¿Cómo hacer para permanecer en el amor de Dios?

jueves, 20 de mayo de 2010
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 “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.
Juan, 15,9-17

Hoy Jesús nos dice que nos ama y que el amor que ha venido a revelarnos está sellado por la entrega de su vida y Él anhela que podamos permanecer en ese amor, dándole la bienvenida. Al amor de Dios no se lo negocia; en gratuidad se ofrece y en gratuidad también se entrega. Esto es permanecer. Un verbo que en las Sagradas Escrituras aparece ciento dieciocho veces: sesenta y siete veces se lo utiliza en el Evangelio de San Juan, con variado sentido (estar junto a alguien; estar en un lugar determinado, por ejemplo). Pero el de la Palabra de hoy tiene un sentido preciso, teológico: permanecer es “en” y particularmente en la persona de Jesús. En el caso de esta parábola de la vid y los sarmientos, esta permanencia es mutua: el discípulo en el Señor y el Señor en el discípulo. Es una permanencia que viene dada por una inserción en la persona de Jesús, la vid, nosotros los sarmientos, un injerto de amor. Como cuando se hace un injerto en un árbol: se arranca de otro lugar la rama que se va a injertar y se hace una herida en el árbol para allí introducir lo que se va a injertar. Esa herida es el amor de Dios que se entrega por nosotros y en la Cruz se abre para darnos la bienvenida y compartirnos la savia de la riqueza íntima de su misterio de Padre, Hijo y Espíritu Santo; la riqueza más profunda que está contenida en el árbol de vida que ya no es aquél del Edén, sino que es Cristo, es el Amor. Por eso, la invitación a injertarnos es a permanecer en ese Amor.
¿Cómo se hace para permanecer en el Amor, dándole la bienvenida al amor? Uno puede reconocer a lo largo de su vida cómo fue visitado por la presencia del amor en el seno de la familia, en la amistad, en el noviazgo, en los compañeros de trabajo y de estudio; cómo nos sorprendió el amor y nos reveló el misterio de la vida. La vida está hecha para ser vivida en esa clave y sólo cuando encontramos un amor grande por el cual vivir, encontramos el motivo de la vida. Y hay más de una oportunidad en que el Amor se manifiesta en pequeños gestos con los que el Señor se acerca a nosotros, atrayéndonos hacia aquel lugar en donde quiere reinjertarnos para llenarnos de vida nueva. Es la vida del Espíritu la que se comunica a través de esos gestos. Es la Savia, es el misterio del vínculo entre el Padre y el Hijo, que se llama Espíritu Santo y que ahora se derrama sobre nosotros en abundancia, en multifacéticas expresiones, en un montón de coloridos matices que nos hablan de la riqueza que allí está escondida.
Te invito a que despiertes al amor, a que salgas de tus lugares de pesadumbre, sinsentido, agobio, tristeza y te animes a dejarte visitar por esta presencia de amor.

Estamos llamados a dar fruto abundante, para el bien de los demás, para gloria de Dios, para nuestra propia plenitud. Se trata de un fruto de transformación, de plenitud, de santidad… El fruto evocado en esta Palabra es la vida en plenitud, fecunda por la unión con el amor que rescata, que salva. Por la permanencia en el amor de Dios, el Espíritu Santo es el que va realizando esta pintura profunda en el que se reconoce discípulo en proceso de transformación interior, en una progresiva configuración de sus pensamientos, sentimientos, actitudes, hasta el punto de poder llegar a decir con Pablo, mi vida es Cristo.

Este amor supera clases sociales, posicionamientos ideológicos, modos religiosos de vínculo con el misterio. Este amor unifica, nos pone en actitud dialogal, nos permite diferenciarnos unos de otros saludablemente y a partir de allí complementarnos en el ser con otros. Nadie es por sí mismo si no es con los demás. Excluir, marginar, odiar, en el fondo es autoagredirse, es impedir la más plena realización de nosotros mismos por la negación de otro, distinto, que me fue puesto en el camino para que de alguna manera terminara por complementar lo que estoy llamado a ser como plenitud de proyecto de Dios en la vida. Por eso nada de lo que se nos ofrece, aunque doloroso, puede ser despreciado; el amor tiene una lógica de integración y de transformación, de diferenciación y de complementariedad. Cuando el amor se vive así, es porque Dios está presente, es porque participamos del acto donativo del amor del amor. Amor que no se ensucia con las mezquindades de un corazón que quiera atrapar, sino que se da, se entrega. Es Dios que irrumpe, y nos abre otros horizontes. Es el amor del Resucitado, lleno de vida, que no tiene miedo, que esclarece las sombras y que nos invita a soñar…

Si conocieras cómo te amo, si conocieras cómo
te amo, dejarias de vivir sin amor. Si conocieras
cómo te amo, si conocieras cómo te amo, dejarias
de mendigar cualquier amor.

Si conocieras cómo te amo, cómo te amo,
serías más feliz.

Si conocieras cómo te busco, si conocieras
cómo te busco, dejarías que te alcanzara mi voz.
Si conocieras cómo te busco, si conocieras
cómo te busco, dejarías que te hablara al
corazón. Si conocieras cómo te busco,
cómo te busco, escucharías más mi voz.

Si conocieras cómo te sueño, me preguntarías
lo que espero de ti. Si conocieras cómo te
sueño, buscarías lo que yo pensaba para ti.

Si conocieras cómo te sueño, cómo te sueño,
pensarías más en mí.

Los frutos que la sociedad espera de nosotros los creyentes, los cristianos, son frutos de testimonio de vida en el amor. Y en este testimonio se juega toda la evangelización: que el mundo crea por la unidad de los cristianos, ése es el gran desafío. Una unidad construida no desde la uniformidad, sino cómo nos ha planteado Pablo VI en Ecclesiam Suam, en un diálogo profundo en muchos sentidos. El primero que debemos reconocer es el diálogo entre distintos, a partir del vínculo de amor con el Dios que nos creó. Diálogo con uno mismo, encuentro de amor reconciliado con uno mismo. Diálogo -como dice bellamente Pablo VI en Ecclesiam Suam– con una sociedad pagana que se fue descristianizando y que hoy ofrece mil rostros con los cuales salir al encuentro para reconocer la originalidad de cada uno y entonces redescubrir el amor que nos hace uno. Diálogo hacia adentro de la misma Iglesia. Diálogo con los cristianos no católicos. Diálogo con otros credos. Cuando hablamos de diálogo, no hablamos solamente de discursos de partes diversas y de posicionamientos distintos; hablamos de un espíritu que nos pone en situación de comunión y nos invita al respeto en las diferencias, al no denostar, al no acusar, no estigmatizar al otro porque cree de manera diversa. Tenemos que situarnos en este Espíritu de amor que tiene que dar mucho fruto, llamando a contagiar a todos. La corriente de la gracia del amor nos debe poner en comunión con todos y con cada uno, asumiendo en la diversidad el amor como el gran proyecto de Dios. Dios nos invita a ser uno en el amor. El amor es contundente, es una presencia que termina con las diferenciaciones y nos enseña a complementarnos. El amor de Dios se manifiesta en cada uno  tomando diversos matices. Los colores por separado tienen valor, pero cuando se unen formando un arcoiris, le da mucha belleza al paisaje y es símbolo de alianza, al menos así aparece en la Palabra; no están los colores para estar separados, sino para estar unidos en un misterio de alianza. Es Dios que se vincula con la sociedad para constituirla en su pueblo.

Padre Javier Soteras