09/04/2020 – Compartimos el segundo anuncio en este Jueves Santo:
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura”. Juan 13, 1-5
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura”.
Juan 13, 1-5
Con la Última Cena ha llegado la hora de Jesús, hacia la que se había encaminado el Señor desde el comienzo en el Evangelio de Juan en las bodas de Caná. Lo esencial de esta hora queda perfilado por dos Palabras en Juan: hora, que significa paso; y amor, ágape. Los dos términos se explican mutuamente. El amor mismo es el paso de la transformación. Jesús ha encontrado la llave que abre el lugar de la muerte: es el amor hasta el extremo, que es el que produce este paso y esta transformación, aparentemente imposible, pero posible para Dios: modificar el sentido del término de la vida. La hora de Jesús es la hora del paso más allá.
El paso se abre gracias al amor hasta el extremo de Jesús, que lo hace hacerse servidor y esclavo de los discípulos. Ese extremo en el amor es un ágape, con el cual Juan se refiere anticipadamente a la última Palabra del crucificado: todo está cumplido, todo está puesto en su fin, en el extremo, abriendo así un nuevo sentido a lo que no tiene sentido, a la muerte.
Nosotros también hemos tenido experiencias de cómo sólo el amor abre caminos, rompe cerrojos, encontrándole así sentido a situaciones que nos parecían insuperables. Te invito a hacer memoria de cómo el amor puede más, el amor es Pascua, es paso a un sentido nuevo. Es el estilo de amor de Jesús, en la Última Cena, amando hasta el extremo, en su hora, pasando de un modo de ser a otro modo de ser, por transformación. Ésta es la Cena Pascual, que queda sacramentalmente significada en su Cuerpo y su Sangre en los que se han transformado el pan y el vino.
Pasar de este mundo al Padre
El que aquí Jesús hable de que ha salido del Padre, y de su retorno al Padre, podría suscitar el recuerdo del antiguo esquema de salir y volver, salir y retorno, a lo que vamos a referirnos desde una perspectiva filosófica aún vigente. En la perspectiva filosófica de Plotino hay una imagen de la divinidad que hace que ésta descienda hasta lo creado, se confunda con lo creado y después de un proceso de purificación, en un estadio de superioridad, ascienda de nuevo. Es verdad que a veces, a lo largo de la historia del cristianismo, se ha confundido con esta mirada el abajamiento de Dios a lo nuestro. Sin embargo, en el abajarse de Dios a lo nuestro no se ha producido confusión con lo creado, no ha habido un panteísmo. Dios, haciéndose uno de nosotros, no ha perdido su identidad; al contrario, ha venido a elevar nuestra condición humana, y no es necesario por eso que se produzca una purificación de la divinidad; en todo caso lo que se produce es una purificación de la humanidad por este gesto de amor de Dios que desciende hasta lo nuestro.
Dice Benedicto XVI que cuando Jesús sale de sí mismo como segunda persona de la Santísima Trinidad para entrar en el vientre de María para aparecer como el hijo de Dios y el Hijo del hombre, lo hace con una voluntad positiva. Es el amor que demuestra su verdadera naturaleza precisamente en ese descenso, por amor a la creatura, por amor a la oveja extraviada, revelando así en el descender lo que es verdaderamente propio de Dios. Y el Jesús que retorna no se despoja en modo alguno de su humanidad, porque ésta fuera de toda contaminación. El descenso tenía la finalidad de acoger a la humanidad entera y el retorno junto con todos, la vuelta de toda carne, de todos nosotros y de todo lo creado (como dice Pablo en la Carta a los Romanos, que está expectante, como en dolores de parto). Este proceso del Señor de abajarse, está expresado en el gesto de amor que Jesús tiene de lavar los pies a los discípulos. Allí Él va hasta el extremo, va hasta lo más profundo de la condición humana; Jesús se reviste de esclavo y nos libera a nosotros de toda esclavitud con la que el pecado ha venido a atarnos, incluso a los que no lo recibieron (Jn 1, “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”). Ahora, por esta fuerza de amor, Él los atrae a todos hacia sí, venciendo al enemigo con el que el hombre ha estado dividido, separado, enfrentado, lejos de Dios: el pecado, y su consecuencia más terrible, la muerte.
Ustedes están limpios, les ha dicho Jesús. En el pasaje del lavatorio de los pies aparece tres veces la palabra puros, limpios. Con eso Juan retoma un concepto fundamental del Antiguo Testamento, así como del mundo de las religiones en general: para poder entrar en comunión con Dios, el hombre ha de hacerse puro. Pero en realidad, mientras más uno se adentra en la luz de lo divino, tanto más uno se siente sucio y necesitado de ser purificado. Por eso las religiones han creado sistemas de purificación, con el fin de dar al hombre la posibilidad de “acceder a Dios”. En las perspectivas cultuales de todas las religiones, los ritos de purificación tienen un papel fundamental: dan al hombre una idea de la santidad de Dios y también de la propia oscuridad de la cual uno ha de ser liberado para poder acercarse a Él. En el judaísmo observante en el tiempo de Jesús, el sistema de las purificaciones cultuales dominaba toda la vida. En Marcos 7 encontramos la toma de posición fundamental de Jesús ante este concepto de pureza cultual, que se obtenía mediante prácticas rituales. Pablo ha tenido que afrontar repetidamente en sus cartas esta cuestión sobre la pureza ante Dios. En Marcos vemos el cambio radical que Jesús ha dado al concepto de pureza: no son las prácticas rituales las que purifican, sino que la pureza y la impureza tienen lugar en el corazón del hombre y dependen de la condición de su corazón.
¿Cómo se hace puro el corazón?
