06/10/2016 – “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros.En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”.
Jn 13,34-35
Jesús, cuando habla del amor, no lo hace siempre del mismo modo ni realiza siempre la misma invitación. Hay una progresión de particular belleza en su propuesta: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas, y a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,34-40) es la respuesta de Jesús a un grupo de fariseos.
El Evangelio de Lucas nos refiere una aclaración a este “segundo” mandamiento : ¿Quién es mi prójimo? Para Jesús, prójimo no es quien me es cercano, sino cualquier persona que pasa a mi lado. O aún más, soy yo quien me acerco a la necesidad del otro, sea quien fuere; lo primereo en el amor. Es lo que Jesús ilustra con la parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37).
La parábola del juicio final (Mt 25,31-46), en la cual Jesús nos dice que lo que hacemos a cualquier persona se lo hacemos a él, nos ayuda a comprender que Jesús ha unido los dos mandamientos del amor.
Y entramos así, acompañados del evangelio de Juan, a la máxima expresión del amor cristiano, lo que Jesús llama su mandamiento. En otras ocasiones él remite a la tradición bíblica anterior, a lo que el pueblo había recibido a través de Moisés y los Profetas. Aquí en cambio, nos encontramos ante una novedad, ante lo que Jesús mismo afirma que será el distintivo de sus discípulos. “ Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis dicípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,34-35).
Un aspecto particular de este amor de reciprocidad es que se deja amar. Es decir, no será feliz plenamente hasta que la persona amada no ame a su vez, porque en esto consiste su plena felicidad, que lo hará igual a Dios. Por eso Dios, siendo Dios, se hace mendigo de nuestro amor.
Es el amor de comunión, el ágape, el amor trinitario, que es pasar por la muerte del propio yo para amar de verdad a Jesús en el hermano… ¿hasta cuándo? Hasta que el hermano, al comprender la dinámica de este amor, nos ame a su vez por Jesús, y así, Dios pueda establecer su morada entre los hombres: “Donde hay dos o más reunidos en mi nombre –en mi amor- allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20).
La comunión es Evangelio y surge de él, está presente en los gigantes que han tratado de vivir la Palabra de Dios y la encarnado en sus vidas.
Cuando al final de su vida está casi parílico, Brochero acepta con grandísima sencillez que lo guíe un niño, a pesar de que este es inexperto en ese oficio y le procura más de un porrazo. Acepta de corazón que le limpen las heridas, aunque se da cuenta de que provoca en la persona que lo cura gran repugnancia.
No es casual que elija Villa del tránsito para construir la Casa de Ejercicios: aquí experimenta una acogida particular entre la gente con respecto a lo que él siente en su corazón. Hay respuesta, reciprocidad. Cuando están por comenzar los trabajos de la Casa de Ejercicios, él se encuentra con fiebre: no pospone los trabajos, sino que deja que sean los mismos vecinos quienes los comiencen. Se sabe prescindible, confía en el amor y entrega de las personas, para que también entre sí aprendan a relacionarse como con él. Es un amor que todo lo cree, todo lo espera, porque cree en Jesús en el otro.
Uno de los primeros e importantes encuentros de Brochero, apenas llegado a Traslasierra, es con Zoraida Viera de Recalde, en Panaholma, quien sale al encuentro del nuevo párroco cuando advierte que está perdido y no acierta con el camino que lo lleva a Ambul: no sólo lo orienta, sino que lo invita a descansar, refrescarse y alojarse en su casa.
Una de las tantas cartas de la abundante correspondencia que mantienen transparenta una amistad sincera, abierta y franca con doña Zoraida: “Señora de mi estima y respeto: he tenido el gusto de estar repetidas veces con su Erasmo y hemos ido a Ferreira juntos. (…) Ahora paso a agradecerle el queso de sus vacas, así como el dulce y manzanas, todos de primera calidad y como venidos de sus manos. Me dio Merceditas el mensaje de que Usted no me escribía porque yo no le había escrito. Enmiendo hoy esa falta. Yo creía que la enviada del lazo y las damajuanas eran cartas vivas, pero ya veo que no son, y que si quiero tener carta de usted es preciso escribirle a Usted, como lo hago ahora”.
Guillermo Molina, jefe político de la región: “en cierta oportunidad tiene una diferencia con el santo cura, o más exactamente un altercado serio de palabras, quedando los ánimos muy exasperados. Brochero se presenta poco después en la casa de Don Guillermo en Nono y al llegar a ella, después de bajarse de cabalgadura le dice: “¿Puedo pasar?” Don Guillermo contesta desde la galería en un tono nada muy amable: “Pase, cura”. Brochero se adelanta hasta la galería y se dice a Don Guillermo: “Entre cristianos no puede haber rencores, vengo a que me perdone”, y se arrodilla. Guillermo Molina reacciona: “Nunca permitiré que un sacerdote se arrodille ante mí”, lo abraza y lo levanta enseguida. Y se da por terminado el altercado, volviendo a ser amigos”.
Brochero no sólo se arrodilla ante su hermano, sino que se deja levantar por él. Se anima a utilizar la palabra perdón, porque lo guía lo fundamental: entre los cristianos no puede haber diferencias.
Que la única deuda entre ustedes sea la del mutuo amor (Ro 13,8) nos invita San Pablo, y Tertuliano nos cuenta que la gente de su tiempo se hacía eco de los primeros cristianos: “Miren como se aman, y están dispuestos a dar la vida los unos por los otros”.
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