Al Señor tu Dios adorarás, solo a Él darás culto

miércoles, 22 de agosto de 2012
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Hemos sido creados para adorarte y bendecirte, Señor, y allí está nuestra alegría, donde nos convocas para que en espíritu de oración te alabemos y te bendigamos. Es lo que nos planteas en el primer mandamiento, cuando nos invitás a adorarte: Yo, el Señor, soy tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí, no te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en el cielo ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra; no te postrarás ante ellas ni le darás culto. Al Señor tu Dios adorarás, solo a Él darás culto.

 

Compartimos el texto de Martín Descalzo en relación al primer mandamiento:

“1. Amarás a Dios. Lo amarás sin retóricas, como a tu padre, como a tu amigo. No tengas nunca una fe que no se traduzca en amor. Recuerda siempre que tu Dios no es una entelequia, un abstracto, la conclusión de un silogismo, sino Alguien que te ama y a quien tienes que amar. Sabe que un Dios a quien no se puede amar no merece existir. Lo amarás como tú sabes: pobremente. Y te sentirás feliz de tener un solo corazón, y de amar con el mismo a Dios, a tus hermanos, a Mozart y a tu gata. Y, al mismo tiempo que amas a Dios, huye de todos esos ídolos de nuestro mundo, esos ídolos que nunca te amarán, pero podrán dominarte: el poder, el confort, el dinero, el sentimentalismo, la violencia…”

La gran tentación que el hombre sufre en el momento mismo en que comienza a recorrer su camino de fidelidad al Dios único es la idolatría, que es la ubicación en el centro de la escena de nuestra propia vida de un dios que no es Dios y que se lleva la parte más importante de nuestras energías. Y entonces la tentación puedo ser yo mismo, el egocentrismo, la vanidad, la figuración, el modo de poner allí todo nuestro esfuerzo. El trabajo se puede constituir en mi ídolo: todo se va detrás del hacer y el activismo es el motor que sostiene a este ídolo. También puede ser el dinero, y vale todo lo que sea para conseguirlo, mientras mamón ocupe el centro. El ídolo puede ser sencillamente el sexo, idolatría que en este tiempo busca el placer como la única razón por la que nos sentimos felices.

 

Hay tentaciones idolátricas alrededor nuestro que atentan contra el Dios único y verdadero. Queremos denunciarlas porque, como dice San Ignacio de Loyola, cuando el mal espíritu es denunciado y desenmascarado, tiende a desaparecer. Y así Dios puede ocupar el lugar que le corresponde.

 

En el monte aparece el Dios viviente, mostrándose a Moisés y luego a Elías, bajo las diversas figuras con las que Dios se da a conocer: en una brisa suave, en una trompeta y un clarinete que hablan de su presencia. Así aparece Dios, invitándonos a la adoración. Por eso, por encima de todo en nuestra vida, Dios nos invita a adorarlo. La oración es el primer acto de virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerlo como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso.

Al Señor tu Dios adorarás, solo a Él darás culto. Adorar es reconocer con respeto y sumisión absoluta la nada de la creatura. Cuando en adoración caemos postrados delante de Dios, Él se nos muestra con todo su poder y el adorador aparece en toda su fragilidad. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarlo, humillándose a sí mismo como hace María en el Magnificat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su Nombre es Santo. La adoración de Dios libera del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado, de todo tipo de idolatría.

 

Los actos de fe, esperanza y caridad que ordena el primer mandamiento, crecen en un lugar donde es propio ese desarrollo y madurez del centro de la vida del que cree: en la oración. Allí la elevación del espíritu hacia Dios es una expresión de nuestra adoración a Dios: oración de alabanza y de acción de gracias, de intercesión y de súplica. La oración es una condición indispensable para poder obedecer los mandamientos de Dios. Es preciso orar siempre, sin desfallecer. Tener espíritu orante. Y por eso, defender los espacios de la oración. Crear y recrear el ámbito de la oración.

Un aliado y un socio imprescindible para el espíritu orante es la intimidad y el silencio, abierto a toda realidad que rodea nuestra vida. Cuando hablamos de intimidad y silencio en espíritu adorador, implica sencillamente reconocernos creaturas de Dios y al mismo tiempo la necesidad de estar conectados con todos y con todo. ¿Quién más orante, entre otros, que Francisco de Asís? Sin embargo, la intimidad en él no es intimismo que encierra sino fraternidad que se abre a lo humano y a todo lo creado.

Cuando hablamos de intimidad en la oración, corremos el riesgo de identificarla con el intimismo y el encierro en nosotros mismos. Pero el repliegue sobre nosotros mismos es una gran tentación con la que el espíritu del mal busca, de manera disfrazada detrás de lo religioso, opacarnos el rostro verdadero del Dios que, siendo íntimo en nosotros, nos pone en comunión con todos y nos hace cercanos, empáticos con lo humano, particularmente con los más sufrientes. Por eso, no se trata de cualquier intimidad, sino de aquella que nos pone en sintonía con el rostro del Dios verdadero que nos pone en comunión con todos, con el espíritu de oración que nos lleva a la verdadera adoración.

