios a veces frío y distante; otras, acongojado y lloroso. Se ha limitado a ser sólo una sombra, una fuerza oculta en la oscuridad, opacado por el terrible Hades, el señor del Inframundo y de los muertos. Es hijo de Nix, la noche y hermano gemelo de Hipnos, el dios del sueño. Ambos hermanos deliberan, por las noches, quién se llevará a cada mortal. Hipnos, cuando se esconde el sol, trata de imitar a su hermano mayor, otorgando a los seres humanos la dulce embriaguez del sueño que nos interrumpe la consciencia, por unas horas, para que así descansemos del mundo que nos circunda, de nosotros mismos y de nuestros propios fantasmas, siempre que no sigan habitando nuestras pesadillas.

Tánatos e Hipnos son muy trabajadores y veloces en su actuar. Nunca descansan. Nos hacen descansar a nosotros, ya sea en el reposo de cada noche o en el descanso final. Ellos están atareados cuando los mortales permanecemos sosegados. Zeus siempre les confía muchos trabajos.

Un día recibieron el encargo de transportar el cuerpo del rey Sarpedón, convertido en héroe después de morir en combate. El señor de los dioses, Zeus era su padre y le había concedido una vida que abarcara tres generaciones, ya que siendo humano no podía ser inmortal. Lo más próximo a la inmortalidad que encontró Zeus fue la longevidad. Una vez que el monarca murió, Zeus quiso que pudiera recibir la digna sepultura que merecía y se le reconociera aquella otra inmortalidad que nace de la memoria de los vivos. Fue profundo el dolor que tuvo Zeus al ver morir a su hijo. Le habían dado muerte en plena batalla. Los enemigos quisieron incluso arrebatar el cuerpo y ultrajarlo. Esa era una ofensa, no sólo para el rey, el cual murió con gloria, sino también para el mismo Zeus que lo dejó morir porque tal es la ley que rige a los humanos. Al menos ahora –muerto- deseaba honrarlo; por lo cual envío a Apolo, el glorioso dios del sol y la luz, a la llanura del combate para que purificara, allí mismo, la sangre y la memoria de su hijo. Para tal rito, le dio expresas instrucciones de cómo cuidar y venerar el cuerpo.

Con unción y dolor, en medio de un espeso silencio y del hedor de la sangre, la carne rasgada y los cuerpos mutilados en descomposición, el cadáver del héroe fue buscado, encontrando y levantado por Apolo. Lo halló ensangrentado, desgarrado y tirado. Lo llevó hasta el río para lavarlo, limpiarlo y purificarlo. Le sacó, con unción, el polvo y la sangre. Mientas hacía, con delicadeza, este oficio, lleno de silencio y veneración, pensaba en todas las historias y emociones que habían quedado registradas en la piel del rey, como huellas en la memoria de su cuerpo. Se tomó todo el tiempo necesario para curarlo, suavemente, una a una, todas las heridas, sin dejar vestigio alguno de los impactos. Las silenciosas lágrimas de Apolo caían en la piel rasgada y muda del soberano yaciente. Sobre las llagas, vertió ambrosía, el néctar de los dioses, con su particular y exquisito aroma. Por último, lo vistió para que luciera, como un inmortal, con espléndidos y nuevos ropajes olímpicos.

Blanqueada la piel y peinados los cabellos, lo recostó solemnemente -en una silenciosa ceremonia, llena de congoja- sobre un túmulo formado de piedras. El rey muerto parecía un joven que reposaba tranquilo después haber ganado la batalla. Allí Apolo se despidió con una reverencia y lo dejó.

En cuanto hubo terminado su misión, convocó a los dos hermanos, Hipnos y Tánatos, al Sueño y a la Muerte, quienes transportaron el cuerpo -en un carro de oro- con velocísimos caballos. El rey aunque estaba muerto, parecía –sin embargo- plácidamente dormido. El Sueño y la Muerte lo escoltaban en su cortejo y lo acompañaban sigilosos. Cuando llegaron a la puerta de la casa real, entregaron el cuerpo glorificado. Con procesiones, honras y lamentos, todo el pueblo le dio la merecida sepultura.

Así Zeus restituyó la gloria de aquél que no pudo ser inmortal en vida pero lo fue a partir de la muerte, perdurando -por siempre- en un honroso recuerdo agradecido.

