Teseo, Hipólito y Fedra, un triángulo de amor y desamor

sábado, 14 de julio de 2012
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            Esta historia comienza con un príncipe llamado Teseo, héroe que venció en el laberinto al famoso monstruo llamado minotauro, bestia con cabeza de toro y cuerpo de hombre que comía seres humanos, los cuales eran llevados a la guarida y prisión de la fiera, con el único fin de ser sacrificados. Teseo decidió, él mismo, ser parte de la comitiva que servía de ofrenda a las ansias de semejante voracidad y enfrentarse así a esa terrible sombra para derrotarla, librando al reino de tal maléfica presencia. 

            Con este propósito se presentó ante el rey Minos para manifestar su valiente iniciativa. En la corte, la princesa Ariadna, hija del rey, al ver al valiente tan dispuesto, quedó prendada de él y de su osadía. La princesa le rogó entonces que se abstuviera de luchar con el Minotauro, pues eso lo llevaría a una muerte segura, el príncipe Teseo, no obstante, siguió firme en su propósito. Ella entonces  se dispuso a ayudarlo como fuere. Le dio, secretamente, un ovillo de hilo, muy largo, para que pudiera entrar y salir del laberinto en caso de que derrotara a la bestia, guiándose -por el camino- con el extenso hilo. La princesa Ariadna le había pedido a Dédalo, el arquitecto y hábil artesano que diseñó la prisión del laberinto, el secreto de la salida y éste le indicó la estrategia de desenrollar un ovillo de hilo, colocado en la entrada del lugar, acompañando con él la trayectoria interna del camino, luego -al querer volver- se debía enrollar el ovillo, siendo así guiado hacia la salida. Desenrollando y enrollando el hilo, el camino iba y venía por las internas sinuosidades convirtiendo la entrada en salida. 

            La ayuda de la princesa no fue del todo desinteresada. Para el príncipe tuvo un precio. La joven le pidió que, una vez derrotado el monstruo, la convirtiera en su esposa, llevándola consigo. Teseo aceptó. El monstruo era -nada menos- que el hermanastro de la princesa. Su madre –Pasifae- se había enamorado de un toro blanco que estaba destinado al sacrificio del dios Poseidón, señor de los mares. De esa extraña unión había nacido aquél monstruo. El rey Minos, al sentirse ofendido por la infidelidad de su esposa, había encerrado a la deforme creatura haciendo construir una prisión que fuera un interminable y oscuro laberinto. El monstruo estaba perdido en su propia celda y todos los que ingresaban allí también se extraviaban. Se convertían en sangrientos bocados de sacrificios humanos. 

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            El príncipe Teseo entró y salió ileso de los recovecos interminables del complejo laberinto. Mató al Minotauro gracias a una masa que había forjado el dios del fuego, Hefesto, el herrero de los dioses. Salió del laberinto con éxito, desenrollando y enrollando el ovillo de hilo. Su vida dependía de ese delgado y delicado hilo de esperanza.

A menudo la existencia, el amor y el tiempo se vuelven intricados laberintos en los que nos perdemos, sin escapatoria posible. El hilo de la princesa Ariadna era lo suficientemente débil y fuerte, a la vez, como para rescatarlo. Lo hizo salir de esa trampa, otorgándole un sentido a su camino y búsqueda, a su lucha y victoria. 

            Se convirtió así en un héroe. Libró a la ciudad, para siempre, de la temible presencia del monstruo encerrado. Luego retornó a su patria, navegando y llevando consigo a la princesa Ariadna. Debido a una tormenta, desembarcó en una isla con toda la tripulación que navegaba junto a él. También lo hizo la princesa. Al otro día a la hora de zarpar,  el príncipe Teseo volvió a partir con todos, menos con la princesa. La dejó voluntariamente, mientras ella dormía. El motivo de ese abandono es, aún hoy, controvertido: algunos señalan que el príncipe Teseo la abandonó por su propia voluntad y otros dicen que fue por orden de los dioses para que la princesa luego pudiera casarse con el dios Dioniso, el señor del vino, los placeres y los excesos. Tal como efectivamente ocurrió.

            La princesa al despertar y comprobar la traición del príncipe se sintió defraudada y usada. Por lo cual maldijo al hombre que la había abandonado. Cuando alguien maldice, siempre algún dios escucha y -teniendo en cuenta tales palabras- las lleva a cabo. El dos Poseidón, señor del mar y las tormentas, la escuchó e hizo que una gran tempestad destrozara el navío del príncipe, sin dejarle casi ninguna vela. La diosa del amor, Afrodita, por su parte, se compadeció de la desdichada princesa Ariadna enamorada y le prometió que la desposaría con algún dios.

Dioniso, por causalidad, estaba por allí, no tardó mucho en cortejarla, seducirla y casarse con ella. La princesa se sintió favorecida, casarse con un dios era mucho más provechoso que hacerlo con un simple mortal. En verdad, el casamiento con un dios, con una diosa o entre divinidades no necesariamente es garantía de felicidad. El amor nunca tiene demasiadas garantías, ni seguridades, igual que el corazón humano.

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            Mientras tanto, en tierra, el padre del príncipe Teseo, el rey Egeo, le había dicho a su hijo que si volvía victorioso, después de matar al monstruo, navegara con velas blancas y si volvía derrotado, pusiera velas negras, así sabría anticipadamente cuál había sido el desenlace de tal aventura. El angustiado padre, en verdad, quería saber -antes que la nave llegara a puerto- si su hijo había sobrevivido a esa extrema hazaña.

            La maldición de la princesa Ariadna hizo que sólo le quedaran al barco las velas negras, por lo cual, el rey Egeo, al ver -desde las altas torres de su palacio- tan mal augurio, creyó que su hijo había muerto y -colmado de un inmenso dolor- se suicidó, arrojándose al mar y ahogándose, desde los acantilados en los cuales estaba edificado su palacio. El príncipe Teseo, al llegar, supo de la infausta noticia y, a partir de entonces, heredó el trono de su padre.

            En cierta ocasión, el rey Teseo, con el espíritu aventurero que lo caracterizaba, participó de una expedición y tomó como compañera a una amazona llamada Hipólita. Las amazonas eran una tribu de mujeres guerreras. El rey tuvo con Hipólita un hijo que llamó Hipólito. Algunos cuentan que Hipólita luego del nacimiento de su hijo, lo abandonó, ya que -en verdad- el rey la había raptado. Ella, intentando vengarse, convocando a las amazonas más valientes, cuando el rey Teseo estaba por casarse con otra mujer, provocó una batalla. Las amazonas fueron al rescate de Hipólita, atacando al rey y  resarcir así el derecho de Hipólita. Ante semejante situación, el rey se sintió humillado por esa banda de mujeres agresivas y repudió definitivamente a Hipólita.

            Para destrabar la tensión política que había quedado entre el rey Teseo y el rey Minos después del abandono de la princesa Ariadna y con el fin de remediar tal acción, la princesa Fedra, hermana de la princesa Ariadna, fue ofrecida al rey Teseo. Este no pudo rechazar la proposición porque le interesaba restablecer la alianza política con el reino extranjero. Fue precisamente en la boda del rey Teseo y la princesa Fedra cuando ocurrió el ataque de las forajidas amazonas. En esa lucha, Hipólita murió, herida por los custodios reales.

