Aquiles, Patroclo y Héctor; amigos y enemigos íntimos (Efecto eco)

domingo, 10 de junio de 2012
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1. Un talón famoso

            ¡Oh gran Aquiles, cantaré la gloria de tu leyenda y tus victorias. Nadie ha sido más intrépido, fuerte y sagaz. Pocos héroes resultaron tan reconocidos. Te convertiste en símbolo de valentía y gloria inmortal. Tus amigos te amaron y tus enemigos te temieron. El profeta y adivino Calcante, el vaticinador oficial de la Guerra de Troya, predijo que se te daría a escoger entre una vida corta y gloriosa, y una existencia larga en años, aunque monótona. Sabemos cuál fue tu elección.

Conociste el triunfo y la pena. Los secretos del éxito te revelaron los silencios que tiene el sufrimiento. Se dice que tu cólera, cuando te enfurecías, era sólo comparable con la ira de los dioses. Tu enojo se volvía que desataba todo tu furor. Nadie quería estar cerca de tu presencia cuando esa extrema irritación te tomaba por entero. Si actuabas correctamente, tus compañeros de lucha, inspirados en tu proceder,  llenaban de dolor y aflicción al enemigo. Cuando te equivocabas eran ellos los que recibían el sinsabor y el escarnio. No te fue permitido el fracaso. Siempre fuiste victorioso e invulnerable. Excepto una pequeña parte de tu cuerpo conocía que la debilidad. Sólo tu talón ha experimentado la derrota.

            ¡Oh, Aquiles, los siglos cantan tu memoria! ¡He aquí tu incomparable historia!

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            Aquiles fue el más renombrado héroe de la famosa Guerra de Troya. Lo solían llamar “pies ligeros”, ya que era el más rápido y veloz en el combate. Paradójicamente, así como sus pies le propiciaron intrepidez en la lucha vertiginosa, de igual manera, le dieron su mayor fracaso. Ahora todos sabemos de su talón: sí, el talón de Aquiles, su máxima vulnerabilidad. Era inmune en todo su cuerpo, salvo en su talón, su única debilidad. Murió en la batalla al ser alcanzado por una flecha envenenada en el talón.

            Resulta curioso, aquello por lo somos fuertes nos hace también débiles. Lo que constituye nuestra robustez y firmeza se puede transformar en debilidad y flaqueza. Lo que nos cura es lo mismo que nos puede enfermar. Tal es la contradicción de nuestra suerte. Aquiles no estuvo exento. Le tocó a él como nos toca a todos. También nosotros tenemos un “talón de Aquiles”, una firmeza que -a veces- se vuelve fragilidad o, en otras ocasiones, esa vulnerabilidad puede tornarse en nuestra mayor consistencia.

            Todos nos sentimos identificados con Aquiles. No hay quien no comparta, según sea su debilidad predominante, la flaqueza de ese talón. Para nosotros, ciertamente el “talón de Aquiles” no está necesariamente en el talón. Puede localizarse en cualquier parte del ser, en el cuerpo o en el alma. Puede estar visible u oculto. Incluso hasta puede ser invisible. Lo cierto es que todos lo tenemos.

            No hay quien no guarde una secreta flaqueza, una debilidad, una fragilidad, una vulnerabilidad que nos es dada como herida silenciosa que nos acompaña en la vida, nos humilla y nos hace siempre aprender, a fuerza de soledad, sufrimiento y oscuridad. Esa herida es el espejo más real en el cual cada uno guarda la imagen de su verdadero rostro. El que, a la larga, más valoramos. Allí contemplamos una cara que no nos gusta ver pero que es necesario conocer y reconocer. Allí está, si lo sabemos desentrañar, el secreto de nuestra fortaleza.

 

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            Aquiles era un semidios, hijo de un mortal y de una divinidad. Su padre fue el  rey Péleo y la diosa marina Tetis, una Nereida, divinidad del mar conocida como ninfa que vivía en las profundidades del océano. Tetis era dulce y con un gran sentido de la hospitalidad. A tal punto que Zeus, el dios supremo y Poseidón, el dios del mar, la comenzaron a seducir y cortejar. La diosa de la prudencia, Temis, había profetizado que a Tetis le nacería un hijo único que superaría, en grandeza, a su progenitor. Por esta razón, ambos dioses, renunciaron a ella ya que ninguno quería que un hijo suyo le quitara el  protagonismo. Los dioses, a menudo, suelen ser veleidosos y vanidosos. No comparten su gloria con nadie. Antes de correr el riesgo de ser destronados en el poder, por el hijo que tuvieran con ella, prefirieron entregar la ninfa al rey Péleo.

            Tetis fue –entonces- obligada, por los dioses, a casarse con un mortal, el cual se enamoró rápidamente de ella, desconociendo el contenido de la profecía. Para proceder correctamente en el cortejo pidió consejo al sabio y anciano centauro Quirón, cuyo cuerpo era mitad hombre y mitad caballo. Éste le dijo que las Nereidas tenían el poder de cambiar de forma y que cuando atrapara a su prometida no la soltara hasta que de nuevo adquiriese forma humana. Así lo hizo y, al atraparla, tuvo que esperar mucho tiempo sus sucesivas transformaciones, las cuales ella hacía para despistarlo y poder huir, hasta que -al fin- agotada la hermosa ninfa por la cantidad de energía que insumía cada transformación, apareció en su forma humana y Péleo la pudo retener consigo.

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            La boda de Péleo y Tetis se celebró en la cueva de Quirón, la cual ese día había sido adornada, magníficamente. Todos los dioses asistieron, menos Eris, la diosa de la discordia que fue excluida porque siempre provocaba disturbios donde estaba. Era atrevida y escandalosa. No tenía límites con tal de llamar la atención. En esta ocasión, despechada por no haber sido invitada, se presentó lo mismo en el festejo y desafiante,  arrojó provocativamente una manzana de oro para la más bella de todas las diosas allí presentes.

Las diosas Hera, Atenea y Afrodita se disputaron el privilegio de ese honor y fue el príncipe Paris, el cual -por pedido de Zeus- tuvo que dictaminar el veredicto. Las diosas le hicieron a Paris el ofrecimiento de sus dones exclusivos, aunque no fue suficiente el poder ofrecido por Hera y la sabiduría otorgada por Atenea sino que pudo más la belleza de la reina Helena de Esparta, prometida por Afrodita.

Paris eligió a la diosa Afrodita como la más bella para luego poder quedarse con la reina Helena, cuando fuera la ocasión oportuna. Lo cual se produjo al cabo de unos años -por la intervención de la misma Afrodita, la diosa del amor y del placer- cuando Helena de Esparta fue raptada por Paris y llevada a Troya. Este amor apasionado fue el comienzo, nada menos, que de la Guerra de Troya, de la cual Aquiles participó siendo el más famoso de todos sus líderes.

Es curioso que existan amores que desaten guerras. Después de todo, amor y guerra son dos artes y dos pasiones -a veces bastante- parecidas. Soldados y amantes saben de luchas.

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            La diosa Tetis y el mortal Péleo, tuvieron un solo hijo: el gran Aquiles de condición semidivina. Como en él se mestizaba la divinidad y la mortalidad, para que pudiera adquirir la invulnerabilidad -ya que estaba destinado a la misión de guerrero- su madre trató de inmunizarlo contra cualquier mal, sumergiéndolo en la Laguna Estigia, las aguas del inframundo donde vivía el señor de las sombras, el dios Hades.