A los hombres dignos se les otorga la inmortalidad del buen recuerdo perpetuándose en la memoria de todos. Hay inmortalidades que vienen por la longevidad. Hay otras que se nos conceden por la memoria viviente y algunas nos son dadas porque seguimos viviendo en las obras que hemos realizado y en el perdurable amor que hemos dado y recibido. N i el sueño del olvido, ni la desmemoria de la muerte pueden con ellos.
Hay quienes desean eternizarse en la juventud, la belleza o la salud. Todas fragilidades que no persisten en medio de la inseguridad de la existencia. Hay momentos en la vida en que nos creemos invencibles e inmortales, el paso del tiempo –luego sabiamente- nos libra de esa falsa ilusión.

2. La tentación de cambiar el destino

Tánatos, es un dios fiel y obediente: siempre acude a la cita. Ni siquiera actúa por sí mismo sino que todo lo ejecuta obedeciendo y cumpliendo el destino que las Moiras dictan a cada mortal. Ellas son las tres diosas del inexorable destino. Algunos las conocen como las Parcas. Vestidas con túnicas blancas, tienen en sus manos el poder de controlar y regular el delgado y quebradizo hilo de la vida de cada mortal. Para algunos, es corto y para otros, largo. La hebra del destino nos acompaña desde el nacimiento hasta la muerte e incluso en el más allá.

Los dioses también temen a las Moiras. El mismo Zeus está sujeto a ellas. No sabemos ciertamente hasta qué punto la vida de los dioses inmortales está afectada por los caprichos de las Moiras. Ellas son tres hermanas: Cloto, la hilandera, la que teje el cordón de la vida; Láquesis, la que echa las suertes y mide, minuciosamente, la extensión del hilo con su vara. También a veces lo anuda cuando parece cortarse en el momento que no es el indicado. Cada nudo señala una nueva oportunidad. Hay vidas que tienen muchos nudos. Hay otras que no. Por último, está Átropos, la más severa, seria e implacable: la que finalmente –con sus tijeras- corta la trama cuando llega el tiempo señalado.

Estas hermanas aparecen durante tres noches después de un nacimiento para que, entre las tres, puedan acordar y determinar el curso completo de esa vida. Cloto viene con su rueca; Láquesis, con una pluma o un mundo para determinar el peso de cada existencia y Átropos con una balanza y sus tijeras. La primera hila, la segunda, enrolla y la tercera, corta. Una preside el nacimiento; otra, el crecimiento y otra, la muerte.

Ellas son las hilanderas del destino, las que tejen y entretejen los hilos que sostienen el mundo y todas las vidas. La primera es joven y enrolla su hilo en un huso de oro. La segunda es madura y mide un trozo de hilo en su mano. La tercera es anciana y –con aspecto grave- tiene en sus manos un par de tijeras.

La joven, la madura y la anciana, las tres edades de la vida de todo mortal. El hilo, el metro y las tijeras: las tres herramientas para un mismo camino marcado. En todo destino humano participan, sin que se las llame, estas tres inseparables hermanas. No importe si uno muere joven, maduro o viejo. Son ellas las que -en cualquier edad humana- tienen nuestro hilo, lo extienden, lo miden y –finalmente- lo cortan.

En una ocasión el rey Admeto -que a pesar de ser un importante monarca- era como todos los seres humanos, un simple mortal y obtuvo del dios del sol, Apolo, la gracia de que las Moiras pudieran aceptar que -cuando el rey estuviera a punto de morir- pudiera ser reemplazado, en su destino, por cualquier persona que lo aceptara voluntariamente. Cuando llegó la ocasión, Apolo le prestó ayuda a Admeto, intentando convencer a las Moiras de que aplazasen el día predestinado. Como ellas se negaron, emborrachó a las Moiras y éstas accedieron a indultar a Admeto, siempre y cuando lograra encontrar a alguien que muriese en su lugar.

Se sabe que cuando el rey Admeto solicitó la mano de su prometida Alcestis, el padre de la joven para librarse de los numerosos pretendientes que ella tenía, declaró que le daría su hija a él sólo si ella ingresaba a su corte, espléndidamente, en un carro tirado por leones y jabalíes. Admeto aceptó y logró hacer posible la entrada triunfal de su prometida gracias a la ayuda de Apolo.

