Apreciar el “lado B” de la realidad

jueves, 13 de enero de 2022
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13/01/2022 – Una vez más nos encontramos en torno a la Hoguera que es la obra del sacerdote, periodista y escritor español José Luis Martín Descalzo (1930-1991). Esta vez la obra que nos convocó es ‘Razones para la Esperanza’ (1984), la cual reza en su introducción:

Y no es que yo debiera mentir: pintar un mundo color de rosa, distribuir la morfina del falso optimismo, ocultar las zonas negras de la existencia. No, nada debía ser escamoteado. Al contrario: parte del oficio era mostrar y reconocer nuestras llagas; pero era imprescindible, en todo caso, asumir la desgracia sin desposarse con la amargura, aprender a mirar más allá del dolor, sabiendo siempre que, si es necesario que vivamos con los pies en el barro, nadie va a impedirnos nunca levantar los ojos hacia las estrellas. Así fue surgiendo, semana tras semana, este cuaderno de pequeños apuntes que hoy recojo en volumen con la ¿ilusión?, ¿esperanza?, de que sigan sirviendo de casa para muchos. Yo creo en la alegría. Creo cada vez más en lo apasionante de la aventura humana. Ojalá supiera contagiar a mis lectores esta doble confianza.”

En esta oportunidad contemplamos la capacidad de Martín Descalzo para apreciar el “lado B” de la realidad, es decir, aquellas zonas luminosas de la experiencia humana que nos hacen mantener viva la esperanza, confiando que existen segundas y terceras oportunidades.

Compartimos,además, la grabación de una entrevista realizada a China Zorrilla (1922-2014) por el periodista Jaime Bayly, en que la actriz, parafraseando el microcuento de León Tolstoi (1828-1910), “El perro muerto”, denota –en sintonía con el autor de las Razones- este empeño por querer mostrar lo que de positivo encierra aquello que nos rodea, incluso en medio de la pudrición y la muerte.

Compartimos a continuación el texto íntegro sobre el que giró la reflexión del programa de esta semana:

La pata coja (Razones para la Esperanza)

“«Bingo», el perro de mi vecino, el cazador, ha vuelto cojo de la cacería del domingo: una maldita trampa ha estado a punto de destrozarle la mano delantera derecha. Y el pobre animal, al que otros días, en el ascensor, tengo que frenar para que no me ensalive la cara a lengüetazos, me mira hoy con ojos tristes, pegado a los rincones, como si quisiera explicarme su tragedia con la patita levantada. Pero apenas llegamos al portal y se abre la puerta del ascensor, como si de repente se olvidara de todo su problema, «Bingo» sale correteando hacia sus amigos los niños, levantada la mano derecha, apoyándose, con extrañas posturas, en las otras tres patas. Es como si se volviera payaso y pusiera en su renqueante andar a la pata coja algo de farsa y de broma. Corre, salta, todo sin tocar jamás el sucio con su mano herida. Se diría que toda la vida hubiera tenido solamente tres patas.

Yo le contemplo con asombro y admiración y me digo que «Bingo» es mucho más inteligente de lo que somos los hombres. Porque yo conozco centenares de personas que cuando les producen alguna herida se pasan meses y meses apoyándose en la zona lastimada como si no tuvieran otras para caminar. Recuerdo a Juan, a quien negaron un ascenso, y, desde ese día, sintió como insoportable el puesto que hasta entonces le había llenado de felicidad suficiente. Lejos de gozar de lo que tenía, se pasaba las horas reabriéndose la herida del ascenso negado. Recuerdo a Rosa, una mujer traicionada por su marido, que desde ese día se dedicó a pudrirse. Lejos de asumir su tragedia, dejó que se le envenenara todo el resto de su vida: el amor de sus hijos, el cariño de sus amistades, un trabajo que la llenaba. Se dedicó a compadecerse, a masticar y remasticar una traición, como si fuera una de esas viudas indias que se tiran a la pira del marido muerto para quemarse con él.

Sí, conozco cientos de seres humanos que viven apoyándose en la «pata» que más les duele. Podrían vivir aceptablemente —como «Bingo» corre— apoyándose en todo lo que les queda; pero prefieren dedicarse a lamentar lo que les falta.