            El rey Teseo, a través de estas experiencias, tuvo que aprender a no subestimar el poder de las mujeres. Primero la princesa Ariadna lo maldijo y luego Hipólita y su pueblo de mujeres, tomaron revancha y ejecutaron la venganza. Parece paradójico que el hombre que mató a la bestia del Minotauro no haya podido defenderse del ataque de las mujeres.  

            El amor y las pasiones son un laberinto más grande que el diseño del ingenioso Dédalo. Quien entra en los intrincados vericuetos del amor, siempre queda perdido. El rey Teseo creyó burlarse de las mujeres –de la princesa Ariadna a la cual abandona solitariamente en una isla y de la amazona Hipólita a la cual raptó- y, sin embargo, fueron ellas las que se burlan, en última instancia, de él: un héroe con los monstruos y un perdedor con las mujeres. Pudo salir del laberinto con el hilo de Ariadna pero le fue imposible zafar de las pasiones de aquellas mujeres que lo amaban y lo rechazaban por igual. 

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            El único legado para el rey Teseo, de parte de Hipólita, la amazona, fue su hijo Hipólito. Cuando éste creció se distinguió por su pasión a la caza. Veneraba a la diosa virgen de dicha práctica, Artemisa. Él era un joven sano y apuesto. Más interesado en el deporte que en los asuntos del amor. Tenía poca simpatía a la diosa de la pasión y el placer: Afrodita. De hecho, a todos les llamaba la atención que Hipólito se mantuviera, a contra corriente de la costumbre de su tiempo, casto en su trato y en sus relaciones. En medio de una cultura hedonista, donde la diversión y el placer, la sensualidad y el erotismo, eran la regla común de los jóvenes, él había optado vivir lo más sano y puro posible, en su cuerpo y en su alma.

            A la diosa Afrodita no le simpatizaba para nada esta actitud del muchacho. Además ella sabía que  él la consideraba la menos importante de todas las diosas. En una ocasión, hizo una reverencia a una imagen de la diosa sólo desde lejos debido a un requerimiento de un sirviente. A la diosa esta conducta le pareció demasiado engreída.

            Hay purezas que se llenan de jactancia por sus propios logros como si la inocencia fuera el duro trabajo de meros rechazos. El orgullo de quien enaltece su castidad, mirando a los otros altivamente, provocó el desprecio de la diosa. Ella prefería a los que se entregan a los meros placeres,  reconociendo su debilidad que a los impolutos que se engríen de sí mismos, distanciándose del resto de los mortales, con la petulante presunción de creerse superiores. Ese orgullo altanero de nada sirve. Hay -a veces- una cierta petulancia de la pureza que es más grave que la fragilidad de quien se siente dominado por el placer y no puede rechazar la pasión.

            La diosa Afrodita, por todo esto, ideó un terrible plan para vengarse de Hipólito. Quería que el muchacho mordiera el polvo de su tentación y caída, consintiendo los deseos de la carne.  Si Hipólito no estaba dispuesto a cumplir sus deseos y a ofrendarle su virginidad, la diosa decretó que el joven muriera irremediablemente. Tenía así que pagar su orgullo y aprender –de esa manera extrema- que el amor puede herir e incluso matar. No era posible desobedecer a una diosa, sobre todo en su requerimiento de placer.  El príncipe Hipólito sostenía que los placeres más intensos eran precisamente los del espíritu. La diosa Afrodita, en cambio, tenía otra opinión.

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            El rey Teseo empezó a sentir el avance inexorable de la edad. La carga de los años hacían declinar sus fuerzas y sus cabellos comenzaban a blanquear. Su hijo, el príncipe Hipólito siempre lo acompañaba y asistía. Era fiel y devoto. Le costaba ver cómo su padre iba lentamente menguando en sus ímpetus. El joven tenía la misma edad que la reina Fedra, la esposa de su padre, la cual ya le había dado dos hijos al rey. Llevaban una vida tranquila hasta que, de pronto, los caprichos de una diosa insaciable aparecieron transformándolo todo. 

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La diosa Afrodita, ofendida por los continuos desprecios que el joven hacía a las proposiciones deshonestas que le presentaba a cada ocasión y debido a que la bella figura del joven la encendía, hizo       -con sus artilugios de encantamiento por atracción- que la reina Fedra, después de algunos años de casada, comenzara a fijarse en su hijastro de una manera diferente. 

La reina, de pronto, no podía explicarse lo que le estaba sucediendo. Sentía profundamente un fuerte deseo de pasión hacia el príncipe Hipólito. Se experimentaba víctima de una tendencia irrefrenable. No era un amor convencional. Ella era la reina y él el príncipe. Madrasta e hijastro. Sin embargo,  más allá de los condicionamientos y el protocolo real, no podía escapar de esa fuerza que la ahogaba y la carcomía. Por momentos, creía casi enloquecer. 

            En ciertas ocasiones, el amor se manifiesta como una enfermedad que enceguece y atolondra, agita el pulso y las pulsiones, la respiración y los latidos. Es punzante y doloroso. Su necesidad y demanda son continuas. El amor es placer doloroso y sufrimiento deleitable. Nunca descansa. Por momentos, es un hechizo y un maleficio. A veces hasta parece una maldición que tortura el cuerpo y el alma. Descentra. Nos saca de nosotros mismos. Quita la paz y no da nada a cambio, excepto perturbación, ansiedad, angustia y soledad. No se puede resistir. Nos hace sucumbir a la concupiscencia y a los remordimientos. Nos manipula, haciéndonos realizar cualquier disparatada acción con tal de que el objeto del deseo se dé cuenta de nuestra irresistible inclinación. Nos pone en evidencia y nos avergüenza. Entregamos nuestra libertad, quedando prisioneros. 

            En nuestra perplejidad, sabemos y comprendemos lo que está bien, aunque no lo ponemos en práctica. A veces por indolencia; otras, por preferir cualquier clase de disfrute. Muchos confunden amor con pasión y placer. Hay amores que no son apasionados o que su pasión se ha apaciguado y eso no significa que se acabó. Tampoco provocan un continuo placer o, al menos, no un placer físico. Muchas veces no hay demasiado placer cuando se ama verdaderamente. A menudo implica sacrificio, olvido de sí y abnegación. 

Es cierto que, en ciertas oportunidades, se presenta como un relámpago o un huracán que todo lo arrasa, no teniendo piedad con el corazón. Entra sin permiso. No hace diferencia de roles, edades, sexo, religión, ni nada por el estilo. No sabe de convenciones sociales. El amor, como la muerte, es muy democrático. Cuando toca a uno, lo iguala al resto. Nos sumerge en su ensoñación. Convierte la realidad en una ficción de nuestra imaginación. Nos vuelve ilusos, algo tontos y distraídos. Otorga cierta estupidez y torpeza. Nos somete a una especie de embotamiento, embrutecimiento y necedad. Se empaña la razón para pensar correctamente. Se acaba el acierto y la posibilidad de objetividad. Quedamos expuestos y en ridículo ante todos. No podemos ocultarlo. 

            El deseo que nace del amor actúa como un chispazo de divina locura en la que se desvanecen las fronteras y cada uno es llevado y arrastrado. Anhelamos fundirnos enteramente y si no se realiza, la insatisfacción queda.  El rechazo y el abandono se sienten como ofensas y desprecios que nos llenan de angustia. 

            Estos amores dislocados y trágicos nunca dan tregua. Nos someten al fracaso. Estamos a merced de un deseo impulsivo y compulsivo. Una pasión voraz que no deja nada. Sólo escombros.