            Allí, en ese oscuro y húmedo lugar, agarró a su pequeño hijo por el talón derecho y lo sumergió profundamente en las frías aguas subterráneas, las cuales tenían el poder de hacer insensible cualquier herida que tocaran. El pequeño -conteniendo instintivamente- la respiración fue hundido en las aguas turbulentas. Fue como el ritual de un segundo nacimiento. A partir de entonces el niño se volvió fuerte e invulnerable, excepto esa única parte en la que su madre lo sujetaba y que no fue tocada por las aguas: su talón. Ese poder lo acompañó por el resto de la vida y esa debilidad, también.

            Es así como -desde el comienzo hasta el final de su historia- está su talón como protagonista. Por él obtuvo su don de fortaleza y su debilidad al mismo tiempo. Suele suceder que una cosa otorgue la otra. Lo que resulta un don es también -muchas veces- un sufrimiento. Un don para los otros y un sufrimiento para quien lo tiene.

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            También corre otra versión de los hechos acerca de la invulnerabilidad de Aquiles. Cuando su madre quiso protegerlo, decidió ungirlo de ambrosía, sustancia que servía de base para la exquisita comida y bebida de los dioses. Tetis, además ponía cerca del fuego del hogar a su hijo, para entibiar su cuerpo en los crudos inviernos. Un día -mientras hacía esto- fue interrumpida por Péleo, el cual tomó al niño para poder jugar con él y –como estaba tan cerca del fuego- sin querer, el pequeño quedó con un talón quemado.  

            Hay incluso quienes divulgaron una versión un poco más oscura. Afirmaban que Tetis, practicaba un extraño y cruel ritual. A escondidas, exponía a su hijo al fuego, hasta lograr quemarlo y luego curaba sus heridas con ambrosía, un día fue sorprendida por Péleo cuando realizaba esto. Esta inusual práctica materna, desconocida por el padre fue abruptamente interrumpida por su intromisión, creyendo que se trataba de algo malo o extraño. Los mortales solemos  no comprender el actuar divino. Al intentar rescatar a su hijo del fuego, lo tomó del talón.

            Lo cierto es que haya sido por su madre o por su padre, el talón de Aquiles fue su principal característica desde pequeño, aunque eran muy pocos los que conocían este secreto. Generalmente el punto débil es el más protegemos y ocultamos. Aunque no siempre se puede esconder por mucho tiempo. Los demás lo terminan conociendo o incluso adivinando. Los seres humanos somos siempre demasiado predecibles. Casi todos tenemos las mismas vulnerabilidades.

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            Cuando el niño creció, su padre le pidió a Quirón que se encargara del entrenamiento militar y la educación de su hijo. Con el tiempo, el joven se convirtió en un poderoso guerrero y en un hábil tocador de la lira. Quirón le dio a comer jabalíes, entrañas de león y médula de oso para potenciar y aumentar su valentía ya que esos alimentos tienen dichas propiedades. Además, le enseñó la caza, la lucha, el manejo de las armas, especialmente el tiro con arco y flecha y el arte de la elocuencia, ya que la guerra no es sólo cuestión de pelear sino también es necesaria la estrategia política para dialogar, discutir, convencer,  acordar o discrepar con los contrincantes.

Como nadie sale ileso de la guerra, el maestro le enseñó incluso la práctica de la curación de las heridas. Se dice que Quirón tuvo mucha visión de futuro con su discípulo y predijo sus legendarias hazañas.

            Cuando pasaron los años y Grecia ya había declarado la guerra contra Troya, Péleo, el padre de Aquiles, envejecido y cansado, no se animó a participar personalmente en ella. Para él, la única lucha que quedaba en pie era la misma vida. Ésa era en definitiva la única batalla por la cual valía la pena levantarse cada día y continuar. Decidió entonces que su hijo fuera buscado en la casa de su maestro y participara de aquella guerra. Así lo hizo y fue –sin duda- un destacado caudillo. Tuvo el carácter suficiente como para enfrentarse, en numerosas ocasiones, a su jefe, el rey Agamenón que comandaba toda la estrategia de la guerra. El carácter del joven soldado era fuerte y belicoso. Algunos decían que su energía para la lucha nacía de su ira y de su rabia. La guerra interior que mantenía consigo mismo, intentando superarse siempre, es aquello que le permitía asumir el combate de la guerra exterior. Hay guerras invisibles que los seres humanos tenemos dentro del alma.  

            Aquiles había forjado, durante años, su temple y su autoestima. Sabía que no se gana ninguna guerra sino uno no se vence a sí mismo. Él tenía una plena confianza en su experiencia. Sabía que nada, ni nadie le podía quitar eso.

2. Dar la vida por los amigos

            En aquél tiempo difícil en que amanecía la amenaza de la guerra, el adivino Calcante profetizó que la ciudad de Troya nunca podría ser conquistada por los griegos si el valeroso muchacho llamado Aquiles no estaba como soldado luchando allí. La diosa Tetis, sabía que si su hijo iba a Troya, moriría porque estaba escrito en su destino. Envió entonces a Aquiles, lejos de la corte, a otro reino, donde permaneció escondido por algún tiempo. Ella sabía que no era posible torcer, ni mucho menos cambiar el destino marcado pero, al menos, desea poder retrasarlo. La fama de su hijo como guerrero había crecido considerablemente. Cuando el joven llegó a la corte extranjera, el expreso pedido de su madre fue que, aunque él no quisiera, lo obligaran a vestirse con ropas de mujer para ocultarlo de la mejor manera posible a la vista de los que reclutaban soldados para la guerra.

            El joven se sintió ciertamente ridículo, confundido y lleno de vergüenza. Nada más opuesto a un guerrero valiente que adoptar ropas femeninas. Tuvo que ser educado en modales delicados ya que tenía las costumbres de un varón. En tanto estaba en esos aprendizajes, para él mucho más duros que los que había tenido con Quirón, llegó un día al lugar un rey llamado Odiseo, conocido también como Ulises, famoso ya que algunos afirman que la idea del Caballo de Troya, el engaño por el cual se alcanzó la victoria, fue de él.

            Este rey, sabiendo que allí estaba Aquiles y queriéndolo convencer de que fuera con él a Troya, se presentó, haciéndose pasar por un comerciante viajero y exhibió, entre las cosas que vendía,  una hermosa y brillante armadura. No tardó en acercarse una joven muy interesada en el arma. Ese desmedido entusiasmo develó la identidad de Aquiles, el cual –descubierto- y asumiendo el momento señalado por su destino, decidió partir voluntariamente con Odiseo hacia Troya, acompañado por otro compañero que sería también un gran héroe de la Guerra de Troya llamado Patroclo, quien -desde entonces- acompañó inseparablemente a Aquiles y se convirtió en su mejor y más querido amigo. Ambos lucharon incansablemente. A menudo la amistad es también una batalla consigo mismo. No hay rivalidad, ni competencia, ni conquista. Sólo el placer  de luchar, enfrentándose -cada uno a sí mismo- con la excusa del otro.

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            Aquiles fue infatigable. Conquistó muchas ciudades en territorio troyano.  En una de sus victorias tomó, como trofeo de guerra, según la habitual costumbre de entonces, a una hermosa mujer, una joven viuda troyana llamada Briseida a la cual se le habían muerto, en combate, sus tres hermanos y su marido. Había quedado sola en el mundo.

