21/02/2023 –
Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará”. Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: “¿De qué hablaban en el camino?”. Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: “El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado”.
“Caminaron por Galilea y no quería que nadie lo supiese porque enseñaba a sus discípulos”
Jesús era muy popular en Galilea, pero una vez más intentaba pasar desapercibido. Probablemente esto se debiera al hecho de que su ministerio público entre ellos ya había terminado, y también, porque mientras se dirigía hacia Jerusalén, quería aprovechar todas las ocasiones posibles para seguir instruyendo a sus discípulos sobre la Cruz y las lecciones que de ella surgían, con el fin de que después de su resurrección ellos mismos estuvieran en condiciones de enseñar a otros.
“El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán, y resucitará”
Esta era la segunda vez que Jesús hablaba a sus discípulos abiertamente acerca de su inminente muerte y resurrección. Pero ellos, ni entendieron lo que les decía, ni querían pensar en ello. Sin embargo, el Señor se muestra insistente, enfrentándoles nuevamente con el hecho ineludible de la Cruz.
Por otro lado, cuando comparamos este nuevo anuncio con el anterior (Mr 8:31), vemos que se añade una frase: “El Hijo del Hombre será entregado”. Y nos surge la pregunta: ¿Quién entregaría a Cristo?
En primer lugar, se estaría refiriendo a “Judas Iscariote, el que le entregó” (Mr 3:19). Jesús ya sabía que en ese momento había entre ellos un hombre en cuyo corazón estaban anidando sentimientos malos contra él.
Pero si bien esto fue lo que ocurrió en un nivel humano, desde otra perspectiva, podríamos también decir que fue Dios mismo quien entregó a su propio Hijo, de acuerdo a un plan divino trazado desde la eternidad.
(Ro 8:32) “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?”
(Hch 2:23) “A éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole.”
“Ellos no entendían esta palabra, y tenían miedo de preguntarle”
Los discípulos no entendían cómo Jesús podía ser entregado en manos de hombres y morir. Durante meses le habían visto enfrentarse contra las fuerzas más hostiles de los demonios sin que pudieran hacerle nada, y de la misma manera, habían llegado a estar acostumbrados a ver su poder absoluto sobre las fuerzas incontroladas de la naturaleza. ¿Cómo podrían unos débiles hombres llevarlo a la muerte cuando ni una legión de demonios habían podido hacerle frente (Mr 5:2-14)? Para los discípulos, aquello de ser “entregado en manos de hombres”, implicaba debilidad e impotencia. Es como si les estuviera diciendo que iba a llegar un momento en el que sería incapaz de salvarse a sí mismo. Y todo esto, ni encajaba con lo que estaban acostumbrados a ver de Jesús, y mucho menos con el concepto que ellos tenían de cómo sería el Mesías.
Por supuesto, ningún hombre habría podido hacerle ningún daño a Jesús si él mismo no se lo hubiera permitido. Todos recordamos el momento cuando Judas, acompañado de una compañía de soldados y alguaciles de los principales sacerdotes y de los fariseos fueron a prender a Jesús, y sólo fue necesario que él dijera dos palabras para que todos ellos retrocedieran y cayeran a tierra (Jn 18:1-6). Esto nos recuerda una verdad complementaria a lo que antes decíamos: el Padre entregó a su Hijo, pero también el Hijo se entregó a sí mismo por los pecadores (Ga 2:20).
La cuestión fundamental, es que Cristo sabía perfectamente que imponer un Reino en base a su poder absoluto nunca llegaría a cambiar el corazón del hombre. Ocurriría lo que en muchas dictaduras de este mundo, donde los súbditos se muestran sumisos por temor, pero de ninguna manera aman a su dictador. Ese no era el camino para reconciliar al hombre con Dios, ni para cambiar su rebelión en amor y devoción. El Reino de Dios que Cristo había venido a instaurar en el corazón de los hombres no se podía basar en el poder, sino en el increíble amor de un Dios todopoderoso que es capaz de entregar a su propio Hijo para salvar a sus enemigos a fin de reconciliarlos con él.
En este mundo en el que se idolatra el poder, el anuncio que Jesús hizo de su muerte era incomprensible para los discípulos, y les resultaba absurdo y contradictorio.
El evangelista nos dice también que tenían miedo de preguntarle. Seguramente es porque lo que entendían no les gustaba y por eso no querían saber más de ello. Es como cuando una persona escucha el diagnóstico de su médico, y aunque no entiende bien todo lo que le está explicando, sospecha que no son buenas noticias y por esta razón tiene miedo de preguntar más. Así es como funciona la mente humana, incluso la de los creyentes: rechaza lo que no le gusta y se cierra para no saber más.