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            La creciente pasión y locura en el corazón de la reina Fedra ya no podía contenerse. Ella no distinguía si eran, en verdad, los movimientos internos de su alma o una fuerza extraña a sí misma. La diosa Afrodita, en tanto, impulsaba más y más el deseo de la reina en la medida en que el príncipe Hipólito no se daba cuenta o no quería darse cuenta de las insinuaciones de la esposa de su padre. Seguramente se sentía molesto. Además no quería causar daño alguno a su padre y a su matrimonio. Sin embargo, a la diosa Afrodita nada de esto le importaba demasiado.  Utilizaba como su arma estratégica más poderosa.

            Los seres humanos cuando se enamoran suelen ser manipulados debido a su vulnerabilidad. Se los maneja, se los usa y domina mucho más fácilmente ya que no piensan demasiado en las consecuencias de sus actos.  

            La reina Fedra sentía el corazón traspasado, herido y divido, fuera de lugar, destronado. Ya no lo poseía, ni lo controlaba. Tenía consciencia que la relación con el príncipe Hipólito estaba destinada a ser amor imposible. Sabía que no podía darse, sin embargo, era lo que más anhelaba. Sus pensamientos le pesaban todo el día. Por las noches, durante el sueño, la torturaban. Tal situación la hacía sentir perversa, padeciendo la obsesión de una laceración incurable e inadmisible, una malicie envenenada y traidora, una irrefrenable voluptuosidad que la atrapaba, enredándola y asfixiándola, haciéndola prisionera y víctima, rehén y esclava. De nada le valía saber que todo lo que sentía, pensaba y deseaba estaba mal. No le servía conocer que estaba prohibido. Experimentaba una mezcla de ardiente pasión y cólera celosa mezclada con odio. Amaba y odiaba a la vez. Deseaba y detestaba simultáneamente. Todo era un suplicio y un deleite malsano e insufrible. 

            Quería desterrar la culpa y, aunque fuese por un momento, tan intenso como la eternidad, permitirse todo sin tener la sensación interior de ese gusano que carcome la lucidez y la sensatez. Pretendía no ser sensata, tan sólo por un acto, aunque después se abriera el abismo. Hay momentos en que uno quiere dejarse caer en el precipicio. Deseaba dejar de reprimir por vergüenza, disimulando con forzada hipocresía. Era preciso dejar los modales y manifestar, abiertamente, todo lo que esa pasión desataba en el volcán de su interior. Ansiaba dejarse vencer, aunque fuera ésa su perdición. Probar la dulzura de no resistir. Ganar, perdiéndolo todo, en un instante absoluto. Tirarse en brazos del vértigo. Dejar de librarse y sentir el estremecimiento. Romper el corazón con un poco de amor. ¿Quién dijo que el amor trae paz?, ¿acaso no se siente apasionadamente violento?  Los que sufren la desesperación de un amor rechazado viven un verdadero infierno que no se puede compartir con nadie.

            En tanto padecen, esperan que el amor se convierta, para ellos, en el cielo que anhelan porque el verdadero paraíso se encuentra en el gozo del amor correspondido. 

2. Triangulaciones fatales

            Lo que sigue a continuación no está muy claro en la secuencia de los hechos. Lo cierto es que esta pasión secreta de la reina Fedra, pujaba por salir y -al hacerlo- trajo consecuencias insospechadas y devastadoras.

            Algunos afirman que estando el rey Teseo ausente, la reina Fedra manifestó al príncipe Hipólito sus sentimientos,  ofreciéndose provocadora y tentadoramente. El príncipe,  debido a su castidad y por respeto a su padre, rechazó a la reina. Le repugnaba la propuesta de una relación incestuosa.

Hay quienes afirman que la reina Fedra confió su secreta pasión a una criada de confianza, Énona, quien -a su vez- se lo comunicó al príncipe Hipólito, haciéndole prometer que nunca revelaría tal secreto.

            Hay quienes sostienen, en cambio, que la reina Fedra no le pidió a la criada que le revelara sus sentimientos al joven, aunque ésta igualmente lo hizo por indiscreta o simplemente no pensando en las fatales consecuencias.

Están también los que afirman que la reina Fedra instigó a Énona a comunicarlo para tener así una cómplice. Lo cierto es que –con o sin mediación de Énona- el príncipe Hipólito supo de los sentimientos de la reina y la rechazó tanto por ser su madrastra como por fidelidad a su opción de vivir castamente.

            Las reacciones de las mujeres son frecuentemente impredecibles para los varones, sobre todo, la reacción de una mujer obnubilada de pasión y amor ciego. El despecho puede hacer perder los límites. Hay mujeres que perdonan hasta la violencia de un hombre pero nunca un rechazo. Sentirse resistida y despreciada es una herida en el orgullo femenino muy profunda que suele provocar venganza.

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            Lo que continúa, el meollo más trágico de la historia, también tiene varias versiones. Algunos comentan que la reina Fedra empezó a preocuparse porque el rey Teseo, su esposo, nunca llegara a enterarse de su secreto amor y creyendo que el príncipe Hipólito era capaz de contarle y denunciarla a su padre, para evitarlo y conservar su honra, la reina le ganó de mano e hizo creer al rey Teseo que su hijo había tratado de sobrepasarse con ella.

            Otros mencionan que el rey Teseo, al ser notificado por su esposa del atrevido intento del príncipe Hipólito, decidió comprobar los hechos por sí mismo. La reina, temerosa de que se descubriera la verdad, provocó un desenlace inesperado y desesperado.

            Cualquiera sea la versión, lo cierto es que todos perdieron. El rey Teseo perdió a su esposa y también a su hijo. La reina Fedra se quitó la vida y al príncipe Hipólito se la arrebataron.

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            Cuentan que la reina, despechada, se ahorcó, dejando una nota inculpatoria en la que decía que el príncipe Hipólito había tratado de deshonrarla, ultrajando su fidelidad matrimonial. El rey Teseo creyó en la honestidad de su esposa y clamó venganza pidiendo la ayuda del dios Poseidón, señor de las aguas, quien le había prometido al rey, en razón de su devoción, que cumpliría tres deseos que él pidiera, cualquiera fueran ellos.  

El rey Teseo castigó a su hijo con la pena capital del destierro, lo cual era la muerte en vida, el olvido y la desposesión total. Uno se quedaba sin tierra, sin lengua, sin apellido y sin destino. Todo era borrado en vida. Ninguna sociedad reconocía los derechos de los desterrados.

Al príncipe Hipólito, no le fue concedido apelar y alegar en su favor. El rey castigó a su hijo como un ejemplo para todos los demás. Obedeciendo a su padre, mientras iba de camino en cumplimiento de su pena, cabalgando en su carro por la costa, el príncipe tuvo un accidente. El dios Poseidón, cumpliendo su palabra y el deseo del rey Teseo, envió un monstruo marino, según algunos, o un toro enfurecido, según otros, que saliendo de las aguas del mar, desde una gran ola, espantó a los caballos. El carro del príncipe volcó. El joven fue arrastrado, aplastado por sus propios caballos y estrangulado con las riendas. Los caballos siguieron su camino con el carro, cuando el príncipe logró zafar del enredo de las riendas de su cuello y de su cuerpo, no podía caminar, ni respirar. Cayó tirado y, solitariamente, agonizó un largo rato.