            Las mujeres corrían una triste suerte en la guerra. Frecuentemente, los guerreros importantes, las tomaban como prisioneras y esclavas. El rey Agamenón había elegido a Criseida, la prima de Briseida. Criseida era hija única de un sacerdote del dios Apolo. El rey Agamenón se negó a devolverla a su padre, cuando éste ofreció un gran rescate. Crises, que así se llamaba el sacerdote, imploró entonces la ayuda  del dios Apolo, el cual –ante la terquedad del rey- envió como castigo una tremenda peste para asolar a los ejércitos griegos.

            El profeta Calcante supo cuál era el origen de esa plaga que diezmaba a los ejércitos pero no quiso hablar porque no quería delatar al rey Agamenón. Aquiles juró proteger al adivino si develaba el secreto. Calcante –al sentir la seguridad del valeroso soldado como un escudo de amparo y ayuda en medio de la guerra- declaró entonces que Criseida debía ser devuelta inmediatamente a su padre ya que era su único sostén en la vejez.

            Al cabo de nueve días de muerte y gracias a la insistencia de Aquiles, el rey Agamenón –de mala gana- para calmar la ira del dios Apolo, consintió devolver a Criseida a su padre y ofrecer un sacrifico de reparación para detener la plaga.

            El rey Agamenón, hizo el gesto convenido y prometido pero también, por su parte, exigió que la esclava de Aquiles, Briseida, debía ser entregada a él como reemplazo de Criseida. Aquiles, no podía negar a su rey la concesión de ese deseo. Sin embargo, se sintió muy enojado por esa deshonra pública a la que era sometido. Por lo tanto, en esta competencia entre rey y soldado, quiso tener la última jugada.  Sabiendo que él era una pieza clave para el combate, se negó seguir luchando como líder y de conducir a sus compañeros que comandaba. Él y sus soldados se replegaron entonces, ausentándose de la contienda por tiempo indeterminado. La plaga ciertamente cesó en cuanto Criseida fue restituida a su padre. Sin embargo Aquiles extrañaba a Briseida y, aunque los días se fueron sucediendo y acumulando en el registro de la guerra, los soldados permanecían inactivos.

            Aquiles, que tanto había clamado por la devolución de la hija del sacerdote no podía sospechar que para él tuviera ese precio puesto por el rey Agamenón. El paso de los días y la detención del avance de la peste no fueron motivos suficientes para contener su ira.

El rey Agamenón, mientras tanto, estaba enfurecido por la ausencia de Aquiles en las sangrientas luchas, aunque secretamente se gozaba que el terco luchador experimentase lo mismo que él había sufrido con la desaparición de Criseida. Por eso él seguía reteniendo a Briseida, de la cual Aquiles se había enamorado. Al tener el rey Agamenón consigo a la mujer de la cual Aquiles se había prendado, de alguna manera, lo tenía sometido a Aquiles a su voluntad. No obstante, el soldado era terco y orgulloso. No quería doblegarse en esta jugada. Mientras que el rey Agamenón especulaba con la retención de Briseida; Aquiles contaba con la estrategia de la ociosidad de sus soldados. El rey y el soldado tenían su propia guerra personal en medio de la guerra común.

            Aquiles estaba ofendió y juró no luchar más. Seguía refugiado en su carpa, sin que nadie lo pudiera ver. La suerte se revirtió y los troyanos disfrutaron un período de éxito mientras duraba la ausencia de Aquiles. Los troyanos habían tomado la ofensiva y los griegos comenzaron a retroceder hacia el mar.

            Si el rey Agamenón no hubiese provocado a Aquiles, los troyanos no hubieran ganado. Ante esta circunstancia, el rey -para no comprometer su imagen pública- envió a Odiseo y a otros dos jefes para ofrecer a Aquiles la devolución de su querida Briseida y el envío –a modo de reconocimiento- de valiosos obsequios. Aquiles rechazó la oferta, despreciando al rey.  Luego pidió a los griegos que navegaran por las aguas retornando a sus hogares. Por su parte, él estaba planeando hacer lo mismo.

            Sin embargo, su ego pudo más y -deseando conservar la gloria- a pesar de su ausencia en la batalla, Aquiles pidió a su madre, la diosa Tetis, que rogara al supremo dios, Zeus, para permitir a los troyanos que prevalecieran sobre las fuerzas griegas. Aquiles se arriesgó mucho. Estaba pidiendo la victoria del bando contrario. Rogaba que ganaran sus enemigos.

Hay que tener cuidado con lo que uno pide. Si se llega a cumplir, a nosotros, lo único que nos queda es el arrepentimiento y la lección de nuestra necedad.

            Los troyanos, dirigidos por el príncipe Héctor, el hijo del rey de Troya, Príamo, hicieron retroceder al ejército griego hasta las playas y allí asaltaron sus barcos. Aquiles estaba siendo escuchado por los dioses.

            La situación comenzó a estar fuera de control. Las fuerzas griegas se sentían al borde de la destrucción total.  Aquiles, ante ese panorama, permaneció en su tienda cumpliendo su promesa de no salir, aunque algo vacilante, accedió a que su amigo Patroclo llevara a sus hombres a la batalla. Patroclo le había hecho especialmente este pedido. Sabía que su amigo no se lo podía negar. Aquiles sentía un dilema. Estaba tironeado entre los designios divinos, la promesa de la palabra dada y el deber sagrado de una fiel y leal amistad. Todo se jugaba en la ejecución de un sólo acto, comprometiéndose en una única decisión y sus consecuencias.

            Aunque rehusó salir al combate, debido a que era un hombre de palabra, concedió a su amigo hacer cuanto solicitaba, además permitió que usara su propia armadura y sus armas cuando saliera a luchar, las cuales estaban inactivas desde hacía muchos días. Se las confió como un talismán protector. En ese momento no podía sospechar lo infausta que sería esa acción.

            Aquiles quiso, en un gesto de honor y gratitud, que su amigo usara su armadura. A nadie nunca permitía tomar su escudo y espada. Sólo Patroclo gozó de esa distinción. Su amigo, salió al campo de batalla, orgulloso, portando las insignias del máximo guerrero. En medio del fragor de la batalla, sintió a Aquiles cerca, sosteniéndolo y dándole aliento. Su armadura lo rodeaba como un abrazo. Experimentaba que le comunicaba su fuerza y vigor, su temple y tenacidad. Lo resguardaba, le daba confianza e intrepidez.

            Aquiles, en cambio, se sentía desnudo y desprovisto sin su armadura, indefenso. Todo su cuerpo era como su talón: débil. Sus arneses e indumentaria de guerra –con el tiempo- se habían convertido como en su segunda piel. Cuando permitió a su amigo usarla, experimentó un oscuro y feo presentimiento. Ese ritual llevaba un mal augurio. No obstante, no podía retractarse. Ni tampoco quería asustar a su amigo.

            Patroclo se puso -muy contento- la armadura prestada sabiendo lo que eso significaba para Aquiles. Ambos se despidieron con un fuerte y prolongado abrazo en silencio. Patroclo tenía conciencia que sería la única vez que su amigo le prestara sus armas. Aquiles, en ese momento, desconocía que pronto tendría que romper su promesa, saliendo de su carpa hacia el campo de batalla, precisamente en busca de su amigo. Cuando Aquiles pidió que prevaleciera el enemigo, no contaba con este desenlace. Cuando se nos concede lo que pedimos, no siempre advertimos las consecuencias de lo que implica.

