Abraham, una esperanza desde lo humanamente imposible

jueves, 5 de junio de 2008
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Nuestra pequeña hermana, la esperanza.

Oración de la pequeña esperanza.

 
Señor Jesús, danos esperanza:

En cada anhelo, en cada inquietud y en cada esfuerzo.

 

Otórganos como tarea tu don.

Regálanos tu Espíritu: fuego y soplo, vida y milagro.

 

Concédenos que a nuestra esperanza le crezcan alas.

Que vuele y se despliegue

por la suave brisa de tu gracia que todo lo envuelve.

 

Que nuestra esperanza crezca tanto

que sea capaz de alcanzarte y de tocarte.

 

Que esté inundada de luz y transparencia.

Colmada de suavidad y tibieza.

 

Que tu fuerza nos impulse

para caminar y seguir,

levantarnos y continuar.

 

Concédenos ser alcanzados por ti.

La vida siempre sigue hacia adelante.

Nuestro futuro es tu presente.

 

Señor Jesús, esperanza de nuestra esperanza,

Danos gotas de alegría que rocíen nuestro suelo.

 

Que toda nuestra vida sea tu regalo.

Que todo tu amor sea el nuestro.

 

Que esta pequeña hermana nuestra, la esperanza, abrace tu corazón.

Que nuestro tiempo corra hasta descansar, fatigado, en las orillas de tu eternidad

y se sumerja en lo profundo de tu infinito mar.

 

Amén

 

 

1- Abraham, una esperanza desde lo humanamente imposible.

 

Texto 1:

 

 “El Señor dijo a Abrán: Sal de tu tierra y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. Haré de ti un gran pueblo. Te bendeciré. Haré famoso tu nombre y será como una bendición. Bendeciré a los que te bendigan. Con tu nombre bendeciré a todas las familias de la tierra” (Gn 12,1-3).

 

Si queremos empezar a hablar de la esperanza partiendo desde la Biblia, tenemos que saber que en el Antiguo Testamento, la esperanza está sostenida por la confianza en Dios. Esta es una de las lecciones que nos deja la historia del primer hombre llamado por Dios: Abraham.

 

 Su vida nos relata una esperanza un poco desconcertante y paradójica, misteriosa y extraña. Sin embargo, se constituye en el modelo de esperanza en toda la Biblia. Recordemos que Abraham era un anciano, que después de haber vivido su vida y gastado casi todos sus longevos años, permaneciendo al lado de su esposa, tan anciana casi como él, llamada Sara, es llamado por Dios para fundar su pueblo.

 

Dios no elige a un joven, vigoroso y lleno de vida y proyectos, sino que escoge a un hombre que ha empezado el declive de su vida. Abraham y Sara se llamaban originalmente Abrán y Saray; después del encuentro con Dios, son llamados Abraham y Sara. Dios les cambia el nombre indicando con eso, que les cambia la misión que tienen en la vida. Cambian el nombre porque les cambia el camino. Tendrán que salir de la tierra conocida y aventurarse a donde los quiere llevar Dios, a una tierra prometida para ellos y para un inmenso pueblo que surgirá de ellos.

 

Ciertamente este designio parecía una ironía de Dios. Se les cambia todo –nombre, destino y tierra- y, además, tuvieron que asumir y creer que ellos, un anciano y una anciana ya débiles, igual a muchos otros, se transformarían en el punto inicial de un pueblo naciente y numeroso.

 

El padre del Pueblo elegido, Abraham, un anciano marchito de años, comienza a guardar en su vida la promesa de una semilla fecunda que pondrá a prueba toda expectativa humana. Hasta su misma esposa Sara sonríe algo escéptica ante el anuncio de la venida de un hijo (Cf. Gn 18,10-15). Ni siquiera biológicamente ya podían concebir y cuando eso fue posible, porque Dios lo quiso, el niño engendrado y nacido lleva el nombre de Isaac. El hijo de su esperanza nace cuando Abraham contaba, nada menos, que cien años (Cf. 21,5).

 

La historia de Abraham tiene un mensaje: La imposibilidad del hombre guarda -en la confianza de la fe- la posibilidad de Dios. Una vez que Isaac nace, crece con él la esperanza que encarna, la cual se realizará nuevamente por el camino de una aparente contradicción, otra más en el camino de Abraham y de Sara.

 

Dios mismo quiere purificar la esperanza de Abraham pidiendo que sacrifique a su hijo. Como Abraham está dispuesto todo, aún a eso, la esperanza del Patriarca queda confirmada con el total cumplimiento de la promesa por parte de Dios (Cf. 22,1-19). Isaac no es sacrificado pero Dios sabe hasta dónde puede contar con Abraham. Puede contar con todo. Incluso con lo más valioso que tiene un padre: Su hijo único.