            El príncipe nunca se defendió de las falsas acusaciones. Tampoco acusó a la reina,  desmintiéndola. Vivió coherente su fidelidad. Fue fiel a sí mismo y a su castidad hasta el final. Fiel a su padre, el rey, ya que como hijo lo honró y fiel a la reina Fedra ya que como esposa de su padre y madrasta suya, no la acusó.

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            Se cuenta que en su agonía el príncipe Hipólito tuvo el consuelo de la presencia de su amada diosa Artemisa. Ella fue a asistirlo y a prepararlo para que caminase valerosamente hacia las puertas del Hades, el reino del más allá al que se conduce todo mortal, bueno o malo.

Ese gesto de la diosa reveló, ciertamente, una notable predilección por su devoto. En general, los dioses no se acercan a los agonizantes. Ella lo hizo. Arrodillada junto al muchacho, le sonrió.  El príncipe Hipólito la reconoció y su semblante se iluminó. Le agradeció su compañía y su consuelo fortalecedor. Él quiso tocarla pero la diosa le advirtió que ella no podía tener contacto alguno con mortales. Además no podía permanecer, por mucho tiempo, junto a él, ya que no les está permitido a los dioses quedarse, en el momento final de un mortal. En ese instante supremo, ni siquiera los dioses, pueden estar. Cada mortal está enteramente sólo en ese trance. Además, una vez que un mortal expira, los dioses inmortales nunca entran en contacto con los muertos.

Ante estas advertencias, el príncipe Hipólito le agradeció nuevamente a la diosa y comprendió la enorme gratitud de su delicado y excepcional gesto. La diosa le dijo al oído que era muy heroico, de parte de los seres humanos, quedarse solos en el momento de la muerte y que él estaba preparado para ese sagrado instante. La diosa entonces se despidió del joven, lo bendijo y le prometió que su padre conocería la verdad, ya que ella se encargaría de difundirla.

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            Cuando se encontró el cuerpo, tirado en la playa, casi sin vida, del príncipe Hipólito, le llevaron la noticia a su padre, el cual -mientras estaba rezando a solas, quizás al dios Poseidón, agradeciendo los favores concedidos- se le apareció visiblemente la diosa Artemisa. Ella le reveló la verdad y le comunicó que toda la situación estuvo provocada por la diosa Afrodita y sus desvaríos de amor resentido que tomaron como blanco el corazón vulnerable de la joven reina Fedra. Además le manifestó la integridad de su hijo en todo momento, instándolo a sentirse orgulloso del muchacho. La diosa Artemisa le explicó que la diosa Afrodita les había tendido una trampa y que ésta era la única y última ocasión para que padre e hijo se reconciliaron, antes de que fuera demasiado tarde. Le indicó donde estaba el príncipe Hipólito agonizando y lo alentó a que por su honor de rey y de padre fuera a disculparse, a bendecir y a despedir a su hijo.

            El rey Teseo, al saber la verdad, fue rápidamente al encuentro de su hijo moribundo, en una carrera contra el tiempo. No sabía cómo remediar la situación. El príncipe estaba herido de muerte. Al encontrarlo, antes de fallecer, el joven le dijo a su padre que no se sintiera culpable por nada ya que  había obrado de acuerdo a la información que tenía y a la confianza que cada uno merecía. Por su parte, él gustosamente -como hijo- lo perdonaba ya que todos somos deudores del destino y estamos en las manos de los dioses y sus intenciones.

El muchacho agradeció a la diosa Artemisa la presencia de su padre. Gestos así son extraños, incluso entre los dioses. Bendijo la ocasión que tenían de encontrarse por última vez y de celebrar juntos el perdón. No hay nada mejor que terminar la vida, estando en paz y perdonando todo y a todos. No vale la pena morir resentidos, culpando a los demás. Es preciso perdonar muchas veces en la vida y en la muerte, aún más. Hay que liberarse de toda carga y peso mientras haya tiempo. Es preciso purificarse y limpiarse. El perdón reconstituye y sana con la limpieza de la verdad.

            El rey Teseo, con sus ojos y su corazón cuajados en lágrimas, abrazó a su hijo fuertemente, le pidió repetidas veces perdón y allí, en las orillas del mar, donde el príncipe había sufrido el accidente, siendo su padre la causa indirecta del mismo, tendido en la arena, le sonrió por última vez. Esa sonrisa de paz y de reconciliación fue el mayor regalo y el más exquisito premio que le concedieron al rey Teseo, el cual lloró sin consuelo, mezclando sus lágrimas amargas con las gotas saladas del mar. Se sentía inevitablemente culpable, aunque él había obrado de la manera más consecuente que pudo. Allí, abrazado a su hijo que yacía en la playa, lo tomó en sus brazos y caminando hacia adentro del mar, lo depositó sobre las aguas, las cuales parecían una inmensa tela turquesa mecida por el viento y besándolo por última vez, lo dejó ir para siempre, como una ofrenda al dios Poseidón, el señor de los mares que lo tomó entre sus olas haciéndolo desaparecer para siempre.

Es irónico el designio de los dioses. El dios Poseidón prometió y cumplió. El rey Teseo pidió y obtuvo. La diosa Artemisa fue gentil y delicada mostrando las consecuencias fatales que puede tener incluso la buena intención de los seres humanos y de los dioses cuando, entre medio, existe la perturbación de la pasión desmedida. La diosa Afrodita, enamorada de un mortal, hizo que la reina Fedra se enamorase perdidamente del príncipe Hipólito para que así, el honesto y casto príncipe encontrara la muerte. 

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            La reina Fedra, al saber el desenlace infausto de los hechos y la suerte del infortunado  príncipe, casi sin pensarlo, ahogada en un torbellino de confusiones, se suicidó, no pudiendo soportar el mal que había causado a dos inocentes: el rey y el príncipe, padre e hijo..

            Los hechos no logran cronológicamente ser claros. Algunos dicen que la reina se suicidó antes del accidente del príncipe. Sintiéndose despechada y desesperada, se ahorcó, dejando una tablilla escrita en la que inculpaba al muchacho por haberla seducido. Otros sostienen que la reina se suicidó después de conocer la noticia de la muerte del príncipe y sabiendo que rey ya conocía toda la verdad de los acontecimientos por la revelación de la diosa Artemisa. No pudiendo enfrentarse al rey Teseo -esposo al cual le había mentido y padre al que, de alguna manera, contribuyó con la muerte de su hijo- estaba desesperada. Pensó que lo mejor sería estar muerta. La muerte no es el arreglo definitivo de las cosas que no se pueden o no se saben resolver. Lo que no se arregla en vida, es difícil arreglarlo con la muerte. 

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            Ya sea antes o después de la muerte del príncipe Hipólito, conociendo o desconociendo el rey Teseo la verdad de las intenciones deshonestas de la reina Fedra, como asimismo la rectitud de su hijo, lo cierto es que ambos estaban muertos y el rey sumido en su propia soledad, había elegido entre dos amores distintos, el de su esposa y el de su hijo. 

            Hay quienes afirman que el rey al regresar al palacio se encontró con el cadáver de su esposa y su mensaje. El monarca se desesperó ante la situación y, llevado por la rabia, invocó al dios Poseidón. El príncipe Hipólito fue acusado por su padre. El joven, alegó su virtud e incluso defendió a la reina Fedra. Se comportó heroicamente al no revelar la vergonzosa confesión de su madrastra. Lo hizo por amor y respeto filial a su padre.