            A veces las armaduras no nos defienden de nada. Se vuelven sólo corazas que, de ninguna forma, nos protegen. Hay momentos en que para cuidarse mejor, hay que exponerse. Hay que salir sin armaduras.

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            Patroclo, liderando los hombres de Aquiles y en nombre de su amigo, logró hacer retroceder a los troyanos. Sin embargo, su suerte ya estaba echada. Cuando Aquiles se encerró, tras haber discutido con el rey Agamenón, también Patroclo había dejado de combatir, al igual que su amigo. Cuando el ejército contrario recuperó terreno y amenazó con quemar las naves de los griegos, Aquiles autorizó a Patroclo a salir, a ponerse su armadura y lanzarse al combate, concediendo el deseo de la súplica de su amigo.

            En el combate, Patroclo después de enfrentarse con algunos troyanos, se encontró con el mismísimo príncipe Héctor de Troya luchando, cuerpo a cuerpo. Algunos afirman que el príncipe fue asistido por el dios Apolo, el cual envuelto en una nube, golpeó a Patroclo en la espalda, tras dicha embestida luego fue atacado por varios soldados que lo  hirieron. Estando gravemente herido, intentó huir pero el príncipe Héctor lo persiguió, lo alcanzó y finalmente encontró el momento propicio para el golpe de gracia dándole muerte.

El príncipe no sabía que era Patroclo. La  armadura portaba el escudo y el sello de Aquiles. Allí, en medio de la sangre y el barro, una vez definitivamente muerto y tirado en el campo de batalla, el príncipe Héctor lo despojó de la armadura que llevaba como un trofeo de combate, creyendo que había dado muerte al invencible Aquiles, el más famoso de los enemigos de Troya, el cual sería llevado a la corte como un trofeo de combate. Se lo mostraría orgulloso a todos, especialmente a su padre, el rey Príamo, quien se pondría seguramente muy contento de la victoria de su hijo.

            Mientras tanto, en el escenario de la guerra, el rey de Esparta –Menelao- el esposo de Helena y el rey Ayax, primo de Aquiles, fueron quienes protegieron el cuerpo de Patroclo hasta tanto Aquiles se enterara del hecho y viniera a rescatarlo.

            Cuando fueron a darle la noticia, el entristecido héroe percibió que su presentimiento se había hecho realidad. En medio de la congoja y el enojo, taladrado por la culpa -ya que le había permitido ir con su armadura- decidió marchar hasta el campo de batalla donde estaba caído su amigo y retomar –en su nombre- la lucha y las armas para vengar su memoria y honor.

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            Mientras iba de camino, envuelto en la soledad infranqueable de su silencio, tan gris como el cielo que lo cubría, Aquiles recordaba a su gran amigo, compañero desde la temprana juventud. Se habían educado juntos en la corte donde había sido llevado Aquiles. Vivieron muchas aventuras en común. La amistad era –para ellos- un deber sagrado, una virtud y un ideal de perfección tan difícil como el arte de combatir en la guerra.

            Aquiles se sentía despojado tanto de su amistad como de su armadura. Su madre, la diosa Tetis le obtuvo una nueva armadura que la encargó para que fuera forjada en la fragua de Hefesto, el dios del fuego. Para Aquiles, entregar sus armas fue haber compartido su alma. Para un guerrero, la armadura es su aliada en la vida, en la lucha y en la muerte.

            La diosa madre de Aquiles, arribó al lugar donde yacía el soldado caído, ungió a Patroclo con néctar y ambrosia para evitar que su cadáver se corrompiera hasta tanto llegara su hijo para dar una noble sepultura a quien murió dignamente en el campo de batalla.

            Para Aquiles era una cuestión de amistad y de honor. Al ver a su amigo, tirado en el suelo, sucio y ensangrentado, despojado de la armadura que le había prestado, con golpes y heridas por todos lados, se arrodilló frente a él en silencio, sus hombres lo rodearon en círculo y, sin pudor a que lo vieran,  lloró calladamente. Lágrimas y sangre se mezclaron en el lodo. Gotas de sufrimiento y combate. Ritual de adiós y despedida. Nadie se atrevía a interrumpir este último encuentro entre los amigos.

Patroclo había tomado el lugar de Aquiles en el combate. Lo había sustituido, entregando su vida por la de él y su pueblo. La armadura los había unido en la última batalla. Fue un honor para Aquiles que su amigo muriera llevando su armadura. Sin embargo, ella no lo pudo proteger suficientemente. Como así tampoco él. Aquiles no lo pudo resguardar. Se sentía culpable. Él podría haber estado muerto ahora en lugar de su amigo. Fue entonces cuando le prometió un funeral grandioso, digno de un héroe caído en batalla. Los siglos venideros hablarían de su valentía. Aquiles levantó del suelo el cadáver de su amigo, lo cargó sobre sus hombros y él mismo, sin permitir que lo ayudaran, lo puso en su carro de guerra, tirado por dos caballos blancos.

            Aquiles lo escoltaba a pie y en silencio junto con todos sus otros compañeros en fila. Al llegar al campamento, ofreció un banquete fúnebre. Algunos dicen que esa misma noche, entrada ya la madrugada, cuando Aquiles estaba solo, el espíritu de Patroclo, se le apareció y le suplicó que incinerara su cadáver lo antes posible. A la mañana siguiente, Aquiles ordenó construir una hermosa y gran pira funeraria, un monumento para la cremación de su amigo.

            Cuando la pira estuvo lista y el cuerpo de Patroclo limpio y vestido con honores, Aquiles le tocó la frente a su amigo y lo despidió sin palabras. Se cortó un largo mechón de sus cabellos, los tiró al fuego sagrado de la pira y allí mismo hizo sacrificar bueyes, corderos y caballos para los dioses, en memoria del joven caído.

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            Aquiles contempló -por largo rato- cómo las altas lenguas de fuego rodeaban a su amigo, el cual estaba vestido como soldado. El cuerpo ardía y Aquiles pensaba que no eran las llamas del fuego exterior las que consumían el cuerpo de su camarada sino que el fuego interior del corazón del héroe salía ahora por fuera, para abrazarlo en una sutil y movediza tela dorada y rojiza que se balanceaba, danzando con el viento, en un sinfín de burbujeantes chispas luminosas.

            Tras la incineración de Patroclo, Aquiles organizó –en honor de su querido difunto- juegos funerarios que incluyeron carrera de carros y a pie, lucha libre y con armas, pruebas de lanzamiento de pesas, tiro con arcos y jabalina. Aquiles quería que todos recordaran a su amigo con una memoria gloriosa sin fin.

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A partir de entonces ya no tenía sentido para Aquiles seguir recluido en su carpa. Terminó bruscamente con su negativa a luchar: se puso la nueva armadura -realizada por el dios Hefesto y consagrada a la protección de la diosa Atenea- y regresó al campo de batalla, derribando a muchos hombres, aunque él solamente tenía fijo un objetivo único: ir detrás del príncipe de Troya, Héctor. Desde entonces Aquiles no procuró descanso. Su furia alimentó su venganza. El fuego que había consumido, durante varias horas, el cadáver de Patroclo, ahora parecía una ebullición de inquietud interior. No lo dejaba en paz. La verdadera  guerra para Aquiles se encontraba adentro. Era la lucha con sus propios demonios.

