El arrepentimiento liberador

lunes, 12 de diciembre de 2011
image_pdfimage_print
El arrepentimiento trae una experiencia de alivio, una experiencia de darse cuenta, de poder mirarse con mayor claridad de lo que veníamos haciendo hasta ahora, no una experiencia de culpa ni de miedo al castigo, sino una experiencia de contraste entre un amor muy grande, como es el amor con que hemos sido creados y con el que somos amados y nuestra opacidad ante ese amor, nuestra dureza ante ese amor, nuestro no habernos dado cuenta de cuanto amor sostiene nuestra vida.

Entonces, si bien es cierto que propiamente Jesús no habla mucho del arrepentimiento, habla mucho del perdón, y podemos observar que las respuestas a las iniciativas de Jesús en los personajes que le rodean hablan de una liberación, hablan de una emoción que orilla o que realmente se identifica con el arrepentimiento, por ejemplo: es curioso cómo Pedro, una vez que lo escucha a Jesús y lo ve accionar se arroja a sus pies y le dice: “aléjate de mi Señor, porque soy un pecador”, Jesús no le había pedido a Pedro que se convirtiera, ni que tomara contacto con sus pecados, ni que se diera cuenta de sus errores, de sus sombras, de sus terquedades, de sus rigideces o de su violencia. Jesús simplemente ama y como consecuencia del encuentro con ese amor, como consecuencia del encuentro con esa misericordia liberadora, la respuesta de Pedro es arrojarse a sus pies y pedirle que se aleje. 

Inicialmente, en contraste con nuestras sombras, el amor profundo de Dios duele, casi se diría que molesta, pero no molesta porque tenemos miedo de ese amor, molesta porque duele darse cuenta de cuán alejados estamos viviendo de ese amor con que somos amados. Duele porque a veces sentimos que llegamos tarde, siempre sentimos que llegamos tarde, duele porque a veces arroja en el alma lágrimas de mucho dolor por haber errado, duele hasta que nos damos cuenta que el errar es tan propiamente humano, y nos vamos acostumbrando de alguna manera a soportar el dolor de nuestros propios pecados.

Pero siempre inmediatamente después este sentimiento es liberador, incluso tanto que muchas veces los pecadores no se animen ni siquiera a pedir, los grandes pecadores de la historia no se han animado ni siquiera a pedir para ellos la redención, sino simplemente, toman como un gran alivio y toman como un gran premio el haber podido ver y el haber podido darse cuenta, en ese contexto, el encontrarse con la verdad, el arrepentimiento, es una experiencia positiva.

Hay personas que pasan mucho tiempo sin una experiencia de arrepentimiento y a veces sin una experiencia y un sentido un sentido de arrepentimiento, muchos años, viven a la defensiva de ellos mismos en realidad, con sus con sus propios errores, sus propios aspectos sombríos, y básicamente se va deformando también la conciencia, hoy en nuestra sociedad no hay mucha conciencia de pecado, y en realidad tenemos una batería de argumentos para mantenernos siempre a la defensiva. Max Sheller decía que si alguien no se da cuenta de ningún pecado y por lo tanto piensa que no tiene nada de que arrepentirse sería o un Dios o una bestia, o un Dios porque se cree perfecto, o una bestia porque no tiene ya posibilidades de tomar conciencia de sus errores, de sus pecados, de sus carencias.

Cuando vivimos bajo la sombra de esta creencia de que no tenemos nada de que arrepentirnos, porque realmente a veces lo pensamos, frecuentemente vivimos escindidos de nuestro mundo interior y también escindidos de nuestros vínculos o escindidos también de las repercusiones que nuestras actitudes, o nuestros actos, o por nuestras opciones, tienen en los demás. Vivimos como en una burbuja, aislándonos, y al mismo tiempo también vivimos escindidos, con una tendencia a una independencia cada vez más peligrosa, de nuestros propios ideales.

¿En algún momento no he cumplido con mis obligaciones, o en un algún momento no he respondido positivamente a las expectativas que yo mismo generé, o no he estado a la altura de mis responsabilidades, o me he dejado dominar por intereses y necesidades egoístas que me volvieron tibio en mis compromisos?.

¿En algún momento apareció esa intolerancia que está agazapada debajo de mi alfombra, me complací en mi propia tristeza o me complací en el mal ajeno?.

¿En algún momento fui presa de la envidia o no viví mi entrega con alegría, o no puse paz, o esquivé la confianza, o no brindé seguridad?, en definitiva, ¿en algún momento pensé mal de alguien y en realidad me equivoqué, me apresuré en hacer interpretaciones sobre todo destructivas?.