Los favores de los dioses nunca son desinteresados, ni gratuitos. Apolo pidió a cambio la vida de Admeto o, al menos, la de alguien que pudiera ofrecerla por él. El rey -como quería gozar del matrimonio acordado con la joven- pensó que sus ancianos padres tal vez quisieran morir en su lugar, ya que ellos ya habían hecho su vida y los padres –generalmente- hacen grandes sacrificios por sus hijos pero, para su sorpresa, a la vejez también le gusta aferrarse a la vida. Los ancianos pusieron excusas y se negaron, fue entonces Alcestis, la fiel esposa del rey, quien libremente se ofreció para morir en su lugar, por amor a él. Se entregó, como regalo de bodas y prueba de su amor, para salvar a su marido.

La muerte sacrificial en sustitución por la vida de otro y en lugar de otro, ciertamente es un acto de amor incomparable. Alcestis prefirió -más que vivir con su amor- morir por él. Admeto, al enterarse, intentó persuadir a Tánatos de que esperase a que a la joven le llegara su hora de manera natural. Este era un ruego lógico ya que Tánatos no tiene poder para adelantar, ni atrasar la hora señalada. Sin embargo, Tánatos, despiadado, se llevó, por adelantado, a la bella Alcestis porque había -de por medio- un pacto con el dios del sol y la luz, Apolo.

Tánatos se llevó –según lo pactado- a la joven enamorada al Inframundo. Mientras Alcestis descendía al lugar donde habitaban las sombras, Admeto descubrió que, sin ella, en realidad, no quería seguir viviendo. El destino de su amada le parecía más feliz en comparación del suplicio de su ausencia. A ella, en ese subterráneo lugar de sombras, ningún dolor la podía alcanzar.

Admeto, habiendo escapado a su destino y estando vivo, se sintió condenado a una pena perpetua. Duramente aprendió que no hay que intentar cambiar el destino, ni ir en su contra: es inútil. No hay que tentar lo establecido por las Moiras. No hay que seducir a la muerte intentando adelantar, atrasar o suplir nuestro único e irrepetible lugar en ella. Aunque sea un acto de amor para el que lo ofrece y se va, el que se queda, aunque respire, ya no vive. Sólo se vive cuando se está con la persona que amamos y nos ama. Cualquier otro sacrificio, aunque sea por un amor extremo, es siempre doloroso.

Habiendo encontrado el amor, se sintió –por ese pacto terrible- perdido para siempre. La ausencia del amor fue su mayor sacrificio. No pudo pertenecer nunca más a ningún lugar porque sólo podemos reconocernos verdaderamente plenos, allí donde hemos sido amados.

3. Una tribu de sueños

Otro de los famosos hijos de Nix, la diosa noche, se llama Moros, el dios del inminente destino por cumplirse o del designo ya realizado. Como su madre, Moros es también invisible y oscuro. Todos los dioses del cielo, de la tierra y de los infiernos, le están sometidos. Incluso Zeus, lo reconoce y se doblega ante su poder. Las leyes y las inflexibles sentencias del destino están escritas por Moros en un misterioso lugar. Los dioses saben dónde está ubicado y pueden acudir a consultar para saber el desenlace final de cualquier mortal. Allí está todo registrado. No basta con el que destino esté inapelablemente sentenciado sino que, en algún lugar, esté –además- imborrablemente escrito. En las antiguas páginas del Libro de Moros están escritos todos los nombres y sus destinos. Sólo los dioses y las servidoras del dios invisible, las tres Moiras, sus incondicionales ministras, tienen acceso a leer e interpretar las incontables páginas de la memoria del mundo: el libro de los destinos.

A veces creemos entrever algo de nuestro camino en el mundo premonitorio de los sueños. Allí donde interviene Morfeo, el dios de los sueños nocturnos, hijo de Hipnos, dios del sueño y de Nix. Hipnos es el padre, señor de los que duermen y Morfeo, el hijo, se le ha encomendado crear sueños con la única condición que los dioses que aparezcan en los sueños de los mortales tengan forma humana. Morfeo posee la increíble habilidad de recorrer el mundo una y otra vez, todas las noches, varias veces, volando con sus alas, fabricando fantasías que siembra en la mente de quienes descansan. Muchas veces mece en sus brazos a los que no concilian el sueño para que dulcemente se entreguen y puedan ser llevados a su vaporoso mundo. Si hace falta, hasta adquiere la apariencia de algún familiar cercano y afable para que el insomne pueda dormir con confianza.