            El dios Zeus, advirtiendo la tremenda furia de Aquiles, envió a contener al héroe porque Troya  no debía ser destruida aún. Mientras tanto Aquiles ya había dado tres vueltas a la muralla de la ciudad, bordeando el palacio real y gritando violentamente el nombre de su enemigo.

            La diosa Atenea, aliada de Aquiles, para engañar al príncipe Héctor y hacerlo salir había tomado la forma y la figura del hermano del príncipe, llamado Deifobo. Esta cualidad de transformaicón es propia de los dioses. Así, creyendo Héctor que lo llamaba su hermano, salió afuera en su ayuda. Allí, a unos pasos de él, de pronto -el aspecto de su hermano- adoptó la terrible apariencia del temible Aquiles cuyos ojos lo traspasaron. Sin titubeos, lucharon largo rato, bajo el sol extenuante. Finalmente Aquiles obtuvo su venganza y mató al príncipe Héctor clavándole su lanza en el cuello, rompiéndole la garganta. Todos en el reino estaban observando la mortal lucha desde una de las terrazas del palacio.

El príncipe Héctor era hijo primogénito del rey troyano Príamo y de la reina Hécuba. Era hermano de Paris –quien había raptado a la reina Helena de Esparta- y hermano de Casandra, famosa por sus poderes adivinatorios. Estaba allí también la esposa del príncipe, Andrómaca y su único hijo, Astianácte.

            Todos permanecían sobrecogidos de dolor al ver agonizar y morir al príncipe sin poder hacer nada. Él, levantando la mirada antes de caer, los miró a todos, despidiéndose. De su garganta salían borbotones de una espesa sangre tibia. Su padre, el rey, tímidamente levantó la mano, saludándolo con cariño y congoja, mientras el príncipe caía desplomado en el suelo.

            Aquiles, el invencible, recordando a su querido amigo Patroclo y desafiando a toda la corte troyana presente, tomó el cuerpo del príncipe como su trofeo más preciado, lo ató a su carro, amarrándolo de los pies y lo arrastró al galope de los caballos asustados, dando gritos desaforados de triunfo. Sus alaridos bramaban por todos lados, haciéndose escuchar en la distancia como truenos de una tormenta desatada.

            La venganza estaba cumplida. Aquiles había tomado la vida del príncipe Héctor por la vida del soldado. Aquiles -de esta manera- quería impedir que el príncipe tuviera los rituales fúnebres reales. No sólo lo había matado sino que también tomado su cadáver como rehén y cautivo. Lo expuso como su más preciado trofeo de guerra. Todos los soldados podían ver al príncipe Héctor muerto y humillado, atado de pies al carro de su enemigo.

            Príamo, el rey de Troya, creía que su corazón no resistiría tal espectáculo de saña y crueldad. Su hijo estaba tirado y despedazado, su piel y sus miembros, rasguñados por las piedras y ensuciado por el polvo del camino. La sangre y la tierra cubrían su rostro como una máscara grotesca. Nunca creyó que aquél tristísimo e inolvidable día podía estar aconteciendo frente a sus propios ojos. Jamás sospechó que, en su ancianidad, pudiera sentirse tan desdichado. Él sabía de, desde ese día, ya nada sería igual. El curso de la historia había cambiado para siempre.

3. La humillación de un rey y el amor de un padre.  

            Mientras pasaban aquellos días dolorosos, el rey Príamo, soberano de Troya, no podía dejar a su hijo, el príncipe Héctor como objeto de burla y crueldad en el campo de batalla de los enemigos, bajo el liderazgo de Aquiles. No esperó más y sacándose sus ropas reales, humillado, vistió una humilde túnica de esclavo y acudió, sólo, sin permitir que ninguna guardia lo escoltase fue hacia el encuentro de Aquiles. Se encomendó únicamente al dios mensajero Hermes y se dirigió hasta el campo enemigo a ver al terrible vencedor, para suplicarle, de rodillas, la devolución del cadáver de su hijo a cambio del rescate que quisiera.

            El rey Príamo llegó sin ser visto, ni reconocido, a la carpa de Aquiles. Allí se hizo anunciar simplemente como un padre dolorido, el padre de Héctor. El código de honor de la guerra le permitió a Aquiles recibir a su enemigo.

            Allí el rey entró en la carpa de Aquiles y en su presencia le habló con el corazón. Aquiles no le hizo el momento fácil, casi que no le dirigió la palabra. Sólo escuchaba. Príamo le recordó el dolor que sufrió por su amigo Patroclo y cómo no descansó hasta darle un oficio fúnebre digno. Durante largo rato el monarca le habló compasivamente, amasando cada palabra con indecible sufrimiento y congoja. Sabía que para él –como padre- ya nada podía consolarlo. Sin embargo, sería un alivio regresar con el cadáver de su hijo. Mientras le hablaba, sentía que Aquiles iba cambiando de disposición: lo escuchaba y lo recibía. El rey no sentía enojo, ni ira, frente al asesino de su hijo. Su sufrimiento era tan inmensamente grande que no había espacio en su corazón para albergar alguna otra pasión. Su extrema y aguda tristeza le comunicaba cierta paz. Así, después de un largo rato, convenció a Aquiles para que le permitiera celebrar los ritos funerarios de su hijo. Si lo había querido como trofeo de su victoria ya estaba conseguido y expuesto a la vista de todos.

            Aquiles, imperturbable, al comienzo no le dirigió la palabra al rey, el cual estuvo todo el tiempo postrado en su presencia. El rey permaneció arrodillado frente al soldado; el soberano estaba rendido frente al guerrero. Seguramente Aquiles, un hombre valiente como era, valoró la tremenda fortaleza, la humildad y la humillación del rey Príamo, el cual también se expuso a ser atrapado, tomado prisionero y asesinado ya que se había atrevido a pisar el campamento enemigo valerosamente.

            Aquiles, sin mediar palabra, hizo un gesto a uno de los guardias de su carpa para que llevara al rey a la presencia de su hijo muerto. Levantándose e inclinándose hacia Aquiles, el rey hizo una reverencia y  salió de allí con el corazón roto y, a la vez, aliviado. Había hecho -por su hijo- en su vida y en su muerte, todo lo que podía hacer un padre. Todo había sido un sacrificado acto de amor. El secreto guardado en la compasión y en la misericordia lo encuentran los corazones pobres, aquellos que se olvidan de sí mismo y de quiénes son. Hay momentos en que un rey tiene que olvidarse de que es rey y recordar que es padre. Si no lo recuerda a tiempo, la muerte le recordará todo lo que olvidó alguna vez.

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            Al encontrar a su hijo muerto, atado todavía al carro de Aquiles, ensangrentado, desollado, cubierto de polvo, con piedras y espinas incrustadas en el rostro, el rey Príamo se arrodilló en silencio nuevamente a llorar. El creía que ya no tenía más lágrimas. Sin embargo, allí surgieron nuevas y abundantes, fruto de la conmoción. Hay sufrimientos en los cuales uno está absolutamente sólo. No hay posibilidad alguna de compañía. Esos sufrimientos llevan –exclusivamente- nuestro nombre y destino.