            Por su parte, Énona, la criada, se sintió igualmente culpable. En su precipitada actuación ella podía ser juzgada de indiscreta y poco confidente con su señora y ama, como también ser considerada instigadora y suspicaz para con el príncipe Hipólito. En el fondo, no se supo si quiso hacer un favor o perjudicar. Algunos dicen que ella se quiso divertir siendo cómplice de la situación. Quizás lo hizo sin pensar demasiado. No cayó en la cuenta que hay indiscreciones que pueden ser fatales en sus consecuencias. Al hablar -sobre todo- de situaciones de la vida privada de los demás, uno debe ser muy prudente. De lo contrario, siempre es preferible el delicado silencio del respeto.

            En los desenlaces de los conflictos, nunca se sabe cómo actuarán los dioses: qué dios estará a favor y cuál se pondrá en contra. Los hay benévolos y otros actúan bastante caprichosamente.

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            El rey Teseo se quedó con la sola compañía de su sombra. Muerta la reina, su esposa, extraviada por un deseo indigno y muerto su hijo, el príncipe, consumido -en cuerpo y alma- por una castidad total, le resultaba paradójico cómo dos personas tan distintas, que sentían lo opuesto, terminaron -ambas- igualmente muertas. Es una ironía divina ver cómo la muerte iguala a todos.  Los opuestos se tocan, se unen y se identifican, corren la misma suerte.

            El rey se preguntaba qué era lo que valía más en la vida: seguir el ardor desaforado de la pasión o conservar las fuerzas en el resguardo pudoroso de la castidad. En la muerte, todos somos iguales, tanto los que se han dedicado a vivir sus pasiones, como los que han conservando su integridad.

            A menudo, el rey pensaba que ambos, esposa e hijo, habían incurrido en la desmesura. Una, por el deseo y otro, por la contención. El exceso, de un lado o de otro, es siempre un extremo que los dioses reprueban y castigan.

            La diosa Artemisa no pudo proteger al príncipe Hipólito de la muerte. Él sufrió martirialmente por su piedad, sensatez y coherencia. Se permitió la muerte de un justo inocente. La fidelidad a los dioses no necesariamente asegura una vida serena o feliz.  

            La muerte de los seres queridos desangra internamente y nos rebela. Nos pone en crisis con nuestras convicciones y creencias. Apela a lo divino y reclama al cielo la sabiduría de una respuesta capaz de mitigar en algo el sufrimiento.

                El rey Teseo, sumido en silenciosas cavilaciones y mirando, con ojos perdidos, el mar, los dominios del dios Poseidón, recordaba a su noble Hipólito que yacía ahora en aquellos fondos sin fondos.

Entre suspiros las manos del rey apretaban aquella vieja tablilla que una vez usó la reina Fedra, quizás para despedirse, quizás para inculpar. Sólo el rey Teseo supo ciertamente la verdad pero nunca se atrevió a contarla. Tal vez el perdón del príncipe Hipólito le haya enseñado a perdonar a la reina Fedra, si es que algo ha tenido que perdonar. Tal vez él se perdonó a sí mismo. A lo mejor perdonó al mismo dios Poseidón, al cual le pidió ayuda y, ciertamente, lo escuchó.

Las olas del mar impetuoso parecían traer la voz de aquella memorable mujer que él tanto había amado. Al solitario rey le parecía todavía escuchar su voz diciendo estos versos:

Profunda, intensa, inclinación lasciva,
para el adolescente, nimio juego;
cómo abrasa a mis años este fuego,
nunca como hoy, tan lúbrica y tan viva.

Ignora el joven mi pasión furtiva,
y si audaz la propongo o se la entrego,
no indiferente, hostil queda a mi ruego,
rasgando mi alma su actitud esquiva.

Vástago de mi esposo, no hijo mío:
me has incendiado y permaneces frío,
deshonrada me siento, aún sin rozarte.

Mi cuerpo, por el tuyo, va gimiendo
cuando el camino de la muerte emprendo.
Amor estéril, sin jamás gozarte.[1]

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            Hay que tener cuidado con las paradojas de la historia porque las ironías del destino nos hacen caer en las mismas trampas de otros. También hay que aprender de la experiencia ajena. Todo nos enseña, si estamos dispuestos a aprender. El paso del tiempo, del cual casi siempre nos quejamos, puede ser, sin embargo, un aliado para mitigar heridas y nostalgias.

            Cuentan que el rey Teseo, después de un tiempo solitario, raptó -cuando era apenas una niña- nada menos que a la legendaria Helena, la princesa de Esparta, la misma que luego, al ser adulta y al estar casada con el rey Menelao, fue raptada por el príncipe de Troya, Paris. La mujer que ocasionó la más famosa guerra de la Antigüedad estuvo primero bajo el poder del rey Teseo. Los hermanos gemelos de Helena, Cástor y Pólux, la liberaron y tomaron a cambio a la madre del rey Teseo, llamada Etra, como esclava de Helena.

            Así como la reina Fedra se había enamorado de un joven mucho menor que ella, al rey Teseo, le sucedió lo mismo con una bella joven. Hay quienes afirman que, en ese entonces, Helena era apenas una niña, una menor que luego fue devuelta a su camino para que se cumpliera en ella el designio del amor y de la guerra.

            El rey Teseo, por la diferencia de edad, dejó que la entonces pequeña Helena se fuera con sus hermanos. Ella, con el devenir del futuro, sería reina de Esparta y princesa de Troya. Tal vez si hubiera podido saber esto, el rey Teseo, quizás, no la hubiera dejado partir tan fácilmente. Quizás hasta el mismo rey Teseo hubiera tenido un papel activo en la famosa guerra. Sin embargo, su nombre y su memoria se pierden antes del comienzo de esos largos diez años de combate.

            Sin sospechar el lejano e incierto futuro, el rey Teseo a orillas del mar, recordaba que el seno acuoso y profundo del dios Poseidón era la tumba de su propio hijo, el querido príncipe Hipólito. Sentía en la música del océano la voz de su hijo que dulcemente le hablaba. A menudo creía oír algún reproche. Tal vez era la voz de su propio interior. Su hijo lo había perdonado y eso era su mayor paz.

3.  Las distintas caras de un arquetipo de relaciones 

            En el triángulo de pasión y rechazo de esta historia narrada hay tres arquetipos distintos, antagónicos y complementarios a la vez: Teseo, rey, esposo y padre; Hipólito, príncipe, hijo y objeto de deseo y Fedra, reina, esposa, madrastra y víctima de la pasión amorosa. Además, en otro plano de la narración aparece también el  actuar de los dioses: Artemisa, Afrodita y Poseidón. A todos, seres humanos y divinidades, los envuelve un destino señalado.

            El rey Teseo revela el arquetipo del padre como principio de autoridad. Es el que tiene que lograr el equilibro de fuerzas entre la situación de la esposa y el hijo. Llegado el momento, tiene que optar por uno de ellos, dando todo el crédito a la confianza de uno sólo. Es allí donde fatalmente se equivoca. Se lo muestra como un padre que, en determinada circunstancia, no opta por su hijo. Tal es su tremendo error y lo paga muy caro.

