Abrir el corazón al obrar de Dios

lunes, 26 de enero de 2015

Volare

26/01/2015 –  Mientras tanto los maestros de la Ley que habían venido de Jerusalén decían: “Está en poder de Belzebú, jefe de los demonios, por eso puede echar a los demonios”. Jesús les pidió que se acercaran y empezó a explicarles por medio de ejemplos:
¿Cómo puede Satanás echar a Satanás? Si una nación está dividida en bandos, no puede durar. Tampoco una familia dividida puede mantenerse. Lo mismo Satanás: si obra contra sí mismo, como ustedes dicen y está dividido, no se puede mantener y pronto llegará su fin. La verdad es que nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y quitarle sus cosas si no lo amarra primero. Sólo así podrá saquearle la casa.

En verdad les digo: Se perdonará a los hombres todos sus pecados, e incluso si hablaron de Dios en forma escandalosa, sin importar que lo hayan hecho repetidas veces. Pero el que calumnia al Espíritu santo no tendrá jamás perdón, sino que arrastrará siempre su pecado”. Y justamente ése era su pecado, al decir que tenía un espíritu malo.

Mc 3, 22-30

 

 

Nos sentimos unidos a tantos hermanos nuestros que comparten este nuevo aniversario de la muerte del Beato José Gabriel del Rosario Brochero. Ponemos en manos de la Purísima, nuestras intenciones y necesidades.

Hoy el evangelio nos habla de las dificultades de los contemporáneos de Jesús que ponían obstáculos a su predicación y hasta llegan a pensar que Él es un enviado del mal. Son los obstáculos que ponemos a la llegada de la buena nueva.

Después de esta murmuración del pueblo sobre la locura de Jesús, propiciado por los escribas, Jesús explica con presición: El demonio no pelea contra sí mismo. Al ver Jesús la cerrazón de corazón, dice que quien lo niega peca contra el Espíritu Santo. Están cerrados a su obrar. Somos nosotros quien nos encerramos.

El evangelio tiene una resonancia decisiva. El seguimiento de Jesús es sí y la negación a la salvación es no. Cuando nosotros somos los que cerramos el corazón y nos obstinamos sin dejar que el Espíritu obre, es por nuestra voluntad no es el querer de Dios. “El mismo sol que a unas flores da color y vida, a otras, las marchita y seca” dice San Agustín. Somos nosotros los que no dejamos actuar a Dios. Tenían frente a sus ojos a Dios mismo, el amor encarnado, la mejor persona que jamas haya existido. veían la luz más clara que se pueda soñar y la llamaban tiniebla. Eso es pecar contra el Espíritu Santo. Siempre Dios respeta nuestra libertad, y esos letrados solo buscaban controlar la religión del pueblo de Israel. Mientras mantenemos sujetada nuestra voluntad, ofendemos al espíritu. No podemos recibir la salvación porque ponemos obstáculos, encerrarnos para que el Espíritu no actúe.

Jesús despertaba admiración por su prodigios pero los maestros de la ley encontraron una forma de desacreditarlo diciendo que lo que Él hacía era obra de Satanás. El pecado contra el Espíritu Santo es de quien rechaza los signos del amor de Dios, y por ende rechaza el perdón de Dios, y por ende no puede ser perdonado porque Dios no actúa en contra de la libertad. Es una libertad enferma, que a la vez nos permite caer y volvernos a levantar.

La iniciativa siempre es de Dios. Él nos da su gracia para poder responder, pero hay una respuesta que sólo puede brotar de unuestro libre decisión.

En el texto evangélico de hoy subyace la creencia judía de la existencia de dos espíritus, uno bueno y otro malo. En el combate que se libra entre ambos, Cristo, que es el más fuerte, vence al maligno, por ejemplo, arrojando al demonio de los posesos. Lo cual origina una controversia entre Jesús y sus enemigos sobre el poder con que el rabí de Nazaret curaba a los “poseídos de un espíritu impuro”. Así interpretaban los contemporáneos de Cristo, como en general los antiguos, los casos de enfermedad mental y trastornos neuropsíquicos, como la epilepsia, por ejemplo. Como evidencia el evangelio de hoy, los adversarios de Jesús se niegan a admitir que el reino de Dios se manifiesta en su persona y milagros, por ejemplo, en las curaciones de posesos, que ellos atribuyen a complicidad con el diablo, en vez de verlas como de hecho son: el fin del dominio de Satanás. Desde Jerusalén han venido unos letrados inquisidores que “oficialmente” califican a Jesús de endemoniado: “Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios”. ¡Absurdo! les contesta el Señor. Satanás no se autodestruye, si yo lo venzo es porque soy más fuerte que los poderes del mal.

Según Jesús, la acusación calumniosa de los letrados a su persona constituye una blasfemia contra el Espíritu santo, con cuya fuerza expulsa él los demonios. Pecado imperdonable, porque es la obstinada, la negación total a la gracia salvadora de Dios, la ceguera voluntaria ante la luz, atribuyendo al diablo lo que evidentemente es obra esplendorosa de Dios. Lo que pretenden con tal acusación es desprestigiar a Jesús ante el pueblo, que lo admira y lo sigue hasta no dejarle tiempo ni para comer. Algo, por lo menos, ya han conseguido: sus propios familiares vinieron a llevárselo porque decían que no estaba en sus cabales.

Los poderes del mal tienen nombre propio en el evangelio de hoy, así como en el resto de la Biblia: la serpiente, el tentador, Satanás (en hebreo, el adversario), diablo (en griego, el calumniador), Belzebú, demonio… Esta personificación del principio del mal es evidente en la Escritura. Aparte de los conocidos elementos míticos que tal encarnación individual contiene, lo que se nos enseña es la realidad del mal; éste es un “poder” que evidentemente existe.

Es un dato de experiencia diaria. Está ahí presente en tantas situaciones de pecado, dentro y fuera de nosotros, encarnado en la tentación y en cuantos obran mal y pecan optando por la violencia y la destrucción, la corrupción y la injusticia, el odio y el rencor, la caza del hombre, el abuso y la explotación, la violación de los derechos de la persona, el egoísmo y el desamor. ¿Por qué de todo esto? No porque lo cree ni lo quiera Dios, sino porque lo produce el hombre con el abuso de su libertad, es decir, con el pecado. ¿Podremos vencer el mal que quiere avasallarnos? Sí, porque Jesús lo consiguió.

Cristo venció el mal, el pecado y la muerte. Él es más fuerte que el mal que nos agobia, como se desprende del evangelio de hoy. Desde que Jesús fue capaz de vencer el mal y el pecado con su muerte y su resurrección, estableciendo el reinado de Dios en la tierra de los hombres. El discípulo de Cristo, unido a él y cumpliendo la voluntad del Padre, puede también derrotar el mal en su vida personal y en el ambiente que le rodea. Desde entonces podemos vencer el mal con el bien. Si, como Cristo prometió, el poder del infierno no derrotará a su Iglesia, tampoco podrá con cada uno de nosotros si optamos por el servicio del bien mediante el amor que Dios derrama en nuestros corazones por su Espíritu. Constantemente hemos de elegir entre el bien o el mal, el amor o el egoísmo, la bendición o la maldición, la vida o la muerte. Optemos por Cristo, optemos por el amor que es la única fuerza eficaz contra el mal.

Es la victoria pascual de Cristo sobre el mal y el pecado lo que nos renueva interiormente y de forma perenne, aunque nuestro cuerpo y salud física se vayan desmoronando. La tribulación del combate presente para superar el mal y el pecado es insignificante en comparación con el tesoro de gloria eterna que producirá un día.