¿En algún momento fui violento o agresivo con alguien, no pagué a quien corresponde lo justo?, ¿en algún momento o en alguna etapa de mi vida me prioricé primero yo, segundo yo y terceros los otros, en el mejor de los casos, porque a veces quedan en cuarto o quinto lugar?.

¿En algún momento herí por apresuramiento, por egoísmo, por orgullo, por soberbia, el corazón del otro o áreas muy sensibles, o áreas muy necesitadas del otro?. 

Es propio de quien se cree un Dios o de quien es una bestia, como decía Max Sheller, el pensar que no tenemos nada de que arrepentirnos.

El paso siguiente, cuando uno analiza fríamente sus propios errores, su falta de compromiso, sus tibiezas, su propio pecado, su propio error, su propia carencia, es hacerlo desde una perspectiva sobre todo espiritual, de cierto racionalismo, de pragmatismo: reconocemos, nos damos cuenta, porque no somos bestias, sabemos que no somos dioses y que somos seres errantes, pero realmente nuestro corazón está frío ante una experiencia arrepentimiento, y esto es porque lo que baja la temperatura de nuestro corazón, de esa experiencia liberadora de arrepentimiento son nuestras propias justificaciones.

Tenemos un menú, como cuando nos sentamos en un restaurante, nos sentamos en la mesa, abrimos el manual de argumentos y de justificaciones y vamos a encontrar un menú cada vez más variado, un menú cada vez más refinado de la más alta cocina psicológica y racional, para argumentar a favor nuestro, de alguna manera y evitar que la experiencia del arrepentimiento emerja, crezca y llene el corazón.

Hay otras reacciones ante los pecados y errores que se parecen al arrepentimiento, y se parecen mucho al arrepentimiento pero no tienen nada que ver con él, son los escrúpulos, la humillación, el perfeccionismo, los remordimientos, que son más bien enfermeras psicológicas o insanidades psicológicas; a lo mejor no constituyen una patología pero son señales de que hay cosas a las que prestarles atención, y pueden hacerle realmente mucho daño a las personas y también al entorno.

Quizás ustedes se hayan encontrado alguna vez con alguna persona que puede sentirse muy culpable por algo que les haya hecho, pero esa culpa no les sirve ni a esa persona ni a ustedes tampoco, porque esa culpa lo deprime y en vez de afeitarse y tender la cama se tira a la cama y queda centrado en su propio ombligo, pensando como pudo haber cometido semejantes equivocaciones.

Y la persona que es víctima de sus equivocaciones no recibe ninguna reparación, ni tampoco ningún pedido de disculpas, el vínculo queda igualmente dañado, es más, hasta empeorado, primero porque soportó una agresión o una carencia fuerte y después porque la persona queda más entrampada en sus propias culpas que realmente en la voluntad o en el deseo de reparar el daño que se hizo.

Concretamente eso pasa con la persona cuando está en un estado de egocentrismo, cuando está centrada en ella misma, bien podemos decirle: “no me sirve así tu culpa, a mí no me llega tu culpa”, de la misma manera podríamos poner nosotros a Dios en ese lugar, muchas veces las personas se sienten muy culpables por las cosas que han hecho, o por las que han dejado de hacer, pero el centro de ese torbellino emocional no es Dios, ni su proyecto, es él mismo.

El error, o el descubrir de alguna manera que se cometió un pecado o que se falló o que se fracasó golpea tan fuertemente nuestro amor propio, golpea tan fuertemente en nuestro perfeccionismo, que nuevamente quedamos hundidos ante la evidencia de nuestros fracasos, y lo que menos nos importa es Dios, es decir, cuenta poco Dios aquí, como cuenta a veces muy poco el otro.

Hay veces que es muy doloroso y trae mucha culpa reconocer que se equivocó con los hijos, pero hay padres que lamentablemente antes ese sólo dolor sucumben en un mar de remordimientos, y nuevamente vuelven abandonar a sus hijos, ahí se tuerce el arrepentimiento, cuando nos duele haber hecho cosas que nos parecen malas, pero sobre todo porque nos equivocamos fuertemente, porque no pudimos demostrar lo que somos, porque no respondimos a nuestros ideales, o porque nos sentimos incoherentes, los remordimientos nos paralizan tanto como por ejemplo los escrúpulos, que nos dejan centrados en nuestro propio ego y nos dejan centrados en el pasado.