            El soldado acompañante, respetuosamente, dejó solo al rey. En el inmenso silencio del campamento, Aquiles -a la distancia- escuchaba el sollozo de un padre abrazando, en la tierra, a su hijo muerto. El arrullo del llanto se parecía a una canción de cuna. A Príamo no le importaba que fueran el rey y el príncipe. Eran solamente padre e hijo. Allí no había privilegios. La muerte nivela, humillando y despojando a todos por igual: reyes, príncipes y soldados.

            El príncipe Héctor fue llevado, en el mismo carro de Aquiles, hacia su palacio real. Su mismo vencedor lo permitió y ordenó que fuera escoltado por uno de sus soldados. El carro que lo había apresado como víctima era el que, ahora, lo retornaba a su hogar. El rey Príamo fue caminando, al lado del carro de su hijo muerto, haciendo el largo y cansador trayecto, escoltando el cadáver de su hijo que estaba irreconocible. El soldado llevaba el carro y el rey iba caminando, acompañado por el peso de su silencio y portando, solitario, el cúmulo de sus sufrimientos. La guerra es siempre una maldición para los pueblos. Les arrebata a los padres, los hijos. Incluso aunque algún padre sea rey.  

            Aquél fue el viaje más largo de la vida del rey Príamo. Cuando llegó a la corte, extenuado, nadie podía creer lo que estaba viendo. El rey, vestido con un simple sayal de sirviente, lleno de manchas de sangre y tierra, entre las arrugas y lágrimas de su rostro, se dejaba entrever una majestuosa grandeza de dignidad que nunca, ni siquiera con sus ropas más esplendorosas y lujosas y con su corona de oro y diademas, habían podido darle. La luz de una serena paz inundaba su dolorida faz. Parecía que el rey estaba más allá de la frontera de su reino. Había traspasado todo límite posible. Cuando se ama y se lo ha entregado todo, ya no hay retorno.

            Al llegar, lo primero que el rey hizo fue lavar, con sus propias manos, el cuerpo de su hijo. Mientras hacía este ritual pensaba si alguna vez de niño había bañado a su hijo. Se lamentó de permitir que fueran los sirvientes quienes siempre hicieran esto. Al terminar, ese baño de purificación, limpiando y acariciando cada herida del cuerpo de su hijo, organizó -él mismo- los preparativos de los ritos funerarios. Todos los esclavos estaban admirados y en silencio. Nadie se atrevía a decir nada. El mismo rey, en persona, quería comandar todas las acciones.  

            Cuando la pira se construyó, se hizo lo más alta posible, para que todos la vieran y veneraran. El príncipe Héctor estaba vestido con todo el esplendor de su gala y, en medio de aplausos de la corte y de todo el pueblo presente, entre lágrimas contenidas en silencio, su padre, el rey Príamo encendió el fuego. El cuerpo del príncipe se convirtió en un gran fuego sagrado para los dioses. La pira ardía mientras sonaban las trompetas reales.

            Aquiles, desde su carpa, escuchó a lo lejos el clamor del gentío y los aplausos y vio una inmensa humareda proveniente del palacio real. En ese momento, lloró amargamente, sin que nadie lo viera, acordándose de la muerte de su amigo Patroclo. No hay victoria en la guerra, si se muere un amigo. La guerra es siempre engañosa y tramposa. Traga la vida y bebe la sangre de todos los que puede. En ella, no hay ganadores. La victoria es ficticia e ilusoria. Todos pierden. Paradójicamente, Patroclo y Héctor, enemigos, compartían la misma suerte. El príncipe Héctor había matado a Patroclo y Aquiles había matado al príncipe Héctor. Patroclo y Héctor estaban unidos, extrañamente, en un mismo destino de muerte en el cual estaba, para ambos, Aquiles.

            El destino se abrió paso al futuro surcando senderos misteriosos. Cuando la ciudad de Troya cayó, presa del fuego, el rey Príamo tomó las armas para intentar una última defensa desesperada. Su esposa, la reina Hécuba, lo llevó hasta el altar de Zeus que había en el palacio, para orar, poniendo la ciudad bajo la protección del supremo dios.

            Muchos soldados entraron en los recintos reales dando gritos. Ingresando con armas y fuego. El joven hijo de Aquiles, llamado Neoptómelo, guerrero igual que su padre, se dirigió al anciano rey y -en el altar en que estaba orando- lo degolló, sin piedad. El gran rey Príamo murió rezando por su pueblo. En ese mismo momento, Troya comenzó a arder. Fue el último día de la historia de la famosa ciudad. La familia real fue asesinada íntegramente.

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            Mientras Troya fue sitiada, tomada e incendiada, los soldados griegos seguían saliendo de la trampa del colosal Caballo para destruir todo cuando existiera. La orden era que nadie debía ser dejado con vida. En medio de la lucha callejera, la noche se iluminó totalmente por la hoguera en que se había convertido enteramente la ciudad. El fuego llegaba hasta el mar. El palacio real y la ciudad se veían doradas tras cortinas de lenguas de fuego. Todo se había convertido en una trampa fatal. Los gritos de mujeres, ancianos y niños se escuchaban por doquier.

            El príncipe Paris, el otro hijo del difunto rey, tal como había predicho su hermano el príncipe Héctor, con su último aliento y con la ayuda del dios Apolo,  dirigió con su arco la flecha hacia el lugar exacto de la vulnerabilidad de Aquiles, hiriéndolo en su talón y  provocándole una herida mortal. Aquiles cayó desplomado y comenzó a agonizar, aunque nadie se dio cuenta. Todos los soldados seguían luchando. Al cabo de un rato, Aquiles sintió que moría.

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Mientras Aquiles recibía lentamente a la muerte, recordó entonces a Patroclo y vio, como entre sueños, su vieja armadura brillante. De pronto, lo sobresaltó la imagen del príncipe Héctor, colgando de su carro y después el suave llanto del rey Príamo arrodillado. La muerte iba cambiando de rostro sucesivamente. Ahora le tocaba que ella adoptara su propio rostro y vistiera su nueva armadura.

            Mientras continuaba el lento pulso de la agonía y su talón no dejaba de sangrar, sus fuerzas se fueron retirando. Alzó la mirada y contempló, por última vez,  aquella ciudad, por la que tanto había peleado, envuelta en fuego. Supo que moría el mismo día en que desaparecía Troya. Los dos quedaban unidos por siempre en una misma historia. Cada vez que se relata la historia de Troya se nombra a Aquiles y cada vez que se narra la memoria de Aquiles, se menciona a Troya.

El soldado supo que había llegado su fin. Tirado en medio de la calle, él que se sabía un semidios que moría por manos de un mortal, ante las murallas de Troya, en su corazón, se despidió.

            La batalla final duró varios días enteros. Cuando fue descubierto Aquiles, tendido en la calle, ya no tenía vida. Su cuerpo fue custodiado y protegido por su primo Áyax, mientras se construía una pira, en su honor, a la orilla del mar. Se incineró inmediatamente. Las cenizas de sus  huesos fueron mezcladas con las de su amigo Patroclo. En honor del gran soldado se celebraron juegos funerarios en los que los se daban rienda suelta a toda la energía contenida en esa honda tristeza de la guerra y sus despedidas. Fue otro héroe, Filotectes quien luego mató al príncipe Paris, quien había tocado con su flecha certeza el talón de Aquiles. Para matar al príncipe, el guerrero usó el enorme arco de Heracles o Hércules, oro semidios.