            Respecto a las mujeres que acompañan a Teseo en este relato está, en primer lugar, Hipólita, la amazona que le dio un hijo. Ella interviene en la trama sólo para este fin ya que, de alguna manera, desaparece para dar el lugar a la princesa Ariadna. La cual ama al héroe que vence al Minotauro. Para ella, Teseo fue la ocasión para salir de su reino y de la influencia de su padre. No obstante, es engañada y abandonada. La princesa Ariadna, al darse cuenta de su situación, maldice al hombre que ama. Por lo cual, todo lo que sigue después en la vida de Teseo, de algún modo, puede considerarse fruto de esa nefasta maldición. Luego aparece la hermana de la princesa Ariadna -Fedra- la cual es usada, sin que ella sepa, por las argucias de la diosa Afrodita que está despechada por el desplante de Hipólito a sus sugerencias. Fedra experimenta un amor prohibido e impuro siendo víctima fatal de su propio error. 

El rey Teseo abandona a la princesa Ariadna y luego deja a la reina Fedra, en largos períodos de ausencia en su reino, por lo cual ella comienza a tener un trato distinto con el hijo de su esposo. Teseo vivió siempre entre triángulos de amor y desamor. Primero Teseo, Ariadna y Fedra; luego Teseo, Fedra e Hipólito. En estos triángulos de triángulos estaba dibujada la trampa de los dioses. La diosa Afrodita en contra de Hipólito y, de algún modo, también en contra de Fedra e incluso de Teseo. La diosa Artemisa a favor de Hipólito y de algún modo también a favor de Teseo, al cual revela la verdad. El dios Poseidón se manifiesta a favor de Teseo, al que escucha su plegaria y cumple con su voluntad y se expresa en contra de Hipólito, al cual –indirectamente- le provoca la muerte. 

            La existencia humana resulta un entramado cruzado de fuerzas divinas contrarias de atracción y rechazo que tienen como centro de gravedad la vida de cada uno de los protagonistas.

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            El príncipe Hipólito, por su parte, es hijo fiel y honesto, consigo mismo, con la reina Fedra y con el rey Teseo. No hace daño a ninguno. Incluso protege a la reina, no revelando sus intenciones. Es el arquetipo de la fidelidad. La reina Fedra, en cambio, aunque sintiéndose culpable, hubiera optado por la infidelidad, si la ocasión favorable y el príncipe Hipólito así lo hubieran permitido. El joven es el arquetipo de la castidad en medio de un escenario plagado de tentaciones, tanto divinas -como el amor de Afrodita- y humanas, el amor de Fedra.

            La cultura griega en la Antigüedad no tenía gran estima de la castidad. Por lo cual el príncipe Hipólito se constituyó en un héroe debido a la relación con su padre. Su castidad, en el marco de las costumbres griegas, era considerada una actitud extrema, lo que los griegos llamaban un pecado de desmesura, aquello que pasa el límite de lo convencional, lo prescripto y lo sensato. Resulta curioso que aquello que la cultura cristiana considera una virtud; la cultura griega antigua lo ponderaba un pecado.

            Lo que es una virtud, muchos lo pueden considerar un pecado o viceversa. Nadie llega verdaderamente a las más profundas motivaciones e intenciones de un corazón. Éstas se pueden interpretar, desde afuera, de una manera muy diversa. 

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            En el vínculo del rey Teseo y el príncipe Hipólito queda mostrado la conflictiva relación que suele existir entre padre e hijo. El final reconciliador reconstituye el vínculo y los malos entendidos. No obstante, hay -de parte del padre- un severo castigo para con el hijo: el destierro. El progenitor, al final, termina siendo el más castigado, tanto por la revelación de la verdad como por la muerte de su hijo, de algún modo, provocada por él mismo.

            El binomio “Teseo-Hipólito” nos hace considerar el arquetipo vincular “padre e hijo” que nos rige, de muchas maneras a lo largo de la vida. La psicología sabe que cuando somos niños integramos inconscientemente el arquetipo de nuestros padres y muchas de sus conductas. Es por eso que en reiteradas ocasiones, aunque conscientemente lo detestemos, actuamos como nuestros padres, identificándonos con ellos en nuestra forma de ser y proceder. Incluso asimilamos lo que no nos agrada de ellos. 

            Incorporamos lo bueno y lo malo de sus hábitos. Tal es el “síndrome del amor negativo”: la adopción de conductas, estados de ánimo, características y mensajes negativos, abiertos o encubiertos, de nuestros padres. Ciertamente esta es una conducta programada, compulsiva e inconsciente. 

            En la infancia, imitamos conscientemente a nuestros progenitores. Lo hacemos con la esperanza de que ellos nos acepten y nos amen. Incluso, también para castigarlos -inconscientemente- por aquello que no nos gusta de ellos. Es como una reacción de venganza que tenemos para que ellos se vean reflejados en nuestro propio espejo. Expresamos así nuestra disconformidad por sus limitaciones y errores, los hacemos sentir avergonzados. Este impulso emocional oculto se manifiesta siempre en alguna forma de comportamiento destructivo o agresivo. 

            Una vez adultos podemos, conscientemente, desembarazamos de esa programación negativa, educándonos en la capacidad para elegir la conducta adecuada. El síndrome de amor negativo es una compulsión que debilita la capacidad madura del amor verdadero. Resulta una  identificación malsana con los padres, donde los comportamientos y rasgos negativos adoptados, que no son innatos ni genéticos, mediante la toma de conciencia y la voluntad,  se pueden re-educar.

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            Por su parte, el otro binomio, el de “Hipólito-Fedra” plantea la cuestión de la fidelidad. Hipólito es fiel a sí mismo y a sus convicciones, incluso cuando todos lo ven como alguien que vive a contra corriente y hasta las últimas consecuencias, su coherencia. Su castidad no era una represión. La vivió integradamente. Además, es caritativo con Fedra, al no delatarla, lo cual constituyó una manera implícita de perdonarla. 

            Con su padre es coherente, expresando su sentimiento filial hasta el final, perdonándolo a pesar de su desconfianza y de haberlo desterrado deshonrosamente. 

            Incluso es fiel, hasta último momento, con su diosa preferida, la virgen Artemisa, la cual se presenta en la agonía del joven para alentarlo, consolarlo y asistirlo. Hipólito es uno de los pocos mortales que tiene la asistencia de un dios, en su último trance. La escena, aunque muy distinta, trae a la memoria aquél pasaje cuando Jesús consuela al buen ladrón, mientras los dos agonizan en el mismo suplicio, prometiéndole que estarán juntos en el Paraíso (cf. Lc 23,43). Mientras que Jesús, en su agonía de Getsemaní, no tuvo consuelo humano alguno, Él –compasivamente- da esperanza a su compañero de martirio. Hasta el final, Jesús acaricia el alma de los que sufren, padeciendo también Él. En la Cruz, abraza universalmente a todos.  

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            Por su parte Fedra plantea el debate de la fidelidad matrimonial. Si bien ella no llega a ser infiel, sin embargo, la actuación de su más ardiente deseo hubiera provocado infidelidad. El conflicto ético del tabú del incesto se plantea, aunque no llega a consumarse. La historia de Fedra presenta la infidelidad desde el lado femenino ya que, en muchas otras historias de mitos, la infidelidad se ve desde el lado masculino.

            Hoy la infidelidad no es una cuestión de género. No sólo vivimos en una cultura hedonista que estimula el placer sino que, además, se promociona una cultura de la infidelidad como un acto osado de valentía.