Entonces el arrepentimiento, que tiene de alguna manera como tracción este ir hacia delante, rectificar un rumbo y marchar nuevamente se adelante, el arrepentimiento que es una corrección del rumbo, si se quiere, o una corrección del corazón, queda nuevamente desplazado. No hay un verdadero deseo de empezar de nuevo de la mano del Dios que ama y que perdona, o de la mano de aquel a quien herí, o a quien lastimé.

Los escrúpulos son reacciones que se producen en las personas que no pueden descubrir que son amadas y que son comprendidas, por distintas razones tienen en su corazón la exigencia de ser perfectos y no se admiten a si mismos ningún error, y eso les hace sentirse siempre en falta.

Y además no pueden diferenciar ni distinguir la gravedad de los actos, todo para ellos es grave, es tan grave lo leve como lo muy grave, y a veces en esa verdadera ensaladera donde no hay jerarquía de valores se siente muy mal por cosas pequeñas y en cambio cuelan verdaderamente el mosquito y se tragan el camello; porque viven llenos de amargura y de miedo a un castigo, a la destrucción.

Los escrúpulos es una forma de centrarse en el pecado y no en Dios, y por eso estamos llamados a fijar los ojos más en la luz que la oscuridad, lo que ocurre cuando fijamos los ojos en la luz es que también las sombras se hacen más nítidas.

La primera carta de Juan 1; 8 dice: “si decimos que no tenemos pecado nos engañamos, y la verdad no está en nosotros”, este versículo, pequeñito, escrito hace tanto tiempo, nos habla de que ya en los albores del cristianismo nos encontrábamos con esta tendencia en nuestra naturaleza a decir que no tenemos pecado, a negar la realidad del pecado nosotros.

Muchos siglos después Carl Young, un psicólogo, realiza todo su trabajo sobre la psique basado en esto, y también todo trabajo terapéutico, en el fondo se basa en esto, en trabajar sobre las defensas internas que tenemos, es decir, la defensa de nuestra conciencia para no ver nuestro pecado, Young lo llamaba nuestras sombras. “Lo grave no son nuestras sombras, la verdadera maldad no está en ellas sino en negarlas”, decía Young. 

Y pone un ejemplo escalofriante, en el que entrevista a un matrimonio cuyo hijo se había quitado la vida. Él trabajando con este matrimonio, con estos padres, se va dando cuenta de que el acceso al arma que le quitó la vida lo habían facilitado los padres, es decir que inconscientemente estos padres abrigaban un enojo, un fastidio tal hacia la vida de su hijo, que fueron disimuladamente, para su propia conciencia, disponiendo los medios para que este chico se encontrara con la escopeta que finalmente le quitó la vida.

Y ahí es cuando Young hace una reflexión acerca de lo siniestro que puede ser, no el odio al hijo, fíjense ustedes, sino la negación, es decir, el orgullo de nuestra propia conciencia.

Es muy interesante cuando él habla de esto, porque ese odio que probablemente tenía sus razones, sus motivos, sus causas, su intríngulis, sus nudos, se hubieran podido desanudar si no fuera porque esa conciencia una y otra vez se negaba a admitir. Los padres se creían excelentes padres, estaban convencidos de que le habían dado toda su hijo, de que lo habían amado entrañablemente, y en realidad, un oscuro y siniestro odio y resentimiento había ido tomando cuerpo de tal forma y con tal nivel de insanidad, que sus propias conciencias no se permitieron reconocerlo.

Entonces esta cuestión de: “si dices que no tienes pecado te estás engañando y la verdad no está en ti”, algo dicho con tanta sencillez y con tanta simpleza, no proviene de un dedo acusador que nos quiere someter, como muchas veces ha ocurrido y ocurre, no proviene de un autoritarismo que quiere tener la garantía de nuestra sumisión, sino que proviene de un sabio consejo para no errar la puntería en la vida.

A esto, en estos tiempos se le agrega un problema de lenguaje, tenemos un grave problema de lenguaje, y es que si nosotros a algo malo le cambiamos el nombre, pasa desapercibido también nuestra conciencia.

Supongamos: si yo le llamo autoestima al orgullo, el día de Montoto me voy a dar cuenta de que soy orgullosa u orgulloso, y por lo tanto ese orgullo sigue creciendo como un verdadero yuyo hasta convertirse en un árbol bastante difícil de erradicar. Pero es que el nuevo término, para muchas vivencias que tienen que ver con el orgullo es autoestima.

Si yo a la agresividad la llamo autenticidad, o le llamo sinceridad a la intolerancia. “Yo te soy sincero, mirá, no te soporto”, si yo a eso le llamo sinceridad, evidentemente vamos a tener serias dificultades para reconocer nuestras sombras.