            La armadura de Aquiles fue luego objeto de una apasionada disputa. Todos querían quedarse con ella. Se decidió otorgarla al más bravo de los soldados griegos. Odiseo y Áyax, el primo de Aquiles, compitieron en la final. Cada uno expuso, con un discurso, los motivos de su merecimiento. Finalmente Odiseo ganó. Áyax, debido al fracaso por haber perdido la valiosa armadura de su pariente, enloqueció y se suicidó.

 

            Tanto vivo como muerto, Aquiles seguía suscitando pasiones y disputas.

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            Se cuenta que el héroe de Troya está enterrado en una isla llamada Aquilea. Se dice que allí residen las almas de Aquiles y la de otros héroes de la guerra que vagan por los valles. Afirman que la diosa Tetis, hizo para su hijo esa isla, la cual no está habitada por persona alguna. Las cabras pastan en ella, siendo sacrificadas -en honor de Aquiles- por quienes se llegan al lugar. Abundan también incontables pájaros marinos. Cada mañana vuelan al mar, mojan sus alas en el agua y regresan al templo, rociándolo de salada humedad.

            Se realizan peregrinaciones hasta allí, los barcos llevan animales destinados a diversos sacrificios. Algunos se matan y otros se dejan libres en reconocimiento del héroe. En el templo hay una imagen hermosa de Aquiles. Allí se depositan una gran cantidad de regalos y ofrendas sagradas. Pueden leerse inscripciones en griego y latín, en las que el héroe es elogiado y celebrado. Algunas de ellas están también dedicadas a Patroclo. Hay muchos que consultan allí el oráculo de Aquiles.

            Los peregrinos que toman para los sacrificios los animales que pastan en la isla deben depositar, en el templo, el precio que consideran justo. En caso de que el oráculo les niegue el permiso, debe añadir algo más al precio ofrecido, y si el oráculo se los niega nuevamente, aumentan aún algo más, hasta que el mismo oráculo juzga el precio suficiente. Allí, en un inmenso cofre, hay una gran cantidad de dinero, consagrado al héroe que nadie toca, ni sustrae, ya que quedaría maldito. Dicen que a algunos, Aquiles se les aparece en sueños o durante el viaje de navegación a la isla.

            En el altar de ese silencioso templo -cuya continua plegaria está acompañada por la música del mar- en medio de esa deshabitada isla, se lee una inscripción, en piedra, con los siguientes versos que el tiempo no logra olvidar:

“Mil naves sobre el mar se deslizaron
hacia Troya, con ímpetu valiente.
Helena fue un pretexto solamente,
todas las guerras lo necesitaron.

Diez años de combates no arredraron
ni a griegos, ni a troyanos, porque al frente
de cada ejército, en la lucha ardiente,
sus dioses predilectos pelearon.

Luché, vencí, morí…Ni fui el primero,
Ni el último he de ser que, malogrando
la juventud, ha de obtener su Homero.

Los pueblos se desangran batallando,
y en esta estupidez, cada guerrero
piensa que los dioses pelean por su bando”.[1]

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El recuerdo de Aquiles, ahora, nos acompaña. Él recibió la bendición de los dioses y sus dones. Disfrutó de la bendición de la amistad, el heroísmo y el reconocimiento. Su memoria aún perdura y nos bendice desde lejos.

4. Aquiles, amigo y enemigo de sí mismo

            Aquiles es el arquetipo del héroe y del antihéroe a la vez. Es semidiós, un mortal con sangre divina en sus venas; sin embargo, tiene un sólo punto débil por el cual –finalmente- encuentra la muerte. El príncipe París, su enemigo, apunta directo a su talón, la llave y la puerta de todas sus vulnerabilidades. Por este sólo punto frágil, muere.

Basta una sola flaqueza para comprometer todo. No hacen falta muchas. Una sola es suficiente para dar en el blanco. Los puntos débiles, o consolidan otorgando firmeza o desarman provocando desestructuración. Lo que nos fortalece puede ser también causa de debilidad y viceversa. No hay ninguna fortaleza absolutamente consistente. No hay ninguna debilidad que no pueda robustecerse.

            El Apóstol San Pablo tuvo esta experiencia. Él afirma: “cuando soy débil, entonces, soy fuerte” (2 Co 12,10). Sobre todo si se piensa que Dios y su gracia nos bastan para fortalecer nuestra vulnerabilidad.  

            Jesús fue un héroe que, lejos de mostrarse todopoderoso en grandilocuentes palabras, ampulosos gestos o portentosos milagros, prefirió revelarse débil: en su humanidad, en sus tentaciones en el desierto, en su agonía en Getsemaní y en su muerte en la Cruz, incluso en su misma Resurrección, no se mostró triunfal y victorioso sino humilde y discreto.

            La Palabra de Dios nos dice que “sus heridas nos han curado” (Is 53, 5; 1 Pe 2,25). Jesús nos mostró sus heridas (cf. Jn 20,27) para que, como el Apóstol Tomás, las contempláramos y fuéramos sanados.

            En la historia de Aquiles se cuenta que este héroe tenía también poderes curativos. Cuando los griegos partieron hacia la Guerra de Troya, se detuvieron accidentalmente en un lugar donde gobernaba un rey llamado Télefo. Allí tuvieron una batalla donde Aquiles hirió al rey. Como la herida no sanaba, Télefo consultó al oráculo el cual afirmó que aquél que había provocado la herida, la sanaría.

            Télefo entonces, disfrazado de mendigo, pidió a Aquiles ayuda para curar su herida, el cual se negó, alegando no tener conocimientos médicos suficientes, aunque su maestro Quirón, en su adiestramiento, le había enseñado ciertos rudimentos de medicina. Odiseo dijo entonces que la lanza que había infligido la herida tenía que ser capaz de curar. Aquiles, por lo tanto, raspó unos trozos de la lanza sobre la herida y Télefo, así, al fin, se curó.

            Muchas veces aquello que nos hiere es lo que nos salva. Lo que nos lastima también puede curarnos. Lo que abre una herida puede cerrarla. El milagro consiste en que uno es capaz de las dos cosas. Un corazón herido puede también sanar. Todo depende del amor. Hay personas y vínculos sanadores. Hay amigos curativos y esto no quiere decir que ellos, por su parte, no estén heridos sino que hacen de su herida, don de perdón y amor.

            Quien esté herido debe tener voluntad de sanarse. El poder interior de la transformación radica en cada uno. Las palabras, las miradas, los gestos, los silencios, todo puede herir y también curar. En uno se esconde el poder que las cosas producen en nosotros.

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            Aquiles fue el más importante de los héroes griegos de la guerra de Troya, personifica la intrepidez, la valentía, la fortaleza, la furia, la belicosidad, la audacia, la juventud y la impetuosidad. A menudo se irritaba fácilmente. Cuando se sintió humillado por el rey Agamenón, abandonó la lucha, aún sabiendo que su ausencia del campo de batalla acarreaba grandes pérdidas. Sin embargo, nunca sospechó que el precio de su orgullo fuera tan alto como la vida de su mejor amigo. Junto aPatroclo constituye el arquetipo de la amistad inseparable, tanto en la vida como en la muerte. En la misma mitología griega se encuentran otros casos memorables de amistad entrañable, tales como Orestes y Pílades; Teseo y Pírito; Heracles y Yolao.