Más que ningún otro dios reproduce diestramente el caminar, el porte y el sonido del hablar de los seres humanos. Añade, además, los vestidos y las palabras más usuales de cada cual. Imita perfectamente. Tiene dos hermanos, Fóbetor, el espíritu de oscuras alas que trae pesadillas, encargado de la aparición de animales en los sueños. Él mismo se transforma en cualquier fiera. El otro hermano, Fántaso, es el responsable de los objetos que aparecen en los sueños. Es capaz de convertirse en cualquier otra cosa.

También es conocida una tribu de dioses que se dedican a fabricar los más variados sueños. Aunque parezca inverosímil, hay fabricantes de sueños. Viven en cavernas. Los llaman “los Órinos”, divinidades que envían sueños a los mortales desde una de las dos puertas que hay en sus cavernas. Los sueños auténticos surgen de una puerta hecha de cuerno, los sueños falsos salen de una puerta hecha de marfil.

Los sueños son importantes para nosotros, los mortales, que padecemos la ignorancia de nuestro propio destino. Por eso apreciamos especialmente aquellos que resultan predictivos. Cuentan que cuando el rey Ceice, casado con Alcíone, se ahogó en el mar, su esposa, desesperada por la tardanza de su marido se quedó dormida y se enteró del trágico final de éste por medio de un sueño transmitido por Morfeo, el cual como mensajero de la noche, algunas veces –cuando es necesario- otorga sueños premonitores y proféticos. Al despertar, Alcíone, angustiada por el dolor, se lanzó al mar para morir con su amado.

Ciertamente la noche no solamente trae sueños y pesadillas sino, en algunos casos, llega con ella el toque suave de la muerte dado por Tánatos. La muerte violenta, en cambio, es poder de sus hermanas, amantes de la sangre, llamadas Kéres, asiduas al campo de batalla donde los seres humanos mueren en sus guerras. Ellas aparecen como espíritus femeninos de la muerte. Son hijas de Nix, seres oscuros, negras fatalidades, con dientes y garras, sedientas de sangre humana. Se las ve amenazadoras, sobrevuelan los campos de combate buscando heridos, moribundos y agonizantes. Con sus dientes blancos y sus ojos severos, aterradoramente se enfrentan a los yacientes, deseosas de beber su sangre, aún caliente. Tan pronto como agarran a un caído, lo aprietan con sus grandes garras y beben su sangre mientras hacen bajar el alma al reino de Hades. Cuando ya no queda gota alguna por succionar, lo arrojan –despiadadas- donde lo encontraron y se apresuran para regresar al tumulto de la batalla a proseguir su horrendo trabajo.

Las Kéres no están solas. Salen cuando las Horas se lo señalan. Las Horas son muy distintas de las Kéres quizás porque no son hijas de la Nix, la noche. Ellas son luminosas, diosas del orden, la ley y la justicia. Mantienen la estabilidad de la sociedad, señoras de la naturaleza, las estaciones y los diversos climas en la tierra. Son ministras de Zeus, vigilan las puertas del Olimpo y fomentan la fertilidad en los campos. Amables y benevolentes, bellas y saludables, llevan consigo los diferentes productos de las estaciones, se rodean de flores de colores vivos, abundante vegetación y otros símbolos de fecundidad. Como es Zeus quien tiene poder de reunir y dispersar a las nubes, las Horas sólo son sus servidoras. No poseen influencia sobre la sucesión de los momentos. Los seres humanos consideramos el paso del tiempo y de las estaciones, rápido o lento, según sea la danza que realizan, incesantemente, las Horas. Ellas acompañan las canciones de las Musas y el tañido de la lira de Apolo, el dios de la música.

Como fueron concebidas para fomentar la prosperidad de todo aquello que crece, aparecen como protectoras de la juventud y de los dioses recién nacidos. El número de las diosas Horas no está del todo establecido. Algunos afirman que hay muchas y otros, pocas, lo cierto es que casi siempre se nombra principalmente a tres y se sabe que son hijas de Zeus y Temis, la diosa de la justicia divina, la encargada de hacer cumplir los dictámenes de los dioses.