 

La vida de Abraham como primer creyente -entre otras cosas- nos muestra que la esperanza, fundada en la promesa de Dios, no descarta el sacrificio de aquello que es el fin de la propia esperanza. Sólo los que están dispuestos a sacrificar aquello que ellos mismo esperan, obtendrán lo esperado de una manera aún mayor y más intensa, nueva y definitiva.

 

Abraham comenzó a tener y a disfrutar de Isaac de un nuevo modo. No a la manera que hasta entonces lo había hecho sino de una forma absolutamente nueva. Lo reconquistó al modo de Dios más que al modo humano. Más a la medida divina que a su propia y limitada medida humana. El sacrificio confirmó la esperanza de una manera radicalmente nueva. Esto nos enseña que Dios -muchas veces- no nos da lo que le pedimos sino para darnos después lo que hubiéramos preferido.

 

La esperanza que Dios propone a Abraham está entrelazada de contradicciones e imposibilidades humanas -la vejez del mismo Abraham y la infertilidad de Sara por su avanzada edad- sin embargo, en ese paradójico itinerario, se sostiene toda la firmeza de la esperanza que Dios quiere dar. De allí que la Biblia tiene para Abraham el elogio de la mejor esperanza: “… Abraham, esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones…” (Rm 4,18).

 

Ciertamente la esperanza de Abraham en la promesa de Dios tuvo que combatir con las expectativas de las esperanzas humanas que, en su caso, ya estaban anuladas. Esperó en Dios contra toda esperanza humana Aquí está la radical paradoja: Tener que esperar en contra de toda posibilidad humana y, no obstante, ser testigo de que la espera se ve ampliamente colmada, superando todo alcance. La imposibilidad humana, poniéndose en manos de Dios, se fecunda a sí misma en la posibilidad de una esperanza divina. Sólo se necesita la confianza del abandono y la entrega incondicional, la humilde respuesta de un milagroso “sí” humano.

 

El modo que tiene la esperanza de Abraham -se repite a lo largo de toda la Biblia- con algunas variaciones, en otras historias, donde el camino de Dios se abre paso en medio de aparentes contradicciones humanas. A Dios le gustan los imposibles humanos. Los desafía a convertirse en esperanzas. Por ejemplo, Moisés se sabe tartamudo y Dios lo escoge para anunciar a su Pueblo la liberación de la esclavitud en Egipto; el profeta Samuel es concebido de la ancianidad estéril de Ana; el Profeta Jeremías es un joven inexperto y, sin embargo, se vuelve el portavoz de Dios que nadie quiere escuchar; el profeta Jonás reniega del destino de proclamar la Palabra a los paganos aunque luego va a ellos a través de un accidentado e insospechado camino; el rey David, descartado en la elección por ser el menor de los hermanos resulta -no obstante- el elegido por Dios; Juan el Bautista, el último profeta mártir, nace de padres estériles… Y así se podría continuar a lo largo de toda la Biblia con las esperanzas tejidas del dramatismo de imposibilidades humanas que se abren a la confianza en medio de las aparentes contradicciones que Dios propone.

 

Ciertamente este camino no es fácil, ni predecible. Mucho menos cómodo y pasivo. Tiene mucho de paradoja, la resolución de lo casi imposible para el hombre obrando -sin condicionamientos- en la total y absoluta posibilidad de Dios. Lo imposible del hombre se vuelve posible para Dios. Eso es lo que nos cuentan todas las historias de esperanza que aparecen en la Biblia, empezando por la de Abraham. En definitiva, la esperanza del hombre creyente tiene que ver con la omnipotencia de Dios para el cual “nada hay de imposible”.

 

A partir de esta historia, te propongo que reflexionemos y compartamos, ¿vos tenés alguna realidad, humanamente difícil, en la que se haya manifestado Dios sosteniendo tu esperanza?

 

 

Texto 2:

 

La última razón de la espera en Dios es Dios mismo como promesa de esa espera. Dios merece ser esperado por el corazón humano. La esperanza no es sólo una virtud humana sino -para el creyente- también es una virtud llamada “teologal” porque su centro está en Dios.

 

En medio del drama del mundo y sus conflictos, el cristiano sabe que el descanso último de su esperanza está más allá de los restringidos confines de la historia. Creemos en Dios, creemos en la resurrección de Jesucristo, creemos en que Él ha de venir a juzgar a vivos y muertos, y creemos en la resurrección de los muertos. Todo esto que confesamos cada vez que rezamos el Credo tiene una vinculación directa con la esperanza definitiva que profesa el cristiano.

