Carta de una Maestra Rural

jueves, 19 de noviembre de 2009
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Estimado Padre Eduardo.

Ud. no me conoce; sin embargo, ha llegado hasta mis manos algo que usted escribió. Me he sentido acompañada por el misterioso consuelo que –a veces- nos regalan las palabras.

Aquí estoy, ¡y qué puedo hacer sino abrigarme -desde mi propio interior- buscando un amparo a tanta intemperie!

Me llamo Gloria y vivo en un paraje perdido en los mapas en plena precordillera jujeña. Soy maestra rural y soy casi todo lo que tienen un pequeño grupito de niñas y niños argentinos durante semanas y meses en los que los inviernos son más intensamente fríos y los veranos más calurosamente tórridos de lo que los habitantes de la ciudad pueden soportar. Aquí sólo hay alguna escasa leña para los oscuros inviernos y aire fresco que baja de la montaña para el alivio de las jornadas de verano.

Mis niños llegan hasta la puerta desvencijada de esta escuela -que se transforma en hogar y en horizonte- a mula, a caballo y a pie. Muchos vienen transitando días y largas horas con pies doloridos y descalzos.

Yo me transformo en aula y en mesa, hago también la comida, ayudada por una mamá, juego con los niños y les enseño a agradecer la patria que tienen. Desde arriba de los cerros, desde la altura, todo se ve distinto. Nuestro querido País se ve diferente desde esta altura.

Cuando escucho por radio todo lo que acontece en nuestro suelo, salgo a la puerta de mi escuela, veo este cielo tan profundamente celeste y escucho que el silencio me habla de otro país, de la Argentina honda de polvo de tizas en mis manos, polvo que a veces se espesa por alguna lágrima que cae desde mis mejillas a mis manos. Me duelen estos hijitos que tengo aquí y que mi Argentina me ha confiado. Soy responsable de la vulnerabilidad de estos sueños que crecen. Cuando me pasa esto, no dejo que ellos vean mis ojos húmedos, ya son demasiado duras las circunstancias que ellos tienen. La pobreza, el hambre y la enfermedad son nombres de fantasmas que juegan con ellos a las escondidas por aquí.

Hay noches en que mi plato de comida lo cedo a alguno de ellos, a pesar de haber tenido un día agotador de trabajo me conformo sólo con un té caliente. Ellos ni siquiera lo piden pero yo se los doy. Cuando les pregunto qué desean ser en el futuro, algunos me dicen que irán a estudiar a las grandes ciudades para ser médicos, abogados o profesores.

Tal vez cuando Ud. sea ya muy mayor, su médico sea alguno de mis alumnitos. Tal vez podamos así conocernos a través de él.

A menudo pienso en tantos rostros que no conozco cuando cada mañana, con un viento helado que es fiel a la montaña, izamos nuestra deshilachada bandera, orgullosa de la belleza de su dignidad a pesar de sus arrugas. Cada día veo a Argentina desde la altura de esta pobreza. Los que tienen horizontes más vastos a veces ven a corta distancia y con menudos alcances.

Yo quiero que mis pequeños me recuerden como una Maestra que les enseño a descubrir otra perspectiva de la vida, contemplando todo desde la altura. Si pienso en eso, mi nombre se llena de sentido. No hay mejor llamado de Dios que cuando escucho mi nombre en los labios de estos niños diciéndome “Gloria”.

Padre, rece por mí y por mis niños, por los pequeños de esta escuelita, cuyo nombre no importa, recemos por esta Argentina que sueña con su altura. Ud. y yo somos educadores, en esto -en esencia- no hay diferencias. Todos los educadores estamos emparentados en las fibras del alma. Gracias Padre, le pido su bendición y le doy la mía. Estoy segura que va a escuchar la resonancia de estos latidos.

Gloria, la maestra rural.