“En el camino habían disputado entre sí, quién había de ser el mayor”
Después del viaje privado, Jesús y sus discípulos llegaron a Cafarnaúm y entraron en casa, tal vez en la de Pedro, como en (Mr 1:29). Allí el Señor les preguntó por la discusión que habían mantenido entre ellos en el camino. Pero ante la pregunta de Jesús, los discípulos sintieron vergüenza y guardaron silencio. La razón para tal comportamiento era doble: por un lado, habían venido discutiendo en el camino, lo que no era propio de los discípulos de Jesús, y ellos lo sabían, pero por otro, el tema de su discusión trataba acerca de cuál de ellos iba a ser el mayor junto a Jesús, lo que ponía una vez más en evidencia que no habían escuchado lo que Jesús les había explicado acerca de la Cruz.
También nosotros podemos discutir con los hermanos por cosas que nos parecen totalmente legítimas y honradas, pero cuando pensamos en presentárselas al Señor en oración tal vez empezamos a verlas como mezquinas y la misma vergüenza que sentimos nos obliga a callar. Este es un principio que nos puede ayudar a discernir la dirección del Señor para nuestras vidas: ¿Puedo presentar en oración al Señor con confianza lo que estoy pensando hacer?
En cualquier caso, causa una profunda tristeza ver cómo Jesús iba hacia la Cruz mientras que sus discípulos discutían sobre cuál de ellos era el más importante. ¡Qué pronto habían olvidado el solemne anuncio que Jesús les había hecho acerca de su muerte! ¡Qué solo estaba el Señor en el camino a la Cruz! ¡Qué poco entendían la clase de Mesías que era Jesús! Se puede afirmar con seguridad que el hombre no ha aportado nada a esta Obra de salvación.
Pero una vez que hemos identificado el orgullo de los discípulos, será necesario que veamos también el nuestro, porque uno de los pecados más comunes de la naturaleza humana es precisamente este. ¿Quién habría imaginado que unos sencillos pescadores pudieran estar movidos por un deseo de encumbramiento personal cuando seguían a Jesús? Pero este mismo pensamiento está latente en todo corazón humano. Con frecuencia todos pensamos que merecemos más de lo que los demás nos dan. A veces escondemos este orgullo bajo el manto de una supuesta humildad, pero finalmente lo que queremos es que los demás se fijen en nosotros y nos valoren. Otras veces se manifiesta por medio de celos y envidias, que desembocan en amargas discusiones y conflictos.
Es éste un pecado terrible que arruina el alma, porque se opone al arrepentimiento y ahoga el amor fraternal. Además de ser un pecado profundamente arraigado en el corazón humano y que no desaparece con facilidad. Los mismos discípulos que recibieron la reprensión del Señor, volvieron al mismo tema de discusión la misma noche en la que Jesús fue entregado (Lc 22:24-30).
“Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servidor de todos”
El asunto era serio, así que Jesús “se sentó y llamó a los doce”. Tomando la posición de Maestro, comenzó a enseñar a sus discípulos acerca de la aptitud que ellos deberían adoptar hacia el poder y la autoridad cuando emprendieran la misión de anunciar el Reino de Dios en el mundo.
Tristemente, la historia ha demostrado la importancia de esta lección y lo mal aprendida que ha sido por una parte importante de la llamada “cristiandad”. ¡Cuántos abusos de poder y autoridad se han cometido en el nombre de Cristo! No es de extrañar que el mundo haya perdido el respeto por lo que considera manifestaciones incompatibles con lo que Cristo representó.
Nunca debemos olvidar que los valores del Reino de Cristo son completamente opuestos a los de este mundo. Jesús enseñó que se llega a la plenitud de la vida por medio de la negación de uno mismo (Mr 8:35), que el grano de trigo sólo da fruto si primero muere (Jn 12:24), que los pobres de espíritu son los bienaventurados y los herederos (Mt 5:3) y que una gran persona es la que sirve a los demás. Por el contrario, en el mundo, los primeros son los ricos, los poderosos, los fuertes.
Es necesario, por lo tanto, que si queremos seguir a Jesús, primero rompamos con los moldes de este mundo. Porque la grandeza en el Reino de Cristo no consiste en gobernar y recibir honores, sino en servir. No en buscar los primeros puestos, sino en ser los últimos. No en estar preocupados por el puesto que ocupo yo, sino en buscar que el otro ocupe un mejor puesto. No en buscar mi propio provecho, sino el de los demás.
Pero notemos que el Señor no dijo que el cristiano no debe ser una persona ambiciosa, lo que hizo fue encauzar adecuadamente esta ambición. En lugar del afán de protagonismo y preeminencia, el cristiano se debe distinguir por su ambición en servir a los demás.