Si yo al autoritarismo le llamo responsabilidad, es mi deber protegerte, es mi deber cuidarte, es mi deber hacer que las cosas se hagan con eficiencia, cuando en realidad el contenido de ese envase es un verdadero autoritarismo, voy a tener muchas dificultades para reconocerlo.

Si yo a la incapacidad de perdonar le pongo el nombre de justicia, como también circula mucho en los ámbitos sociales, “hay que hacer justicia”, mirá, huele a venganza esto, disculpame, nadie puede estar en el corazón del otro para conocer el ADN de esta plantita. Ese generalmente es el problema, dice Jesús: “crecen juntos la hierba y el trigo”, sino somos buenos catadores a veces es demasiado tarde, pero hay olorcito como a venganza, o a incapacidad de perdonar.

Si al descontrol le llamamos espontaneidad, y así la larga lista de nombres cambiados, acá en realidad no importan los nombres, porque ¿quién puede venir y decirme a mi si esto es espontaneidad o descontrol, justicia o venganza, agresividad o autenticidad, orgullo o autoestima?, ¿quién puede venir?, nadie. En realidad en el fondo sólo Dios escudriña nuestros corazones, y es por eso que tenemos que ir hacia la luz, abrigamos a la sombra de sus alas luminosas, o ponernos bajo la sombra del espíritu, tibias, que no encandilan, para poder tomar contacto realmente con la vivencia, con el corazón, que era lo que tanto le interesaba Jesús. 

No le interesaba solamente el adulterio, sino el deseo que llevaba el adulterio, no le interesaba solamente el asesinato, sino el deseo que nos lleva al asesinato, el odio, el egoísmo, todo lo que brota del hombre nace en ese terreno que es el corazón, y para atajar las cosas a tiempo es realmente necesario que nos demos cuenta, seamos honestos, y encontremos en todo caso más que la palabra, el saborcito justo, el poder reconocer si esto que habita en mi es bueno o es malo.

Ahora tenemos un problema con los nombres que les damos a las cosas, los disfraces, estamos en una cultura sumamente permisiva, hedonista, con muy poca sensibilidad al pecado, con mucho argumento defensivo.

Es comprensible, es una reacción totalmente comprensible a una época extremadamente escrupulosa y competitiva, muy llena de juicios morales agresivos, violentos, era una sociedad muy dura, ahora nos hemos ido al otro extremo, demasiado blandengue somos para trazar de alguna manera el límite, no te digo la línea, porque el bien y el mal no siempre se dividen con tanta claridad, por lo menos para nuestro entendimiento, pero tampoco podemos caer en un relativismo como en que a veces caemos.

Vos podés tener muchos puntos de vista sobre la montaña Everest, incluso pueden haber miles y miles de imágenes del Everest, dependiendo de los distintos puntos de vista de los fotógrafos, no existe “la imagen” del Everest, porque el punto de vista es la vista de un punto, nada más, pero no podés decir que el Everest es el Aconcagua, o no podés decir que el Aconcagua es el Everest.

Todas las relativizaciones que hacemos encuentran una frontera en la realidad, y es allí donde comienza la luz y el entendimiento que estamos proponiendo.

Fijate que en esto de comenzar a darle vuelta a las cosas podríamos decir que los escrupulosos o que los culpógenos hacen todo lo contrario, no es que le llamen autenticidad a la agresividad, sino que al revés, le llaman agresividad a toda manifestación auténtica de su alma, de su ser, no es que le llamen autoestima al orgullo, sino al revés, que a toda expresión de autoestima le llaman orgullo, no es que le llaman responsabilidad al autoritarismo, sino al revés, pero hay una cosa en la que cambian las palabras, y es que no pueden darse cuenta de que son escrupulosos, y que están permanentemente torturándose con su pecado y angustiado por sus faltas y maltratándose y acusándose a sí mismos en su interior.

En realidad a ellos les sucede lo mismo, porque les cuesta reconocer que son escrupulosos y consideran que lo suyo es simplemente un deseo de perfección o de honestidad, es decir, están tan adheridos a esa forma, que es orgullo, de conciencia escrupulosa, que no hay forma de hacerle ver que lo de ellos no es humildad, ni siquiera realismo, ni tampoco es claridad de pensamiento, ni agudeza de inteligencia, sino que realmente es orgullo.

