Ambición, envidia y soberbia: las tormentas del corazón

martes, 4 de agosto de 2015
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04/08/2015 – En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra.

A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. “Es un fantasma”, dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: “Tranquilícense, soy yo; no teman”. Entonces Pedro le respondió: “Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua”. “Ven”, le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: “Señor, sálvame”. En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: “Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios”. Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados.

Mt 14,22-36

 

En la catequesis de hoy  nos referiremos a las tormentas interiores que podemos identificarlas como 3 vendavales de tiempos cruzados que atentan contra la serenidad y la paz con la que Dios nos quiere caminando frente a las dificultades en el camino de la vida. El estado en el que Dios quiere que vivamos es en paz. Jesús calma la tempestad para devolver la paz que trae el Resucitado.

Este texto es postpascual, en una lectura que se hace post los acontecimientos de la muerte y resurrección de Cristo. Caminar sobre la tempestad es propio del resucitado, lo mismo que la invitación a no tener miedo y en donde Jesús se presenta como “soy yo”.

En el corazón de cada uno de nosotros podríamos identificar al menos 3 vientos cruzados: ambición, envidia y orgullo. En este caso el agua representa las fuerzas del mal embraveciendo las aguas.

La tormenta de la ambición

No hay que dejar entrar al mal en nuestro interior, el tironeo de los pensamientos que luchan dentro nuestro se va dando cada día y hace falta ponerlos en orden para encontrar paz y gozo en el Espíritu.

En nosotros podríamos identificar como el sacudón del agua donde perdemos la calma, el mar embravecido, esta tormenta instalada en el momento del paso de un lugar a otro, los pensamientos. Cuando éstos no encuentran orden o cuando mientras están en nosotros no hay calma, son pensamientos que no nos permiten desconectarnos fácilmente de los que nos preocupa, de los que nos pesa.
Hay quienes se rompen la cabeza en medio de esta circunstancia de seguir cavilando, pensando y reflexionando, con el golpeteo de los pensamientos que vienen de las preocupaciones diversas que en la vida van apareciendo y en esa circunstancia nunca se logra terminar de encontrar la paz.
Los monjes mencionan tres tipos de actitudes que están detrás de estos pensamientos que golpetean en nuestro interior y generan estas tormentas:  la ambición, la envidia y el orgullo.  Cuando hay arrogancia, particularmente en el corazón, es inevitable vivir bajo el signo de esta tormenta.

La ambición se trata de que consideremos siempre que es lo que los demás piensan de nosotros, interiormente estamos sin cesar en la escena y evaluamos qué hacer y qué decir para ser correspondidos en un aplauso, para ser bienvenidos o aprobados.  ¿Qué hay detrás de esta necesidad de ser bien tenido en cuenta?. La ambición va de la mano de un temor constante frente a la opinión de los demás, ambicionamos más en el tener y en la buena fama, porque en realidad hay una gran inseguridad, un hueco de vacío en nuestro interior, una falta de autoestima que hace que nuestra vida dependa más de la mirada, del parecer, del decir de los otros que de la confianza que tenemos en nosotros mismos y poder estar parados en nosotros mismos, entonces buscamos hacia fuera lo que en realidad deberíamos encontrar dentro de nosotros. Entonces vivimos por fuera y perdemos interioridad.

Cuando el corazón está en esta actitud, no podemos estar en compañía de nadie en calma por mucho tiempo, es más, nosotros mismos nos ponemos bajo la presión para desempeñar un buen papel, para que se note, para que todos nos tengan en cuenta, para darnos cuenta que valemos, es como si estuviéramos manejados desde afuera. Perdemos universalidad en el trato y quedamos bajo la presión del esquema de la imagen, que no es que haya que desconsiderarla, pero tampoco podemos depender de ello. Es un derecho y una necesidad tener buena fama, el punto es no vivir detrás de ello.

Lo que define en el mundo de la imagen es el tener por sobre lo que sos. En este sentido la ambición expresa el vacío interior. También la ambición se manifiesta como perfeccionismo, que aparece con un gran temor de cometer errores. Así nos hacemos obsesivos, cubriendo el vacío hasta que explota lo que adentro pide espacio.  Ser perfectos es parecernos mucho a lo que los otros esperan de nosotros, a lo que los demás esperan de nosotros, eso nos gratifica mas que tener el modelo de la perfección que corresponde a lo que estamos llamados a ser.

¿Cómo se supera? Por la gracia de la contemplación de quien es Otro y como dice Santa Teresa, asirnos en todo a Él. Vivir desde Él en paz. Es lo que no hace Simón: el intenta dominar la realidad, y como primer paso pone la mirada en Jesús, pero cuando vuelve a sí mismo comienza a hundirse. Asirse a Jesús quiere decir ponerlo todo en la mano del Señor. Nos hundimos en la ambición, en el vacío de hartos de todo y llenos de nada, cuando sacamos la mirada de lo esencial, cuando nos perdemos en la actividad y nos llenamos de todo para ver si podemos cubrir la desesperación que nos genera haber perdido el rumbo. 

Es tremendo viajar en un avión en medio de turbulencias, o cuando se sacude un barco, con una sensación completa de estar en manos de Dios. A veces la vida nos pone en situaciones tormentosas para purificarnos y ponernos de cara a lo verdaderamente importante. Las cosas se acomodan, no importan cuánto sea, cuando en el centro está Jesús.

En las obras de caridad, quizás la que más riquezas ha recibido es la más pobre, la de la Madre Teresa de Calcuta. ¿Qué quiere decir esto? Que no importa la necesidad… La sobreabundancia fue la añadidura, porque el corazón estaba puesto en cada uno de los pobres, ocupando el lugar central siempre en su fundadora. Cuando se quiso poner la organización por encima del centro, intervino la Madre Teresa, poniendo las cosas de nuevo en orden, que supone no perder el norte que eran los pobres.

