18/08/2025 – En diálogo sobre la vida de fe, la Hermana Graciela, dominica de San José, compartio una metáfora para ilustrar el camino a la santidad a través de la comunidad. Compara a cada persona con una roca en la cima de una montaña, llena de aristas y asperezas. A medida que esa roca cae y rueda, el viento, los golpes y el roce con otras piedras la van puliendo hasta que llega al río, lisa y hermosa. De la misma manera, la vida fraterna actúa como ese proceso natural y divino: el contacto diario, los roces y el acompañamiento mutuo van limando nuestras imperfecciones, suavizando el carácter y sacando a la luz la mejor versión de nosotros mismos, santificándonos en el proceso.
Esta visión de comunidad tiene sus raíces en el ideal de Santo Domingo de Guzmán, quien se inspiró en la primera comunidad apostólica de Jesús. No se trata de una convivencia basada en lazos de sangre o en la elección personal, sino de una experiencia sobrenatural donde se aprende a vivir en comunión, reflejando el misterio de un Dios que es comunidad en la Santísima Trinidad. Sin embargo, este camino no está exento de desafíos. La Hermana Graciela reconoce con realismo que en la vida comunitaria también surgen egoísmos, celos y competencias. Es precisamente en la superación de estas dificultades, con la ayuda de la gracia, donde reside la oportunidad de crecer y ordenarse interiormente.
La fraternidad se convierte así en un taller práctico de amor y servicio, donde el diálogo, la escucha y, fundamentalmente, el perdón son herramientas indispensables. Todo se comparte en común, no solo los bienes materiales, sino también las debilidades y los dones. En esta dinámica, lo que para una persona es una cruz (una debilidad que debe trabajar) se convierte en un don para el otro, pues le permite comprender y acompañar con empatía a quien atraviesa una lucha similar. Se trata de ser como el Cireneo para el hermano: no para quitarle su cruz, sino para ayudarle a llevarla, caminando a su lado.
Finalmente, este modelo de vida ofrece una luz para toda la sociedad, especialmente en una época marcada por el individualismo. El desafío, tanto dentro como fuera de la vida religiosa, es aprender a ver al otro no como un competidor, sino como un hermano cuyo don es una riqueza. La salvación, como subraya la Hermana Graciela, es comunitaria: «nadie se salva solo». Somos responsables los unos de los otros, y es en el amor concreto y cotidiano (en la familia, en el trabajo y en cada encuentro) donde se nos presenta la oportunidad más grande de amar y, por tanto, de alcanzar la santidad.
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