Vamos, seamos honestos en estos tiempos que se acercan, preparándonos para la Navidad, te propongo que nos miremos de frente con nuestras debilidades y les pongamos el nombre que les corresponda, y sería bueno incluso que los escribiéramos, “algunas veces traté mal a fulanito o menganito, fui cortante, fui poco amable, es cierto, fui agresivo, algunas veces me quedé con cosas que no son mías, es cierto, robé, a veces me enganché chusmeando y criticando a determinadas personas, es cierto, murmuré, ahora ¿queremos realmente liberarnos de esos inquilinos en nuestro corazón?, ¿porque sabe lo que pasa? Le vamos tomando el gustito al pecado, nos vamos acostumbrando y nos vamos acomodando y estén atentos y vigilantes, porque no saben en que momento asaltará el ladrón.

¿El ladrón es la muerte?, no, no solamente, el ladrón a veces son los manzanazos, los duraznazos que nos caen de este árbol que es el pecado, sobre nuestra cabeza, muchas veces hay que comenzar pidiéndole a Dios el deseo de reconocer lo que contradice su plan para la propia vida, porque eso es otra cosa, hay gente que tiene Dios pero no quiere que ese Dios tenga un plan o que tenga un proyecto para la humanidad.

Quiero un Dios a mi medida, no quiero un Dios con proyectos, quiero un Dios con palabra, quiero un Dios mudo, no sordo pero si mudo, que no me diga lo que tengo que hacer.

Entonces por más que vas a misa y por más que me considere una cristiana comprometida o un cristiano comprometido, en realidad Dios me interesa poco y nada, en realidad no estoy buscándolo. Y así, como voy a misa y cumplo con todos los ritos, incluso me confieso, en el fondo no estoy buscando Dios y mientras rezo puedo incluso tramar y urdir las estrategias de venganza o de rivalidad más duras que se puede uno imaginar, o estar planeando destruir a alguien, o maquinando cómo dominar a otros, o alimentando odio, o pensando en el propio bien sin mirar en las consecuencias, o regodearme en algún prohibido placer, o mantener oscuros secretos sin ningún deseo real de cambiar, mientras me considero una persona cristiana, que va a misa, que ora, y que hablo muy bien de Dios, pero en mi corazón, en la verdad secreta de mi interior, en realidad no lo estoy buscando.

Y es ahí, en esas intenciones escondidas, donde quiere entrar el Espíritu Santo, y es eso lo que a Jesús le interesa, porque todo lo demás puede ser una coraza, pura apariencia, y porque muchas veces la porquería realmente se disfraza de buenas obras. Hasta el mismo Satanás se viste de ángel de luz, dice la Carta a los Corintios, la Segunda Carta los Corintios.

Entonces si no hay conversión, que es integración, ser santo es integración, es poder reconocer, poder caminar por nuestra propia vida interna y externa con cierta lucidez, con cierta madurez, y si no se trata de que haya integración y conversión, no hay felicidad.

Si no permito que el Espíritu Santo entre allí en lo más secreto, en las intenciones ocultas, que además me mueven, me sujetan y me atan, si no permito que el Espíritu Santo me haga ver la falsedad de mis intenciones, si me las creo, si no me dispongo a permitir que el Señor me cambie, si no pudo cambiar, es importante que reconozca que eso no es bueno, lo que me pasa, lo que hay adentro mío, es bueno que lo reconozca, porque de esa manera incluso en diálogo con Dios, que siempre me perdona, por lo menos voy a poder encontrarle un sentido a ese mal que hay en mi vida, me va a servir por ejemplo para comprender a los demás, para ser más compasivo, para ser más solidario, para ser más humilde.

Cuando nos engañamos pensando que nuestros defectos son chiquititos e insignificantes, pero que en realidad los verdaderos defectos los tienen los demás, no aprendemos nada de nadie, y por supuesto no podemos ser ni pacientes, ni comprensivos, y si lo somos, cada vez nos va a costar más.

Como voy a tener paciencia si yo considero que siempre los defectos están afuera, es muy difícil llevar semejante carga, en algún momento voy a estallar, de manera que si no reconocemos y nos arrepentimos de nuestro propio mal, del mal que habita en nosotros, de nuestras propias sombras, ni siquiera nos sirven para entrar en diálogo real con la verdad en nosotros mismos, y mucho menos con la verdad de Dios.

Dios en su ternura cuando perdona no llama a la penitencia sino a la fiesta, pero es bueno pensar en la penitencia como el baño tranquilo y calentito que uno se da antes de ponerse el vestido de fiesta, antes de ir a la fiesta, así que la penitencia es ya un anticipo de las fiestas.

Una vez que nos descubrimos tal como somos, ¿cómo salimos de esto?, una muy buena iniciativa sería, por ejemplo, buscarse un buen confesor y hacer una buena confesión.