El justo ofrece a Dios sacrificios en señal de adoración y de gratitud, de súplica y de comunión. Verdadero sacrificio, decía San Agustín, es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en su compañía. El sacrificio exterior, para ser auténtico, debe ser expresión del espiritual. Mi sacrificio es un espíritu contrito. Los profetas del Antiguo Testamento denunciaron con frecuencia la vaciedad sacrificial: cómo el ofrecer terneros y animales cebados era en realidad una manera de ocultar en el corazón el verdadero sentimiento de lejanía y de no adoración que había para con Dios. A nosotros también nos puede pasar: hacer muchas cosas por Dios detrás de la actividad apostólica, pero nuestro corazón estar alejado de Él. Este pueblo me alaba con su lengua, pero su corazón está lejos de mí. Por eso hablamos de esta verdadera sintonía y armonía entre la palabra y el sentir interior; nuestras acciones y lo que interiormente inspira nuestro quehacer, nuestra tarea, nuestra ofrenda, nuestro sacrificio. La Palabra nos mueve a ir a este lugar en espíritu adorador. El único sacrificio perfecto es el que ofreció Jesús en la cruz, en la ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación. Y por tanto, todo lugar de sacrificio, ofrenda, entrega, está invitado a unirse al sacrificio de la Pascua de Jesús.

No habrá para ti otros dioses delante de mí, dice la Palabra. El primer mandamiento prohíbe honrar a dioses distintos del único Dios que se ha revelado a su pueblo con el rostro del Dios verdadero. Proscribe la superstición, que representa en cierta manera una perversión por exceso de religiosidad. Proscribe la irreligión, que es un vicio opuesto -por defecto- a la virtud de la religión. La religiosidad ajustada es la virtud en la cual Dios se vincula en torno a la persona con su rostro real. La superstición es la desviación del sentimiento religioso y de la práctica, que desfigura el rostro de Dios. De manera proyectiva, por exceso religioso, puede afectar también al culto que damos al verdadero Dios, por ejemplo cuando se atribuye una importancia de algún modo mágica a ciertas prácticas legítimas y necesarias: si hacemos tal oración, si cumplimos tal cosa, Dios va a hacer tal otra. Entonces es como que le damos al hacer de Dios un carácter mágico, vinculado a la fuerza que nosotros ponemos en ese quehacer para que Dios actúe.

 

Solo a tu Dios adorarás y no habrá otro a quien le brindes tu entrega y tu ofrenda. Entrega absoluta, con todo el corazón. Y por eso queremos denunciar la presencia de algunos espíritus que nos mueven a deidificar lo que no es Dios, es decir, a la idolatría.

El primer mandamiento condena el politeísmo. Exige al hombre no creer en otros dioses, sino en el Dios verdadero y no adorar sino al único Dios. Las Escrituras constantemente recurren al rechazo de los ídolos de oro y plata, hechos por las manos de los hombres, que tienen boca y no hablan, ojos y no ven. Estos ídolos vanos hacen vano al que le da culto, nos envanecen, nos quitan fuerzas, consistencia, sentido, orientación, brillo, gozo, alegría. Nos roban el alma. Como ellos serán los que los hacen cuando en ellos ponen su confianza. Dios, por el contrario, es el Dios vivo, que da vida e interviene en la historia.

La idolatría no se refiere solo a los cultos falsos del paganismo, sino que es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios, trátese de dioses o de demonios, por ejemplo: el satanismo, de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del estado, del dinero. ¡Cuánta idolatría, cuántos ídolos falsos! No pueden servir a Dios y al dinero, dice Jesús.

Numerosos mártires han muerto por adorar al Dios verdadero y no adorar a la bestia (como lo declara el Apocalipsis -cap. 13 y 14-), e incluso cuando se negaron a simular su culto. La idolatría rechaza el único señorío de Dios y por lo tanto es incompatible con la comunión del misterio de Dios.

El rostro del Dios verdadero viene a ser ocultado por los ídolos que buscan competir con Dios y nuestro corazón se desvía sobre ellos cuando les damos adoración y cuando les damos toda nuestra energía y fuerzas, cuando concentramos pobremente todo nuestro ser sobre un lugar que no merece ser el centro de nuestra vida. Por eso Dios, celoso porque Él sabe el lugar que le toca en nuestra propia historia, nos viene a decir que repudia la idolatría y que, al mismo tiempo, viene con celo a hacerse cargo de nosotros mismos.

 

Padre Javier Soteras