13/11/2024 – Jesús nos enseña que, como siervos de Dios, nuestra misión es darlo todo, reconociendo que todo es don suyo. Al cumplir con humildad y amor nuestros deberes, no buscamos recompensas, sino la satisfacción de hacer su voluntad. El verdadero servicio nace de un encuentro sincero con Cristo, que nos transforma y nos lleva a amar por el puro deseo de hacer el bien.
Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea. Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!”.Al verlos, Jesús les dijo: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”. Y en el camino quedaron purificados.Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano.Jesús le dijo entonces: “¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”. Y agregó: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado”. San Lucas 17,11-19
Nos relata el evangelio el milagro que Jesús realiza en favor de diez leprosos suplicantes. Mientras se dirigían a presentarse a los sacerdotes, como lo prescribía la Ley y Jesús se los había recordado, se encontraron súbitamente curados. Sólo uno de ellos, y para colmo un extranjero, volvió sobre sus pasos con el objeto de agradecerle al Señor su curación.
Todos nosotros nos sentimos de alguna manera representados en aquellos diez enfermos del evangelio, enfermos , todos nosotros tenemos algo de leprosos, todos nosotros debemos repetir cada día, y lo decimos en la Santa Misa: “Señor, ten piedad de nosotros”.
Como aquellos leprosos, también nosotros hemos experimentado los beneficios de Dios. Él es el único que sabe dar en plenitud; sus dones no presuponen nada previo, da por pura generosidad. Hoy es una ocasión para reavivar el recuerdo, la memoria de los beneficios de Dios. Beneficios divinos son las maravillas que el Señor obró ya para nosotros desde las remotas épocas del Antiguo Testamento, liberando a su pueblo de la servidumbre de Egipto, alimentándolo en su caminar por el desierto, guiándole en su entrada en la tierra prometida… Beneficios divinos son también para nosotros las maravillas que Dios obró en el Nuevo Testamento, la Encarnación del Verbo, sobre todo, pero también la enseñanza de su doctrina,- la instauración de los sacramentos para la santificación de los hombres… Beneficios que no por generales se pierden en las brumas del anonimato, no por universales dejan de afectarnos personalmente.
“Me amó y se entregó por mí”, dijo San Pablo. Cristo no hubiera rehusado hacer por mí solo lo que hizo por todos. Más aún, porque era Dios, se acordó de mí en particular, me tuvo presente, me curó en los leprosos, cargó mis pecados sobre sus hombros en Getsemaní, clavado en la cruz se ofreció por mí de manera personal, al dejar caer agua y sangre de su costado atravesado por la lanza pensó concretamente en el agua de mi, bautismo y en la sangre de mi Eucaristía. A ese cúmulo de beneficios generales que hemos recibido de Dios, agreguemos los intransferiblemente individuales: la familia que nos dio, esta patria generosa que nos regaló, las cualidades peculiares con que nos dotó… Es una larga historia de amor, una historia de generosidad sobreabundante. Lo que pasa es que fácilmente nos acostumbramos a sus beneficios, nos acostumbramos a ver salir el sol todos los días, perdemos el sentido de lo original, de la novedad de los dones cotidianamente reiterados, cada uno de ellos frescos y rozagantes como el rocío de la mañana.
Generosidad suya es que, siendo pecadores, hayamos sido llamados a recibir la justificación; generosidad suya es que, una vez rehabilitados, nos haya sostenido con su poder para perseverar hasta el fin; generosidad suya será que este mismo cuerpo que hoy es tan precario, resucite un día; generosidad suya, que seamos coronados después de la resurrección; generosidad suya será que en el cielo podamos alabarlo sin desfallecer. Si queremos practicar la gratitud con Dios, hagamos cada tanto un recorrido de la lista de los beneficios que de Él hemos recibido, beneficios de creación, de redención, de dones particulares. Nunca olvidarnos, nunca perder la memoria. Estamos en la casa del Señor, en su santa Iglesia. Recordemos de dónde se nos ha rescatado, de nuestra lepra original. Dios nos buscaba aun cuando nosotros le habíamos vuelto las espaldas.
De los diez leprosos, nueve no supieron agradecer. No hay cosa peor que la ingratitud. Escribe Chesterton que el ateo mide su abismo cuando siente que tiene que dar gracias por algo y no sabe a quién dirigirse. Nosotros sabemos a quién, pero con facilidad dejamos de hacerlo. “Se hartaron en sus pastos, dice el Señor por boca de Oseas, y por eso me olvidaron”. Dios nos da el pasto, nosotros lo aprovechamos pero olvidamos al benefactor. Para pedir somos fáciles; no tanto para dar gracias. Pero la petición del que no sabe agradecer mueve poco el corazón de Dios. “La esperanza del ingrato se derrite como el hielo”, dice la Escritura. Somos capaces de organizar grandes actos, aun públicos, para pedir favores. Pocas veces se organizan actos de agradecimiento. “Los restantes, ¿dónde están?”, preguntó Jesús al leproso agradecido. Qué desproporción: de nueve a uno; es la desproporción misma de nuestras ingratitudes.
Propio es de corazones nobles, de espíritus magnánimos, saber dar gracias. Cristo pasó su vida en la tierra dando gracias al Padre. Frecuentemente levantaba sus ojos al cielo, alababa, bendecía, decía bien. Imitémoslo también en esto. San Pablo nos lo recomendó de manera reiterada: “Todo cuanto hacéis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por él”; “ya comáis, ya bebáis, o ya hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios”; “porque todo lo que Dios ha creado es bueno y nada es despreciable si se lo recibe con acción de gracias”. Hagamos de nuestros días una acción de gracias ininterrumpida. Cuando Dios nos consuela, cuando nos prueba, e incluso cuando nos niega lo que le pedimos, aun entonces, digamos con el Apóstol: “Doy continuas gracias por todas las cosas a Dios nuestro Padre por nuestro Señor Jesucristo”.
Dios nos ofrece sus dones. Y nosotros no tenemos otra cosa que devolverle que nuestras gracias, el reconocimiento de sus propios dones. Con no disimulada ironía decía San Agustín: “Devuélvele algo de lo tuyo, si puedes; pero no, no lo hagas, no devuelvas nada tuyo; Dios no lo quiere. Si devolvieses algo de lo tuyo, devolverías sólo pecados. Todo lo que tienes lo has recibido de Él; lo único tuyo es el pecado. No quiere que le des nada tuyo, quiere lo que es suyo. Si devuelves al Señor las semillas de tu tierra le devolverás lo que Él sembró, si le das espinas le ofreces cosa tuya”. No nos queda, pues, sino darle gracias por sus gracias, alabarlo por sus dones. A Dios le agrada que lo alabemos, no para ensalzarse Él, sino para que aprovechemos nosotros. Lo que recoge no es para él, sino para vos. Y además, dando gracias por los dones que recibes, te harás digno de mayores beneficios.