No estoy infravalorando los dolores de mis amigos. Sé de sobra la crueldad con que a veces nos sacude y nos taja la realidad. Recuerdo aquellos terribles versos de Vallejo cuando explicaba que: «Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! / golpes como del odio de Dios; como si ante ellos / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé!» Golpes que, efectivamente, parecen ser «los heraldos negros que nos manda la muerte».

Pero precisamente porque mido la crueldad de esos golpes, sé que ésa es la hora de coger la vida con las dos manos, asumir la realidad sin temblar y descubrir que no tenemos derecho a acurrucamos en ellos, entregándonos al diminuto placer de compadecernos.

La condición humana es la mutilación: ningún ser humano pasa mucho tiempo sin que se le venga a los suelos alguno de sus sueños. Y hay circunstancias en que parece que la crueldad se ciñera sobre nosotros y nos cortara hoy una mano, mañana una esperanza, pasado uno de los pilares en los que se apoyaba —o parecía apoyarse— nuestra misma existencia.

Pero la otra gran lección de la vida es que el ser humano tiene siempre al menos el doble de capacidad de resistencia de la que creía tener. Si le cortan un ala, aprende a volar con la otra. Si le cortan las dos, camina. Si se queda sin piernas, se arrastra. Si no puede arrastrarse, sonríe. Si no tiene fuerzas para sonreír, aún le queda la capacidad de soñar, que es una nueva forma de volar en esperanza.

Por lo demás, la vida es misteriosa. ¿Cuántas veces al cerrarse una puerta —que parecía la elegida para nosotros— no se nos abría otra no menos vividera?

Me gustaría contar aquí una historia que fue un eje en mi vida. (Y no la cuento por ponerme de ejemplo, sino sencillamente porque mi vida es la única que conozco). Me ocurrió hace ya veinticinco años. Poco antes había iniciado yo mi pequeña aventura de novelista con una narración (La frontera de Dios), que tuvo la extraña fortuna de ganar el premio Nadal. Estaba escrita con la ingenuidad de los chiquillos y, asombrosamente, formó un extraño revuelo. Hoy resulta arcangélica, pero entonces a algunos les pareció muy fuerte. ¿Cómo podía escribir «aquello» un cura? Hoy sonrío al releer las críticas escandalizadas de algunas pías revistas. Pero aquel escándalo alarmó a alguna autoridad eclesiástica. Y cuando yo —fiel a la vocación que sentía— envié a la censura eclesiástica mi segunda novela, el obispo en cuestión decidió que aquel libro estaba muy bien, pero que en él sobraban cuatro palabras: la palabra José, la palabra Luis, la palabra Martín, la palabra Descalzo. Al parecer, «aquello» no podía firmarlo un cura.

A mí no me preocupaba el lanzar aquel libro sin mi nombre (aunque no me entusiasmara tenerlo como una especie de hijo ilegítimo). Lo que me angustiaba era ver que obligaban a enfrentarse mi vocación de cura con mi vocación de escritor. Y yo no estaba dispuesto a renunciar a ninguna de ellas. Sufrí porque estaban metiendo la espada en el mismo centro de mi alma.

Por aquella época leí aquel consejo de Bernanos que aseguraba que «toda obra de escritor es un calvario» y que recordaba que «el mundo exterior podrá hacerte sufrir, pero sólo tú podrás avinagrarte a ti mismo».

Entonces se formó mi filosofía de que, si alguien nos cierra una puerta, no debemos rompernos la cabeza contra ella, sino mirar si hay otras puertas próximas abiertas por las que podamos pasar. Esa fue la razón por la que, entonces, empecé un periodismo en el que jamás había pensado. No me dejaban ser novelista, sería un escritor de periódicos mientras el mundo clerical maduraba.

Creo que gracias a esa afortunada decisión no soy hoy un resentido. Gracias a ella me siento aceptablemente realizado, hablo cada semana con ustedes a través de este cuadernillo y hasta, algunos años más tarde, vuelvo a soñar y pergeñar alguna que otra novela.

¿Y si también me hubieran cerrado esa puerta? Sé que habría encontrado una tercera. O una cuarta. Porque el mundo está lleno de puertas para quien se niega a aceptar la barata escapatoria de dedicarse a clamar contra la injusticia del mundo arrellenado en el butacón del resentimiento.

No es un gran mérito. «Bingo» lo practicaba hoy caminando con las tres patas que le quedaban sanas.”