Las tres Horas principales son Eunómia, diosa de la ley, el buen orden, la disciplina y la legislación. Diké, diosa de la justicia moral. Preside la justicia humana, haciendo su madre, Temis, lo mismo con la justicia divina. Dicen que Diké nació mortal y que Zeus la situó en la tierra para mantener la justicia entre los seres humanos. Pero pronto se dio cuenta que la justicia humana era casi imposible; por lo tanto, la situó junto a él en el Olimpo. La última hermana, Eirene es la diosa de la paz, la plenitud y la abundancia.

Ellas rigen los tiempos humanos, los del mundo, la sociedad y la naturaleza. Para todos, las horas son iguales. Ellas viven bailando sobre el destino de las cosas humanas y divinas. Cuando llega el momento señalado, las Moiras le señalan a las Horas que se acabó la concesión del plazo y éstas avisan que es la última noche de quien ha sido elegido a Hipnos y éste le comunica a Tánatos que ya puede venir a buscar lo que es suyo porque las horas de ese mortal ya se han cumplido y consumido.

Todo este séquito que marcan los tiempos y el destino humano –Tánatos; Hipnos; Moros, los Óniros, las Moiras; las Kéres y las Horas- son algunos de los hijos de noche –Nix- la diosa y madre primordial que engendró, por sí misma, a estos y a otros hijos más. Hasta el mismo Zeus tiene respeto y temor de todos estos hijos de Nix porque no se les conoce padre alguno. La noche engendra por sí misma, en su vasto y oscuro seno, a sus propios engendros que la habitan. Los mortales conocemos a muchos de los hijos de la noche cuando nos visitan en sueños y pesadillas, llegando a las orillas de ese oscuro mar inconsciente que nos inunda por dentro. La negra noche -con su poder sobre la oscuridad- vigila lo que ocurre en su reino cuando, en la tierra, la luz del sol se apaga hasta llegada de la nueva luz.

No sólo el día tiene su noche, también la vida la tiene, la reconocemos en ese lento anochecer que llamamos vejez. Géras, que algunos apodan Senecto, es el genio y el espíritu de la vejez, compañero y preludio inevitable de Tánatos. Su opuesta, es Hebe, la diosa de la juventud. Él aparece a veces como un hombre encogido y arrugado y otras, como una triste mujer, apoyada en su bastón, mirando a un hondo pozo donde hay un reloj de arena.

Géras también es hijo de la Noche. Sólo los dioses están libres de su poder destructor que todo lo erosiona. Él tiene como aliado al tiempo, ese gran escultor, el que va marcando arrugas en el cuerpo y heridas en el alma. Los dioses respetan a Géras, reconocen y valoran su experiencia. Por eso le permiten morar en el Monte Olimpo. Él es quien pone punto final a todas las injusticias humanas, recordándonos que no somos eternos, ni perpetuamente bellos, ni jóvenes, ni saludables. Él descubre otras ocultas bellezas que no siempre se ven con los ojos. Se dice que sólo Afrodita, la diosa del amor, sabe cómo posponer sus inevitables efectos. Algunos dicen que ella tiene ciertos trucos y magia pero yo creo que sólo el amor verdadero es el único remedio que cura una vejez solitaria.

Un ejemplo de esto es la historia de Títono, un mortal que se convirtió el amante de la diosa Eos, la que algunos llaman Aurora. Ella le pidió a Zeus que le concediera la inmortalidad a su amado, la cual fue concedida. A Eos, sin embargo, se le olvidó pedir también la juventud eterna, de modo que Títono, aunque disfrutaba de la inmortalidad, sin embargo no estaba preservado de envejecer. Sólo se le había concedido no morir pero seguía envejeciendo igual. Con el paso de los años, fue haciéndose cada vez más viejo, encogido y arrugado. Títono se convirtió en una masa decrépita de huesos y piel que suplicaba morir algún día. La vida se le hacía tediosa y aburrida. Fue permanentemente envejeciendo, cada vez más, hasta hacerse casi irreconocible. A tal punto que terminó convirtiéndose en algo que no era: en una cigarra. Desde, entonces, cada vez que Eos se despierta, en cada aurora, llora produciendo -con sus lágrimas- el rocío matinal que aparece, muy temprano, cada mañana sobre el mundo. Su amado Títono, en recuerdo de ese amor, transformado en una cigarra, bebe las lágrimas de su amada, cada amanecer.