¿Quiénes son los hombres de corazón puro, que son capaces de ver a Dios (cfr. “bienaventuranzas” de San Mateo)? Benedicto XVI comenta que la exégesis liberal ha dicho que Jesús habría reemplazado la concepción ritual de la pureza por una de orden moral. En lugar del culto y su mundo, se pondría ahora la moral, como si una serie de comportamientos morales hiciesen que uno se haga puro. Éste es un tipo de cristianismo que nosotros hemos creado, que en su extremo tiene al pelagianismo como su modo más radical de expresión. En realidad, la verdadera novedad se comienza a ver cuando en Hechos, Pedro toma posición frente a la objeción de los fariseos convertidos en la fe a Cristo, que pretendían la circuncisión de los cristianos provenientes del paganismo y la exigencia de guardar la Ley de Moisés. Pedro les replica: Dios mismo ha tomado la decisión de que los gentiles oyeran de mi boca el mensaje del Evangelio y creyeran. No hizo distinción entre ellos y nosotros, pues ha purificado sus corazones con la fe. Aquí está la clave: la fe purifica el corazón. Y la fe se debe a que Dios sale al encuentro de los hombres. No es simplemente una decisión autónoma de los hombres. Dice Benedicto XVI que surge porque las personas son tocadas interiormente por el Espíritu de Dios que abre sus corazones y los purifica.
Este gran tema de la purificación, mencionado solo brevemente por Pedro, es profundizado por Juan en el texto del lavatorio de los pies, bajo la palabra clave de santificación: ustedes ya están limpios por la Palabra que les he dado (Jn 15, 3). Es decir: la limpieza interior ocurre por una iniciativa de Dios; en su Palabra viene Jesús a nuestro encuentro y en la medida en que nosotros somos capaces de responder, se produce una alianza que purga el corazón del hombre, concretándose así la profecía que afirma que Dios viene a purgar la interioridad: les daré un corazón puro, nuevo; arrancaré de ustedes el corazón de piedra y les voy a dar un corazón de carne. El profeta habla del tiempo de la alianza definitiva, y ésta ocurre en Jesús y en su Amor, que hasta el extremo abre un camino de vínculo para nosotros, terminando con lo que más nos aparta de Dios que es la muerte como consecuencia del pecado y permitiéndonos contemplar la presencia de Dios. Esto ocurre no solamente después de la muerte, sino en las sucesivas pascuas de la vida cotidiana. Somos invitados a entrar en esta dimensión de contemplación activa, como activos contemplativos, donde el solo hecho de dejarnos llevar por Dios, su presencia de amor en la Palabra de vida hasta el extremo en nuestra propia carne nos habilita para, en la cosa de todos los días, descubrir que Dios peregrina junto a nosotros. Y los hombres de este tiempo necesitan ver en nosotros a un Dios que hemos contemplado con nuestros ojos, necesitan escucharnos hablar de Dios como si lo estuviéramos viendo (cfr. Evangelii Nuntiandi); debemos ser como luces que hablan de un tiempo que vendrá, el Reino de Dios en medio nuestro.
¿Por qué Jesús les lava los pies, si les dice que ya están limpios?
Les lava los pies porque los pies lavados es un sacramental que expresa aquella pureza que ya está en el corazón de los discípulos, que es fruto de la presencia del amor de Dios en la Palabra, que es la que verdaderamente purifica. En la concepción judía de la purificación, los ritos externos de lavabos eran los que determinaban la purificación. Y el sacerdote solamente podía cumplir con el culto cuando participaba de estos lavados. En realidad, cuando en la oración sacerdotal Jesús pide santifícalos en la verdad, está hablando de esto: de que solamente pueden participar del culto los que son santificados. Y la santificación no viene por lavarse externamente, sino por el vínculo con la Verdad y el Amor. Ambos conceptos en Juan son convertibles, uno habla del otro y ambos remiten a Jesús: Yo soy la Verdad (Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida). Quiere decir entonces que ellos están purificados porque están en Cristo, por el encuentro y el vínculo con Jesús. El amor es la clave, amar hasta el extremo, hasta dar la vida, como Jesús.
En un punto determinado, el amor hasta dar la vida se transforma en sacramento, en gesto y en presencia viva. En el caso de Jesús, el pan y el vino constituidos en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y en torno a ellos se celebra el misterio, donde los discípulos, cuando lo hacen en memoria de Jesús, se dicen a sí mismos y obran de hecho la pertenencia a Cristo en su Cuerpo y en su Sangre, para continuar la obra de Jesús.
Es un camino maravilloso esta posibilidad que nos ofrece la Pascua de poder celebrar de una manera decididamente renovada, buscando entender todos y cada uno de los signos de lo que allí ocurre, siempre en clave creyente, de fe. Que es razonable, comprensible, pero que no es racional ni la podemos atrapar en nuestros frágiles y pobres esquemas. Para eso hay que disponerse a ser atravesados por Jesús y así poder lo que nosotros por nuestras propias fuerzas no podemos.
Que Jesús ame hasta el extremo, dentro de nosotros y en la relación con los demás, es habilitarlo a Dios a que se haga su querer y su voluntad en nuestra vida y en nuestra existencia. Solamente cuando eso ocurre, cuando le decimos a Dios que se haga tu Voluntad, podemos nosotros, en la hora de Jesús, participar de nuestra mejor hora, de nuestro mejor tiempo; es decir, hacer el tránsito de un estado en el que nos encontramos a otro nuevo al que Dios nos conduce dándonos vida nueva.
Que sea el Espíritu el que nos conduzca a este lugar de encuentro, con la fuerza del amor, que puede más que todo lo que nosotros con nuestras propias fuerzas podemos.
Fuente: Joseph Ratzinger. “Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección”.
Podcast: Reproducir en una nueva ventana | Descargar | Incrustar
Suscríbete: RSS