En realidad, el Señor estaba enseñando un principio que no sólo es válido en el ámbito de su Reino, sino también en el mundo. Seguramente, muchas de las personas que nosotros recordamos con admiración, lo son por la disposición que tuvieron para servir a los demás y por sus aportaciones constructivas a la sociedad.
El Señor dio un ejemplo supremo de lo que estaba enseñando por medio de su propia vida, haciendo que esta lección sea inolvidable:
(Mr 10:45) “Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.”
Y nosotros somos exhortados a seguir su ejemplo:
“3.No hagan nada por rivalidad o vanagloria. Que cada uno tenga la humildad de creer que los otros son mejores que él mismo. 4. No busque nadie sus propios intereses, sino más bien preocúpese cada uno por los demás. 5. Tengan unos con otros las mismas disposiciones que estuvieron en Cristo Jesús: 6.El, siendo de condición divina, no se apegó a su igualdad con Dios, sino que se redujo a nada, 7.tomando la condición de servidor, y se hizo semejante a los hombres. Y encontrándose en la condición humana, 8.se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte en una cruz.”
Carta a los Filipenses, 2,3-8
“El que reciba en mi nombre a un niño como este, me recibe a mí”
A continuación, el Señor pasó a ilustrar su enseñanza. Para ello tomó a un niño en sus brazos mientras seguía hablando a sus discípulos.
Es interesante observar la frecuencia con que los evangelios mencionan la presencia de niños alrededor de Jesús y su amor por ellos. Cada vez que necesitaba un niño, allí había uno. Pero este aprecio de Jesús por los niños no era frecuente en la sociedad judía de su tiempo. En aquel entonces los niños eran considerados como “un proyecto de hombre”, y como tales, no eran tenidos muy en cuenta.
Por otro lado, si hay algo que caracteriza a un niño, es su dependencia de los adultos. Un niño no nos puede dar, siempre necesita cosas y cuidados. Entonces, ¿qué era lo que Jesús quería ilustrar por medio de aquel niño? El Señor estaba completando su enseñanza, y quería que les quedara claro que para llegar a ser grandes en el Reino de Dios, debían ponerse al servicio de los últimos de la sociedad; como los niños, que ni tienen riquezas, ni influencia, ni peso en el mundo.
Siempre somos dados a cultivar la amistad con aquellos que nos pueden hacer favores y que de alguna forma podemos sacar alguna utilidad de ellos, mientras que evitamos asociarnos con aquellos que sólo necesitan de nuestra ayuda y no nos pueden dar nada a cambio. Desgraciadamente el ser humano tiene esta tendencia. Pero Jesús nos enseña a buscar, no a los que nos pueden hacer favores, sino a aquellos a quienes nosotros se los podemos hacer. Preferiblemente a aquellos que no nos van a poder devolver lo que hagamos por ellos (Lc 14:12-14).
Ahora bien, “recibir a un niño en el nombre de Cristo”, nos hace pensar, no sólo en niños de corta edad, sino también en cualquier hermano o hermana, por muy sencillo y torpe que sea.
(Mt 25:31-46) “… en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.”
Cuando más adelante los apóstoles fueran enviados al mundo a predicar, deberían preocuparse por todos aquellos que a los ojos del mundo tal vez eran insignificantes. De esta forma, lo que hicieran por ellos, se lo estarían haciendo a Cristo mismo y al Padre que lo envió. Lo importante, por lo tanto, no eran ellos mismos como apóstoles, sino que su preocupación debería ser el honor y la gloria de Cristo. Y la forma de preocuparse por ello sería sirviendo a aquellas personas sencillas que poco o nada les podrían devolver.
En otra ocasión anterior (Mr 6:7-13), cuando Jesús los envió a predicar, les dio autoridad y les dijo que cualquiera que no les recibiera quedaría bajo el juicio de Dios. Tal vez no fueron capaces de enfocar esto correctamente y empezaron a pensar que ellos eran realmente importantes como apóstoles de Jesucristo. Pero lo que Cristo les estaba diciendo en este momento tenía que servir para rectificar cualquier falsa idea que se hubieran formado. En este caso, ya no eran ellos a los que había que recibir, sino a cualquier “niño”, y al hacerlo, estarían recibiendo a Cristo mismo.
La lección estaba clara: lo importante no era el niño, ni tampoco los apóstoles, sino Cristo, a quien de alguna manera éstos representaban en ambos casos.
Lamentablemente ellos no aprendieron la lección, y volveremos a verlos discutiendo sobre el mismo asunto más adelante (Mr 10:35-45). Y nosotros… ¿hemos aprendido la lección?