4. “Cada día me enfrento con la muerte” (1 Co 15, 31)

La psicología profunda habla de dos fuerzas básicas y primordiales. Una que nos empuja hacia la vida, la supervivencia, el amor, el deseo, la fuerza, la energía y el disfrute llamada “pulsión de vida”. La otra, es una fuerza contraria que se caracteriza por el impulso de abandonar la lucha por la vida, arrastrando al sufrimiento, al dolor, a la autodestrucción, a la negatividad y a la depresión. Se llama “pulsión de muerte”, la cual puede llegar a extremos patológicos como el masoquismo y el sadismo.

Las pulsiones son disposiciones básicas generadas por movimientos inconscientes. Toda nuestra existencia transcurre en una constante lucha entre estas dos pulsiones, la vida y la muerte, Eros y Tánatos como la llama la psicología.

No hay que confundir las pulsiones con los instintos. En el ámbito humano no hablamos –estrictamente- de instinto ya que éstos son una predeterminación biológica estructuralmente compleja del mundo animal. En las personas, en cambio, el instinto se sublima y se transforma en pulsión. El instinto es ciego, siempre igual: la pulsión, en cambio, aunque sea de origen inconsciente, no determina necesariamente, no anula la libertad.

La vida y la muerte, Eros y Tánatos, son fuerzas originales que se mueven y luchan dentro de nuestras profundidades.

El arquetipo de Tánatos alude a una muerte que no necesariamente es el “punto final” de la existencia. No tiene que ver con una energía oscura sino, al contrario, indica renovación, cambio, transmutación, rejuvenecimiento, renacimiento, resurgimiento, esperanza. En la vida, cada muerte genera una nueva posibilidad. Algo se transforma, se convierte, se transfigura, se recicla y se innova, como en una sucesiva evolución, una nueva resurrección. Esta simbiosis de la vida con un nuevo renacer, este engarce de eslabones haciendo una continua resurrección -ya que nada termina definitivamente sino que toda energía, incluso desde la ley física del universo, se transmuta- es un concepto de la fe cristiana.

Muerte y Resurrección son dos perspectivas del único Misterio Pascual. Jesús dice de sí “Yo soy la Resurrección y la Vida” (Jn 11,25). Él se ha dejado tragar por la muerte para devorarla desde dentro. La ha engullido y la ha devuelto. Ha regresado a la vida como Glorificado, como el Primero, el Primogénito de los Resucitados.

Para los cristianos, la muerte ya está definitivamente vencida y ha cancelado su deuda infinita (Cf Col 2,14). Con la muerte de Jesús, murió toda muerte. Incluso “la segunda muerte” de la cual habla el libro del Apocalipsis. El texto afirma: “Vi a los que habían muerto, grandes y pequeños, de pie delante del trono. Fueron abiertos los libros, y también fue abierto el Libro de la Vida; y los que habían muerto fueron juzgados de acuerdo con el contenido del Libro; cada uno según sus obras. El mar devolvió a los muertos que guardaba: la Muerte y el Abismo hicieron lo mismo y cada uno fue juzgado según sus obras. Entonces la Muerte y el Abismo fueron arrojados al estanque de fuego que es la segunda muerte” (20, 12-14).

Para la Biblia, esta “segunda muerte” es la reprobación definitiva de los actos realizados libremente. La “primera muerte”, en cambio, es aquella que todos vamos a gustar, la cual es un “paso”, forma parte de la Pascua del Señor. La muerte es un viaje, una peregrinación que aún tenemos que hacer en Aquél es el “Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6).

El libro del Apocalipsis dice que la Muerte ha sido vencida y que, un día, ya no existirá más (Cf. Ap 21,4). San Pablo afirma que la muerte ya no tiene aguijón para pincharnos (Cf. 1 Co 15,55). Es una consecuencia del pecado: el “precio del pecado es la muerte” (Rm 6,12; Cf. 1 Co 15,56) dice el mismo Apóstol. No sabemos cómo sería la humanidad sino hubiera pecado. Lo cierto es que la muerte y todas sus consecuencias, nacen del pecado. Jesús ha tenido la experiencia plena de la muerte sin haber pecado. En comunión total de solidaridad para con nosotros.