            Ciertamente el binomio “Teseo-Hipólito” -arquetipo vincular de “padre e hijo”- y el binomio “Hipólito- Fedra” nos presentan la cuestión de la fidelidad e infidelidad, lo permitido y lo prohibido, lo esponsal y lo incestuoso. Ambos binomios –“Teseo-Hipólito” e “Hipólito- Fedra”- forman los distintos lados del triángulo. Sería interesante analizar, además, las otras posibles combinaciones de binomios, tales como “Teseo e Hipólita”; “Teseo y Ariadna”, “la diosa Artemisa y la diosa Afrodita”, “el dios Poseidón y Teseo” etc. Todas estas combinaciones -y otras posibles- son los diversos lados que nos presenta el mito para pensar en la estructura compleja de sus arquetipos.

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Fedra es el arquetipo de la pasión prohibida. Utiliza su astucia de mujer y la jugada le sale mal. De alguna forma es víctima del despecho de la diosa Afrodita que, vengativa, no soporta que nadie la rechace. Hipólito es el arquetipo extremo y opuesto al de la diosa Afrodita, representa la castidad y la moderación. La diosa Afrodita encarna la concupiscencia, la lujuria, la sensualidad, la pasión desenfrenada y  el placer carnal.

           
            Fedra es el arquetipo que nos enfrenta a lo prohibido, la culpa, la debilidad del espíritu y la astucia. Ella sufre sus contradicciones interiores. Se mueve entre el “deber ser” de su rol de madrasta y el deseo de ser amante de su hijastro. Ella ansía, lamenta, disfruta, desea, ama, odia, teme, se rinde frente a lo inevitable, culpabiliza al inocente, se arrepiente y se equivoca al quitarse la vida. 

            Fedra malinterpreta el amor. Confunde la pasión y el deseo con el amor, el cual es ciertamente pasión y deseo pero, también, es mucho más que eso. Además se equivoca con Hipólito.

            Por su parte, Teseo se equivoca con Fedra, al creer en la versión de los hechos que presenta la reina y se equivoca con Hipólito al desconfiar de él, desterrarlo y exponerlo a la muerte. 

            La narración de este mito pareciera desenvolverse en una trenza enmarañada de equivocaciones. Hasta los dioses se equivocan, tanto la diosa Afrodita como el dios Poseidón. En esta historia, los verdaderos protagonistas son aquellos que no se mencionan, ni aparecen nunca. Eros y Tánatos, las dos fuerzas primordiales del corazón humano, el amor y la muere, unidos finalmente en el destino de Fedra y de Hipólito. Eros y Tánatos son también personificaciones divinas del amor sensual y de la muerte. Siempre, sumidos en el devenir del tiempo, están en permanente conflicto buscando poder alcanzar la superación uno del otro y la trascendencia de cada uno en la eternidad. Las equivocaciones son los principales aprendizajes de esta historia.

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            En la actualidad se habla del “complejo de Fedra” para hacer referencia a esa tendencia cultural que se manifiesta de relaciones entre mujeres mayores que formalizan pareja con varones mucho más jóvenes que ellas.  Aquí se plantean algunos debates culturales, generacionales, de género y los diversos condicionamientos de edad o de clase social que, para algunos, actúan de tabú y para otros no lo son tanto.

            El arquetipo de Fedra, por lo visto, nos sumerge en el abismo psicológico, emotivo y espiritual del conflicto femenino en su identidad más profunda y del cuestionamiento de roles que suscita: madre, esposa y amante. La mujer es un misterio complejo de permanente tensión entre el deseo y el rol, entre lo que debe, lo que puede y lo que quiere.

            La mujer es el primer ámbito que habita cualquier ser humano que viene a este mundo. Nuestro primer mundo es el seno, límpido y acuoso en que nos acuna toda mujer. La primera canción de cuna que escuchamos es la voz de una mujer.

4. Amor y perdón

            Fedra es el arquetipo que muestra el lado más sufrido y apasionado de un amor imposible y paradójico. Sólo en su fantasía soñó que fuera posible. El deseo, en ella, tuvo un costado perturbador, complejo y torturante. La fue matando de a poco, en una confusión que la terminó por desquiciar.

            En la Antigüedad, esta clase de amor devorador y paranoico era considerado malsano, una cierta enfermedad posesiva, celosa y persecutoria. De alguna forma, aunque no se llegue a intensidades de insanidad, por el motivo que fuere, todo enamoramiento -a aquellos que lo disfrutan y lo padecen- los pone en el entrecruce peligroso de los límites. De algún modo los enajena. los saca más allá de sí mismos. los hace vivir pendientes de otro.

            En la Biblia, en el Libro del Cantar de los Cantares, la esposa dice estar “enferma de amor” (2,6) aludiendo al fervor y al furor de esta experiencia que toma cuerpo, alma, ánimo, pasiones, afectos, emociones, sentimientos y relaciones. Nada escapa de su influjo. Todo lo toca y lo cambia.

            En la Biblia aparece una situación similar a la vivida por Fedra en el libro del Génesis, en la historia de José, hijo de Jacob, patriarca de Israel. José, por ser el predilecto de su padre y a quien Dios le concedió el don de interpretar sueños, despertó la envidia de sus hermanos, los cuales lo vendieron a unos extranjeros que lo llevaron a Egipto donde Putifar, ministro del Faraón, lo compró para que sea criado de su casa. José ganó su confianza y, al tiempo, fue nombrado administrador. 

            Putifar, a su vez, era un alto funcionario del Faraón. La mujer de Putifar en ausencia de su marido mientras éste trabajaba en los asuntos del Faraón, un día intentó seducir a José (cf. Gn 39, 6b-12). El joven rehusó una y otra vez. En una ocasión, ella lo tomó y en el forcejo, lo tironeó de su ropa. Él, dejándole parte de su atuendo en la mano, salió huyendo. José se sentía un hombre libre y no un siervo que se doblegaba a los deseos de su dueña. Ella, al sentirse despreciada y teniendo en su poder parte de la ropa de aquél que no había consentido a sus deseos, tramó una venganza.

            Gritó fuertemente, llamando a todos los siervos de la casa y acusó públicamente a José de querer sobrepasarse con ella. La prueba era la túnica que había retenido del atrevido siervo. Esta versión fue la que contó a su marido, el cual puso a José en la cárcel, en el sitio donde estaban los detenidos del rey, un lugar reservado para los grandes administradores del reino considerado traidores y caídos en desgracia. Los infortunados podían conseguir el favor del Faraón si eran perdonados.

            Ciertamente la mujer de Putifar era astuta. Logró convencer, con sus mentiras, a los siervos de la casa y a su marido. A José no se le concedió la palabra. La venganza de la mujer que lo acusó por despecho sirvió, no sólo para destacar la fidelidad de José, sino también para manifestar la providencia de Dios que lo protegió en la cárcel e hizo que el mismo Faraón, debido a su capacidad para interpretar sueños, un don que Dios le había dado, lo consultara en la cárcel.

            El Faraón, agradecido por el servicio prestado por José al interpretar sus sueños, no sólo lo sacó de la prisión sino que lo hizo administrador de todo Egipto, dándole como esposa a una mujer con la que tuvo dos hijos que luego fueron patriarcas y jefes de las tribus más importantes del antiguo Israel.