 

El creyente genuino es más que optimista: Es esperanzado; realistamente esperanzado; “dramáticamente” esperanzado. La esperanza que nos queda -en este fragmento del tiempo que transitamos juntos- es el de una esperanza adulta y madura, responsable y sacrificada, comunitaria y solidaria, participativa y servicial. Ésa es la esperanza que debemos esperar. Cualquier otra esperanza no aporta nada para el camino de salida que necesitamos.

 

Ciertamente -en los tiempos en que vivimos- la esperanza se ve maltratada y mutilada, asechada y acosada por actitudes que la opacan. Hay que ganar a las tentaciones contra la esperanza: El desánimo, el desencanto, el escepticismo, el miedo, el desconcierto, la tristeza, la angustia, la inacción y la resignación, entre otras. Contrarrestando todo esto hay que hacer crecer a las “hijas de la esperanza”: La paciencia; la alegría; la paz; el discernimiento; el buen humor; la solidaridad; la consolación y la fortaleza.

 

Tampoco es posible olvidar a las “hermanas” de la esperanza. La fe y la caridad. La esperanza es como pequeña niña, que tiene grandes e ilustres hermanas. La esperanza es un milagro de la gracia que Dios nos concede para seguir sosteniendo en sus manos nuestros corazones muchas veces sofocados entre las grietas del mundo. Aún en esas roturas, se filtra algún rayo de belleza que nos hace suspirar por aquello que no vemos. En ese suspiro, está el Espíritu, insuflando la brisa fresca de una esperanza joven.

 

La esperanza es una gracia, un don de la concesión inmerecida que nos Dios nos hace, una dádiva divina de lo alto. Es el fuego del Espíritu infundido en la expectativa humana. Las dos dimensiones son necesarias, la divina y la humana: El Espíritu de Dios y la expectativa del hombre. De allí que la esperanza sea una virtud teologal y también una virtud humana. Es en Jesucristo donde el don de Dios y la expectativa humana se encuentran. Jesucristo es la esperanza de Dios en el hombre y la esperanza del hombre en Dios. Sólo desde Él podemos contemplar las desgarraduras del mundo y, a la vez, guardar esperanza.

 

No existe en el cristianismo contradicción al contemplar un mundo desgarrado por el pecado y, a la vez, ya redimido y salvado. Por la Encarnación, Jesús asumió el mundo caído desde adentro. Sólo porque Dios se abajó es que nosotros podemos subir. Tenemos esperanza porque Dios ha estado a nuestra altura. A la altura de un mundo postrado y caído.

 

El Dios Encarnado nos mostró en la Cruz su Corazón traspasado (Cf. Jn 19,34-37) redimiendo la herida del mundo: “…Sus heridas nos han curado…” como dice el Apóstol (1 Pe 2,25). En esas heridas de Dios y del mundo se guardan todas las más doloridas y fecundas esperanzas posibles.

 

La esperanza cristiana es para la santidad. No es una salida risueña y superficial para los males que padecemos. Al contrario es una actitud de fortaleza heroica para el acompañamiento en tiempos difíciles y oscuros.

 

La esperanza cristiana no es sólo una cuestión individual sino solidaria y comunitaria. Tenemos una común corresponsabilidad en la esperanza compartida. La esperanza es un servicio que los cristianos debemos dar al mundo que surge de un confiado abandono a Dios. Esa “esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5). La esperanza que no defrauda es fruto del amor. Sólo cuando el amor se entrega, la esperanza es posible.

 

El Espíritu de Dios peregrina en la historia buscando un nuevo amanecer en el cual, paso a paso, nos vamos aproximando -cada vez un poquito más- a lo que Dios quiso hacer cuando creó nuestro pequeño mundo.

 

Ojalá que nos sea dado la presencia de nuestra hermana esperanza. Contemplemos a María que arropó a la Palabra de Dios con su misma carne. En María, la gestación del Hijo de Dios, la espera de todas las esperas, cobró dimensión física y corporal. El Dios eterno se revistió de la carne del hombre en los nueve meses de una mujer para ser dado a luz en la historia. Que María acune en sus brazos las esperanzas nuevas de los hombres y -una vez más- las ponga en la pobre cuna de este mundo. En tanto nosotros, mientras tengamos fuerzas, mantengamos alerta nuestra esperanza y presentemos cada día una nueva batalla a la vida. Que así sea.

 

 

 

Eduardo Casas.