Cada uno tiene su camino y Jesús también ha tenido el suyo. Él ha sido coherente y fiel con su propia misión, la que le confió Dios, su Padre. En todas las religiones y filosofías se habla de un camino señalado para cada uno y de ciertos acontecimientos que parecen sucederse, encadenadamente, para que ese designio se lleve a cabo. Algunos lo llaman destino, karma, casualidad y causalidad, profecía que se cumple a sí misma, determinismo, cronicidad, Plan de Dios, Proyecto de salvación, Providencia o predestinación.

En la Biblia se afirma que “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2, 4) y que “nos eligió desde antes de la creación del mundo y determinó desde toda la eternidad que fuéramos sus hijos adoptivos” (Ef 1, 4-5) y “a los que de antemano conoció, también los destinó a ser como su Hijo, semejantes a Él. A los que eligió, los llamó y a los que llamó, los hizo justos y después les dará la gloria” (Rm 8, 29-30). Jesús mismo nos ha dicho: “Vengan, benditos de mi Padre, a tomar posesión del Reino que ha sido preparado para ustedes desde el principio del mundo” (Mt 25, 34); “ustedes no me eligieron a Mí; he sido Yo quien los he elegido a ustedes” (Jn 15, 16).

Lo que se llama “predestinación” -en el Nuevo Testamento- es una elección planeada por Dios desde antes de la Creación del mundo que será acabadamente manifiesta cuando Jesús regrese. La “predestinación” no tiene que ver con un destino ciego e irreformable que nos viene desde arriba y nos trata como marionetas que nada podemos hacer sino que es un encuentro entre la libertad de Dios y la nuestra. No somos títeres: nuestro libre albedrío forma parte del Plan providente de Dios, el cual sólo quiere el bien.

Como dice la Carta a los Efesios: “Bendito sea Dios, el Padre del Señor nuestro Jesucristo que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos escogió en Cristo, antes de la fundación del mundo, para que estuviéramos sin mancha delante de Él por el amor. Él nos ha predestinado para ser hijos adoptivos por Jesucristo” (Ef 1, 3-5).
Hay una elección de Dios desde antes de la creación del mundo. Lo cual no significa que ya estamos salvados. Somos libres de aceptar o no su gracia.

Muchos creen que la esencia de la predestinación es la omnisciencia divina, el pleno conocimiento que Dios tiene de todas las cosas, incluidas nuestras propias acciones libres. Dios, ciertamente, conoce lo que cada uno va a hacer y a elegir. Lo conoce porque lo vamos hacer. No es que lo hacemos porque Dios lo conoce de antemano. El conocimiento de Dios no nos quita la libertad, ni nos determina.

No existe un destino ciego y clausurado. El camino y la misión de cada uno son -como cada vida- irrepetibles. El designo eterno de Dios, no deroga nuestra libertad, la cual con sus acciones va construyendo nuestro andar.

Tánatos, el dios de la muerte y todo su séquito -Hipnos; Morfeo, Moros, Géras, los Óniros, las Moiras; las Kéres y las Horas- nos revelan el secreto de los sueños, la vida, la vejez, la enfermedad y la muerte.

Siempre tenemos que estar agradecidos. Pese a todo y en razón de todo, la vida continua siendo digna de ser plenamente vivida, hasta el último respiro, con intensidad. Nuestro viaje es un aprendizaje, aquí y en el más allá. Tánatos, la muerte y Jesús, la Vida y la Resurrección. Arquetipos, los mitos de ayer siguen vivos hoy.

Frases para pensar

1- “A los hombres dignos se les otorga la inmortalidad del buen recuerdo perpetuándose en la memoria de todos”.

2- “Hay quienes desean eternizarse en la juventud, la belleza o la salud. Todas fragilidades que no persisten en medio de la inseguridad de la existencia”.

3- “Hay momentos en la vida en que nos creemos invencibles e inmortales, el paso del tiempo –luego sabiamente- nos libra de esa falsa ilusión”.

4- “Sólo se vive cuando se está con la persona que amamos y nos ama. Cualquier otro sacrificio, aunque sea por un amor extremo, es siempre doloroso”.

5- “Sólo podemos reconocernos verdaderamente plenos, allí donde hemos sido amados”.

6- “En la vida, cada muerte genera una nueva posibilidad. Algo se transforma, se convierte, se transfigura, se recicla y se innova, como en una sucesiva evolución, una nueva resurrección”.