            En la Biblia, por su parte, aparece -en el Antiguo Testamento- una amistad valerosa de igual dignidad entre el rey David y el príncipe Jonatán, hijo del rey Saúl. A pesar de que el padre de Jonatán, por celos y envidia quería matar a David; el hijo del rey, leal a su amigo, lo mantiene informado de las intenciones de su padre y lo ayuda a salvarse. David incluso tiene la oportunidad de matar al rey Saúl pero no lo hace, demostrando así su lealtad (cf. 1 Sm 19,10;  20, 1-42).

            El primer libro de Samuel testimonia que “el alma de Jonatán se apegó al alma de David y lo amó como a sí mismo. Jonatán hizo Alianza con David. Jonatán se quitó el manto que llevaba, su vestido y su espada, su arco y su cinturón y se los dio a David” (1 S 18,1-4). (Efecto eco).

 

            En esta amistad hay una comunicación espiritual desde el comienzo, un intercambio de “almas” que posibilita, después, la reciprocidad de las armas. Este pacto -designado con la expresión “hacer Alianza”- establece una relación entrañable y espiritual, humana y divina, una “marca”, un sello, un “tatuaje” del alma.

 

            El intercambio de ropas y armas entre los amigos expresa una familiar intimidad, un compartir todo en común, el ponerse uno en el lugar del otro. También Aquiles le permitió a Patroclo llevar su armadura y sus armas al combate. Precisamente esta acción es la que llevó al príncipe Héctor a la confusión en el combate, provocando la muerte a Patroclo.

 

            La amistad entre David y Jonatán quedó -desde el principio- consagrada como una Alianza con el Señor. La amistad es “ritualizada”: Jonatán se saca y le entrega a su amigo su vestimenta, las armas y los atributos de guerrero. Esto no es sólo un honor, compartiendo con él sus triunfos y derrotas en las batallas sino que lo invita a su combate, a participar de su destino. La suerte de ambos será –desde entonces- común. Los dos batallarán con las mismas armas. Tendrán los mismos triunfos y sufrirán idénticas derrotas. La primera ofrenda de amistad entre Jonatán y David fue compartir sus vestimentas y armas, símbolo de total confianza e incluso de indefensión y  vulnerabilidad. Se dejan todas las defensas frente al amigo. Se está sin armas, sin corazas, sin escudos, sin armaduras. No hay protección. Se muestra confiada la vulnerabilidad y la debilidad.  

 

Cuando Jonatán muere, David exclama: “Jonatán, por tu muerte estoy herido. Por ti lleno de angustia, Jonatán, hermano mío, en extremo querido” (2 Sm 2,26). Nunca más se canta la historia de una amistad semejante. Ni siquiera en el Nuevo Testamento. Allí no hay ninguna historia de amistad similar. Sólo aparece la mención de la amistad en el Evangelio de Juan: “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. No los llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a ustedes los llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer. No me han elegido ustedes a mí sino que yo los he elegido a ustedes”. (cf. Jn 15,12-16). (Efecto eco).

 

La amistad forma parte de la revelación del misterio del Dios Encarnado: “Dios es Amor” (1 Jn 4,8.16); “Dios es Alianza”, “Dios es amistad”.

 

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            La historia de Aquiles no es sólo de amistad con Patroclo. También tiene su contracara en la enemistad con el príncipe Héctor. Lucha con él, lo mata, lo maltrata y lo tortura incluso una vez muerto. Así se cobró la venganza por la muerte de su amigo. Sin embargo, también devuelve el cadáver de su enemigo ante el pedido del rey permitiendo que se realicen los ritos funerarios.

 

Aquiles es el arquetipo de la amistad y de la enemistad. Para los cristianos no es posible la venganza, ni la enemistad. Jesús extendió su amor universal y gratuito a todos, incluso a los enemigos. No sólo que Él mismo lo practicó -perdonando en la Cruz a sus verdugos- sino que, además, instó a que todos sus discípulos amemos sin medida con un corazón universal que abarque a todos, incluso amando a lo que no nos aman. Este amor nace de una genuina, exigente y heroica caridad cristiana que nos expropia el corazón, más allá de nosotros mismos y de nuestras justificaciones, ensayando un amor como sólo Dios puede hacerlo.

 

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Siempre rige sobre nuestras relaciones el arquetipo de Aquiles, amigo y enemigo, de los otros y de nosotros mismos. Nuestro corazón, muchas veces, se balancea entre el amor y la venganza, la amistad y la enemistad. No sólo con personas distintas sino, incluso, con las mismas personas. A veces amamos y odiamos a la vez y a la misma persona.

 

            El arquetipo de Aquiles es guerrero y víctima simultáneamente, fuerte en la lucha y débil en un solo punto de vulnerabilidad que lo lleva a la muerte. Invencible y, finalmente, vencido. Poderoso y frágil. Vengativo y compasivo.

 

            Aquiles está en lucha permanente. Su guerra no es con Troya. Es consigo mismo. Él es su propia competencia y su máximo rival. Él su amigo y su enemigo. El límite y  la superación de sí mismo. Es también su propia derrota y fracaso. Por eso se constituye en héroe.

 

            Él murió cuando murió su amigo. Nunca pudo superar su muerte. La memoria de su inseparable camarada lo acompañó más allá de la muerte. La historia cuenta que al morir Aquiles, luego de ser incinerado en la pira, se mezclaron sus cenizas con las de Patroclo para que sigan ganando juntos mucho más victorias en el más allá.

 

            Aquiles, Patroclo y Héctor. David, Jonatán y Jesús: arquetipos, mitos que nos revelan lo más profundo de nosotros mismos.

 

Frases para pensar

 

1.      “Aquello por lo somos fuertes nos hace también débiles. Lo que constituye nuestra robustez y firmeza se puede transformar en debilidad y flaqueza. Lo que nos cura es lo mismo que nos puede enfermar”.

 

2.      “La herida es el espejo más real en el cual cada uno guarda la imagen de su verdadero rostro. Allí está, si lo sabemos desentrañar, el secreto de nuestra fortaleza”.

 

3.      “Hay guerras invisibles que los seres humanos tenemos dentro del alma”. 

 

4.      “Hay momentos en que para cuidarse mejor, hay que exponerse”.

 

5.      “El secreto guardado en la compasión y en la misericordia lo encuentran los corazones pobres, aquellos que se olvidan de sí mismo”Final del formulario.

 

6.      “Hay sufrimientos en los cuales uno está absolutamente sólo. No hay posibilidad alguna de compañía. Llevan –exclusivamente- nuestro nombre y destino”.

 

7.      “Cuando se ama y se lo ha entregado todo, ya no hay retorno”.

 

8.      “Lo que nos fortalece puede ser también causa de debilidad y viceversa. No hay ninguna fortaleza absolutamente consistente. No hay ninguna debilidad que no pueda robustecerse”.

 

9.      “Muchas veces aquello que nos hiere es lo que nos salva. Lo que nos lastima también puede curarnos. Lo que abre una herida puede cerrarla”.

 

 

 



[1] Francisco Álvarez Hidalgo, Poema “Aquiles”, Los Ángeles, 29 de Julio de 1997.