02/05/2023 – Hoy en Juan 10, 22-30, Jesús aparece hablando acerca de su condición de Buen Pastor y cómo quienes son parte de su rebaño saben distinguir su voz y seguirlo hasta donde él los conduce. Esta es la consigna para vivir este día guiados por su pastoreo.
Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno, y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón. Los judíos lo rodearon y le preguntaron: “¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente”. Jesús les respondió: “Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa”.
San Juan 10,22-30
El amor de las ovejas por su pastor es incondicional. Si escuchan la voz de su pastor la reconocen entre miles y se sienten confiadas, atraídas irresistiblemente. Han nacido en ese rebaño y han seguido a sus madres que seguían la voz del pastor; no conocen otra cosa que las confunda: la voz de su pastor es clara y única, un bien que moviliza instantáneamente los afectos de su corazón al unísono con el del rebaño entero. En las ovejas, la atracción ante la voz del Pastor tiene el plus del rebaño: cada una escucha y el rebaño entero escucha. Si alguna ovejita se retrasa un poco o no reconoce rápido al pastor, al ver que todo el rebaño reacciona, también la díscola se pliega fácilmente.
Somos suyos no hay que dudar. Cuando Jesús dice “Yo las conozco” esta afirmación tiene como contrapartida un “dejarnos conocer por El”. Dejarnos mirar por El, en eso consiste la oración. Más que en tratar de imaginarlo, confiar en que nos mira. Hacer actos de fe hasta que sintamos que somos suyos, que estamos en sus manos.
Si dudamos miremos el rebaño de los santos, de las personas que más queremos y que sentimos que ellos sí son de Jesús. Sentiremos que somos suyos nosotros también. No porque lo hayamos elegido nosotros a Él sino porque Él nos hizo nacer en su rebaño y somos suyos.
No porque no lo hayamos abandonado nunca sino porque Él en persona nos vino a buscar y nos rescató ¡y a qué precio!
Somos valiosos y valiosas para Él desde antes que lo supiéramos. ¡Es tan consolador saber que somos suyos! Podemos hacernos el test del ADN sin temores: somos hijos suyos, aunque nos hayan dicho otra cosa: “Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Cor 8, 6).
Cuando se trata de la Vida, el problema de la orfandad es el primero. La vida humana no es plena si nos sentimos huérfanos. Por eso el Señor afirma primero nuestra pertenencia. Pertenecer a su familia –la de su ser uno con el Padre y la familia de su Iglesia- hace a nuestra identidad. Es que a nadie le interesa vivir sino está seguro de su identidad, si no sabe quiénes son sus padres, su pueblo y sus hermanos. La vida humana es vida personal, no simples experiencias pasajeras. Vivir es poder decir “soy tuyo”, “soy de ustedes”. Vivir es tener quien nos diga “sos mío”, “sos de nuestra familia”, “sos de nuestro pueblo”.Por eso es tan injusta y terrible la exclusión. Es peor que la agresión, que al menos nos reconoce como sujetos con quiénes pelear. La exclusión, el dejar a la gente en la calle, el dejarlos morir solos en un hospital, el dejar que los chicos estén durmiendo drogados en las estaciones, es decirles “no son nuestros”, no sos mío, no sos de esta sociedad. Y ese negar la pertenencia y desconocer la identidad es peor que la muerte física. Es como la pena del destierro que los pueblos antiguos practicaban como castigo más severo que la muerte.
A anunciar este evangelio, esta buena noticia, somos enviados nosotros y tratamos de testimoniar esta filiación no solo con palabras sino con obras. Es por esto que el Señor, al decirnos que El nos da Vida eterna, Vida plena, habla de unidad. La Vida Plenamente humana es plenitud de relaciones y esto implica pertenencia, estar custodiados en sus manos, ser suyos y del Padre, estar incluidos en su amor. Y esta inclusión es un don –porque somos suyos- que debemos recibir con agradecimiento y cultivar activamente: escuchando su voz y siguiéndolo. Somos sus ovejas, ovejas de su rebaño y nos hacemos sus ovejas siguiendo su voz.
Escuchar la voz del buen pastor que resuena en toda palabra buena del evangelio y seguirlo poniendo en práctica “todo lo que El nos dice” es ser sus hijos eligiendo líbremente ser lo que somos por don.Se trata, como vemos, de una pequeña condición para un Bien tan grande como la Vida Plena. Ser suyos, escuchar con agrado su voz, seguirlo a El, donde quiera que vaya, y como nos recomienda nuestra Madre: “hacer todo tal cual El nos lo diga”
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