Hay que siempre estar recalculando cuando perdemos el rumbo. En más de una oportunidad hay que volver a empezar, que en términos evangélicos supone buscar por encima el reino de Dios y todo el resto llega por añadidura. Dios está más interesado en su obra que nosotros mismos. 

¿Dónde sentís que el Señor te pide recalcular y volverlo a poner a Él en el centro?.  

 

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La tormenta de la envidia

Además de la tormenta que trae la ambición, donde golpetean un montón de pensamientos encontrados en nosotros, está la tormenta que genera en nosotros la envidia, los celos, que nos quitan la calma de una manera muy parecida a la anterior. No podemos estar en paz con nosotros mismos ni gozar de lo que Dios nos ha dado y estamos constantemente mirando a los otros, como si no nos fuera suficiente.  Envidiar es no querer bien el bien que el otro posee y quererlo para mí. Es una manera de robar, por así decirlo, con el gesto. El corazón ha perdido rumbo y por eso mira a los costados. No se mira bien a sí mismo porque ha perdido la mirada en el Señor.Como nos hemos descentrado, mientras no encontramos el rumbo, varias cosas se mueven dentro de nosotros de manera desorientada y entre otras esta envidia.

¿Cómo se sale? Colaborando con otros, en actitud asociativa donde el todo es más que las partes. Teresa de Jesús, decía que para poder encontrar el rumbo hacia donde Dios nos conduce en servicio nos tenemos que dejar conducir por lo alto hacia donde Él nos lleva. Tenemos que salir del “chiquitaje” de nuestros modos, romper con el cascarón y animarnos a adentrarnos al escenario nuevo donde Dios nso conduce. Hacernos a Dios y deshacernos de nosotros supone una pascua. Este texto que meditamos hoy es un texto pascual, supone el paso de una orilla a la otra. La exigencia del evangelio de hoy es salir de nosotros mismos para ir a donde Él nos lleva, y eso es caminar en la fe. Es lo que el Señor le dice a San Juan de la cruz mientras va transitando en la noche oscura de la fe “te llevaré a donde no sabes por donde no sabes”. Es lindo pero es bien doloroso, porque es casi como una muerte. Cuando Dios nos invita a dar pasos salimos de lo conocido para ir por terrenos que no sabemos. Es un camino de pascua donde nos dejamos conducir por Alguien que es más íntimo a nosotros mismos.

Es el escenario con el que el Padre misericordioso se encuentra en el relato del hijo pródigo: El espíritu de la envidia, el espíritu de la competencia, propio de los que no viven como hermanos sino enfrentados, es lo que encuentra el padre del relato del hijo pródigo al final en la relación entre el hijo mayor y el hijo menor.  “este hijo tuyo, que ha malgastado todos los bienes….”, y todo el discurso que une alrededor suyo, “mirá como lo recibís, con una fiesta, ¿a mi cuando me hiciste una fiesta?”, eso es el espíritu de comparación.
En el corazón del padre los dos hijos tienen peso por sí mismos, ellos no ven lo que el padre ve, ellos se ven entre ellos en espíritu de comparación. Solamente podemos sanar esta herida de la envidia, del espíritu competitivo, de la comparación y de la lucha en medio nuestro cuando aprendemos a descubrir qué lugar nos toca ocupar a nosotros y que importante es ese lugar que ocupamos.

Cuando una persona es envidiosa, y desde allí es criticona, y desde la crítica destruye a los demás, está básicamente desubicada en la vida, no sabe dónde está parada, aparentemente muy segura en su decir, en su hablar, en su expresión, como dueña del escenario que le rodea, pero realmente vacía en si misma, y ausente de una relación saludable con nosotros que somos su hermanos.

Se sale yendo a donde el Padre nos conduce que es el camino de la misericordia, por ende por los lugares de misericordia se sana de las tormentas interiores que quieren quitarnos la paz. 

 

 

La tormenta del orgullo

El orgullo es el otro viento que golpea nuestra barca, para darla vuelta, para sacarla del rumbo, para impedirnos permanecer en paz mientras vamos de un lugar a otro es el orgullo. Consiste en ponernos por encima de los otros. La humildad es la verdad de nosotros mismos y la sobervia es la mentira, nos hace permanecer lejos de nosotros mismos y nos hace extraños. La sencillez, la humildad, cuando Dios nos revela nuestra propia condición, aprendemos a descubrir nuestra propia verdad que el orgullo busca esconderlo.

Cuando nosotros buscamos armarnos de lo que no somos, hacernos los grandes cuando en realidad somos pequeños, no le permitimos a Dios que nos tome entre sus manos y nos engrandezca desde nuestra pequeñez y desde nuestra condición frágil. Así le ponemos como un impermeable a la gracia de Dios para que nos asista, nosotros elegimos el arma del mecanismo de la autodefensa, por el temor que nos da, desde la soberbia, el que los otros puedan descubrir que frágiles somos, y desde allí puedan manipularnos, maltratarnos o herirnos.

El camino de la identificación con nosotros mismos, lejos de toda armadura, es un camino de confianza en Dios, que puede donde nosotros no podemos, por eso hace falta justamente la gracia de la humildad, que es “andar en verdad”, ni mas ni menos, llamar a las cosas por el nombre que tienen, sin temor a decirlas, sabiendo que si las decimos no desenfadadamente, sino en las manos de Dios, donde estamos, nos hacemos grandes de verdad.

Padre Javier Soteras