Y, ahora, descalzaos, porque la tierra que vamos a pisar es de fuego. Vamos a hablar de las bienaventuranzas, las ocho locuras que resumen el mensaje de Cristo.
Y tendré que pedir perdón al lector por tratarlas ahora, después de haber esbozado ya las grandes claves del pensamiento de Jesús, cuando él, de hecho, colocó las bienaventuranzas como la gran cobertura de su predicación. Pero es que Jesús, como los buenos oradores, gustaba de tomar la sartén por donde más quema y comenzaba sus sermones por la cima, como el escalador, que señala la cumbre antes de que comience la escalada. Pero ¿quién es capaz de empezar a estudiar el mensaje de Jesús por esa cima en la que el aire, de tan puro, se vuelve irrespirable para el pequeño hombre? ¿Quién no se acobardaría al comenzar encontrándose con esta nueva zarza ardiendo?
(…) Las bienaventuranzas no son realmente —como a veces se ha pensado— una especie de prólogo brillante y literario del sermón de la montaña. Son su punto central, su meollo. Ocho fórmulas restallantes que resumen todo el nuevo espíritu que se anuncia. Todo lo demás, son aplicaciones. Porque, si en el Sinaí se concentró toda la ley en los diez mandamientos, en este nuevo monte nos encontramos con un nuevo —y bien diferente— decálogo. Lo que allí aparecía en rígidas fórmulas legales, se convierte aquí en bendiciones para los que vivan el nuevo espíritu. Allí se señalaban los mínimos que deben aceptarse; aquí se apuntan las cimas a las que hay que tender con toda el alma y la felicidad que espera a quienes las coronen.
(…) Y Jesús comienza la predicación de su Reino desplegando la gran bandera que centra todas las expectativas humanas: la felicidad. Su búsqueda es el centro de la vida humana. Hacia ella corre el hombre como la flecha al blanco. El mismo suicida busca la felicidad o, cuando menos, el fin de sus desdichas. Y todo el que renuncia a una gota de felicidad es porque, con ello, espera conseguir otra mayor.
Es esta felicidad —esta plenitud del ser— lo que Jesús anuncia y promete. Pero va a colocarla donde menos podría esperarlo el hombre: no en el poseer, no en el dominar, no en el triunfar, no en el gozar; sino en el amar y ser amado.
¿Quiénes son los realmente felices? Ya en el antiguo testamento se intenta responder a esta pregunta. «Venturoso el varón irreprensible que no corre tras el oro» decía el libro del Eclesiástico (31, 8-9). «Bienaventurado el varón que tiene en la ley su complacencia y a ella atiende día y noche» anunciaban los salmos (1,2). «Felices los que se acogen a ti» (2, 12) «Felices los que observan tu ley» (106, 3) «Feliz el pueblo cuyo Dios es Yahvé, el pueblo que él eligió para sí» (33, 12). En todos los casos, la felicidad está en querer a Dios y en ser queridos por Él. Pero en el nuevo testamento este amor de Dios se convertirá en paradoja, porque no consistirá en abundancia, ni en triunfo, ni en gloria, sino en pobreza, en hambre, en persecución. El antiguo testamento nunca se hubiera atrevido a proponer tan desconcertantes metas. Ahora Jesús descenderá al fondo de la locura evangélica.
José Luis Martín Descalzo
Vida y Misterio de Jesús de Nazareth
Tomo II