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            Vemos entre Fedra y la esposa de Putifar, al igual que entre José e Hipólito, actitudes semejantes. El desenlace en la historia bíblica es más feliz y menos trágica que la narración del mito griego. También las motivaciones por la que Hipólito y José no acceden a la propuesta de infidelidad son distintas. Además, en el mito griego está siempre presente la idea del incesto, aunque estrictamente no son madre e hijo; sin embargo, la condición de madrasta e hijastro, los pone muy próximo a los límites del tabú. No obstante, a pesar de estas diferencias, las historias son bastante similares.

            La Biblia también se encarga, en otras partes, de denostar el tabú del incesto (cf. Lv 18, 6-18) aunque hay algunas historias que narran relaciones incestuosas (cf Gn 20,12; 19,8). En el Nuevo Testamento, el Apóstol San Pablo, le escribe a la comunidad cristiana de la ciudad griega de Corinto, en donde se había dado un caso de incesto, con términos duros. Narra el caso de un hombre que convive con la mujer de su padre. El Apóstol denuncia vigorosamente este hecho. El texto dice: “es cosa pública que se cometen entre ustedes actos deshonestos como no se encuentran ni siquiera entre los paganos, ¡a tal extremo que uno convive con la mujer de su padre! ¡Y todavía se enorgullecen, en lugar de estar de duelo para que se expulse al que cometió esa acción! ¡No es como para gloriarse! ¿No saben que un poco de levadura hace fermentar toda la masa?” (1 Co 5, 1-2.6).

            También en la misma carta el Apóstol alaba a los que permanecen vírgenes (cf 7, 32-34) y a los que viven castamente sus relaciones esponsales (cf. 7,9-16),  incluso su soltería o viudez (cf. 7,8). Está claro que para San Pablo la castidad es una virtud que debe ser vivida en todas las relaciones, más allá de la condición o de la vocación de cada uno.

            La virginidad y el celibato es un valor que nace originalmente del Evangelio de Jesús. La cultura griega e incluso la judía no la tenían en alta estima. Es un valor típicamente cristiano. Es un “invento” de Jesús que todavía hoy es bastante discutido y no por todos aceptado (cf. Mt 19,12).

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            Estas reflexiones no sólo nos hacen considerar temáticas tan complejas en lo psicológico y en lo ético como el incesto y la infidelidad, por un lado y la virginidad y la castidad, por otro, sino que -en última instancia- nos proponen meditar sobre el valor de un amor maduro y sano, tanto en las relaciones de pareja como en los vínculos parentales y filiales.

            El príncipe Hipólito aparece como un hijo fiel y obediente a su padre hasta el sacrificio del destierro y la muerte. Él no era culpable de la situación sino víctima. No delata a la acosadora madrasta. Perdona a su padre cuando éste, arrepentido, conoce toda la verdad, aunque ya era muy tarde y la muerte imponía la escasez y brevedad del tiempo disponible para ambos.

            En la Biblia existe el mandato de honrar al padre y a la madre. El cuarto Mandamiento es el amor filial (cf. Ex 20,12; Dt 5,6; Pr 17,6; 30,11; Ef 6,2-3). Esta honra que debemos a nuestros padres es una virtud de devoción, respeto, honor y dignidad. Jesús, durante su infancia y adolescencia, vivía sujeto a sus padres (cf. Lc 2,51). Además, el Nuevo Testamento muestra a Jesús como el Hijo preferido, el predilecto (cf. Mc 2,16), el amado (cf. 1,11), el único, el primogénito y el unigénito (cf. Jn 1,14; 3,16; 1 Jn 4,9): el Hijo por antonomasia (cf. Mc 13,32), el que revela a Dios, el Padre (cf. Jn 1,18).

            Ser hijo es la identidad más profunda de Jesús. Eso es lo que lo constituye en Persona divina. En el misterio de Dios, la filiación manifiesta la condición divino-humana de Jesús.

            Él es también el Hijo que, por obediencia, se sacrifica amando a Dios, su Padre, convirtiéndose en verdadero justo e inocente sufriente. Al igual que el príncipe Hipólito e infinitamente más que él, los dos se muestran hijos coherentes con sus padres, hasta el final, incluso en el martirio. De la muerte nace el perdón. La reconciliación -con los otros- es fruto del amor entre ellos, padre e hijo.

            En el príncipe Hipólito, la reconciliación con el rey Teseo produce el perdón para la reina Fedra. En Jesús, el perdón llega a todos. No sólo el príncipe Hipólito es modelo de fidelidad consigo mismo y con los demás sino que Jesús ha sido también absolutamente coherente hasta el final. La Biblia lo llama el “Amén” de Dios (cf. 1 Co 1,19), el que cumplió todo a la perfección, hasta lo último (cf. Ap 3,14). Él es el Dios del Amén (cf. Is 65,16).

            Jesús, a su vez, exige de sus discípulos que todas las otras relaciones, incluso los vínculos parentales y filiales, queden supeditados a su exclusividad, tal como afirma en el Evangelio cuando dice: “quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10,37). Esta exigencia habla de la radicalidad que implica el seguimiento a Jesús. No significa que no deba amarse a los padres o a los hijos, al contrario, sino que el vínculo exclusivo con el Señor otorga una nueva dimensión y sentido a esos amores entrañables. En aquél que es el Hijo por excelencia, el vínculo padre e hijo queda dimensionado de una manera nueva y distinta, desde una perspectiva trascendente ya que es el Hijo único de Dios y -como tal- exige un seguimiento absoluto en el que todos los otros vínculos y amores queden centrados inclusivamente en él. No es que se desplacen sino que son redireccionados desde un nuevo centro de gravedad relacional.

            Tanto los mitos griegos, al igual que la Biblia, nos sumergen en el complejo y fascinante mundo de los vínculos humanos en sus distintos roles: padre, madre, hijo, esposos.

          

Frases para pensar.

1.      “A menudo la existencia, el amor y el tiempo se vuelven intricados laberintos en los que nos perdemos, sin escapatoria posible”.

2.      “El amor y las pasiones son un laberinto. Quien entra en los intrincados vericuetos del amor, siempre queda perdido”.

3.      “Hay purezas que se llenan de jactancia por sus propios logros como si la inocencia fuera el duro trabajo de meros rechazos. El orgullo de los que enaltecen su castidad, mirando a los otros altivamente, provoca el desprecio”. 

4.      “Hay a veces una cierta petulancia de la pureza que es más grave que la fragilidad de quien se siente dominado por el placer y no puede rechazar la pasión”.

5.      “En ciertas ocasiones, el amor se manifiesta como una enfermedad que enceguece y atolondra, agita el pulso y las pulsiones, la respiración y los latidos. Es punzante y doloroso. Su necesidad y demanda son continuas. El amor es placer doloroso y sufrimiento deleitable”. 

6.      “Muchos confunden amor con pasión y placer. Hay amores que no son apasionados o que su pasión se ha apaciguado y eso no significa que se acabó. Tampoco provocan un continuo placer. Muchas veces no hay demasiado placer cuando se ama verdaderamente”.

7.      “No hay nada mejor que terminar la vida, estando en paz y perdonando todo y a todos. Es preciso perdonar muchas veces en la vida y en la muerte, aún más. Hay que liberarse de toda carga y peso mientras haya tiempo”. 

8.      “Es preciso purificarse y limpiarse. El perdón reconstituye y sana con la limpieza de la verdad”.


[1] Francisco Álvarez Hidalgo,  Fedra, Winnipeg, 21 de octubre de 1999.