¿ Cómo vivir el Adviento en el año de la fe ?

jueves, 6 de diciembre de 2012
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Benedicto XVI decía de la visitación de María: “nunca tuvimos una procesión del Santísimo Sacramento que fuera en una custodia tan hermosa como aquel día en que Jesús fue en el vientre de María a visitar a Isabel” Fue la primera procesión de Corpus Christi. María portadora del Verbo de Dios, Arca de la Alianza: en ella estaba el Autor de la Ley, Jesucristo mismo

Mirando a María, tenemos que aprender a cómo ser nosotros cristianos: en la disponibilidad, en la humildad, en la entrega, en la servicialidad, en la solidaridad, en el compromiso. María es todo eso. San Bernardo decía “cuando Dios quiso juntar todas las aguas hizo el mar, cuando quizo juntar todas las gracias, la hizo a María” . Ella es la mujer madre fabricada por su hijo. Todo hijo hace que una mujer sea madre. Pero el caso de María es especial: su Hijo es un milagro del Padre y una asistencia especial del Espíritu.

Mirando esta escena, vamos a pedir que esa presencia suya se intensifique en toda la humanidad en este año de la fe, y que esa presencia sea fecunda y nos lleve a la caridad, al servicio, a saberlo descubrir sobre todo en los pobres, débiles y sufrientes de la humanidad. Cristo quiso asumir ese modo de existencia. Por eso creo que en esta Navidad , para esta Patria y el mundo,  pedir la gracia de que Cristo entre en el corazón de todos los hombres de nuestro tiempo. Monseñor José Ángel Rovai, obispo de la diócesis de Villa María..

PALABRAS DE VIDA (Padre Angel Rosi)

            La Palabra se hace carne. El Verbo quiso redimirnos acampando entre nosotros. Y si lo que viene es la Palabra, la exigencia básica para recibirla es el silencio.

Contra todo lo que parece, Adviento debería ser para nosotros un tiempo de silencio. Nuestra realidad, en que diciembre coincide con el final del año laboral, el fin de las clases, angustias de exámenes, cansancio agudizado por la irrupción del calor, andamos tironeados de acá para allá, sin tiempo , chinchudos, la misma fiesta de Navidad está llena de ruidos de casa, de organización de detalles –y es normal que sea así, porque navidad es fiesta de familia-. Pero paradójicamente, como fiesta interior del corazón, es tiempo de silencio.

Adviento es este tiempo en que el Señor nos invita a silenciar el corazón. Cuando en casa una mamá está dando una indicación a sus hijos, o cuando en la escuela una maestra está dando clases, lo menos que exigen es silencio. Si en vez del silencio el otro está a su vez hablando, se le dice ‘escuchame, no mires para otro lado si te estoy hablando, no comiences a hablar antes de que yo termine de decir las cosas’.

El silencio es elemental para la comunicación, porque es el ámbito que necesita la Palabra para ser dada. Y en este tiempo buscamos un silencio superior, mas profundo, reverente, cariñoso, acogedor, un silencio del corazón que permita que la Palabra venga a nosotros y sea fecunda. Recordemos aquel relato donde el Profeta Elias va al monte Horeb a encontrarse con Dios. El pensó que el paso de Dios iba a ser muy evidente, llamativo, y sin embargo “ni estuvo en el huracán que partía las montañas, ni en el terremoto. Estuvo en el rumor de una brisa suave.” Elías lo esperaba en la estridencia, en lo majestuoso, en lo llamativo. Pero Dios quería hablarle en el silencio. Nosotros podríamos decir que Dios lo había hecho pasar de una ‘adolescencia espiritual’, donde era necesaria una manifestación más llamativa –como es el triunfo de él en la batalla relatada en versículos anteriores de este relato-, a una ‘madurez interior’, en la que Dios se manifiesta silenciosamente, en la intimidad del corazón.

También nosotros tenemos que recorrer este camino espiritual. No es raro que a lo largo de la vida Dios se nos haya manifestado al comienzo de un modo quizá más claro, más evidente. Y no es raro tampoco que luego nos vaya hablando cada vez más bajito, con menos ruido pero más hondamente. Ese mismo camino espiritual, concentrado en este tiempo de Adviento, es el que debemos intentar. Ese itinerario interior del ruido al silencio, de la dispersión a la interioridad, que nos permita reconocer la visita de Dios para mi personalmente.

¿Qué tenemos que hacer para que haya silencio? Hay que quitar no solo los ruidos de la casa. No pretendemos un silencio neurótico en el que nadie hable ni moleste. Lo que tenemos que quitar son los ruidos del corazón: ruidos de vanidad, de creernos más, el ruido de creernos de que el mundo gira alrededor nuestro, el ruido de nuestras competencias, de nuestras envidias, de nuestros inconformismos, de nuestras mezquindades y egoísmos. Ese silencio es el que nos permite darnos cuenta de esta comparsa desafinada que llevamos dentro y que aturde nuestro corazón. A veces achacamos a nuestros jóvenes el ruido ensordecedor de su música, y a en realidad a veces nuestro corazón tiene el mismo ruido, que en lugar de sacarlo a la calle lo dejamos dentro y nos auto-aturdimos.

Esta gracia del silencio tampoco hay que confundirla con la mudez, que es solo la caricatura del silencio. Y es también un modo diverso y cobarde de gritar. Muchas veces con ella agredimos a quienes están al lado nuestro, o pretendemos que se den cuenta de que nos han ofendido o lastimado. Adquirimos un rostro duro, amargo, nos sentamos a la mesa mirando al infinito y convirtiendo a los comensales prácticamente en ‘paquetes’, hasta que alguien pega el grito y pregunta ‘¿se podría saber qué te pasa?’. Y a veces a esa pregunta respondemos. ‘nada, estoy callado, ¿acaso no puedo estar en silencio?’, y en realidad mentimos. No es cierto que no nos pasa nada ni es cierto que estamos en silencio: estamos gritando mudamente. Y ese no es el silencio que el Señor nos pide. No es la mudez agresiva del ‘no diálogo’, de protagonizar a través del no brindarles a los demás mi palabra o mi oído. En nuestra familia y en nuestro mundo muchas veces la gran carencia no es de palabra sino al contrario. Andamos empachados de palabras no significativas, y andamos escuálidos de oídos atentos. Seguramente muchos hijos no andarían gritando en la calle mendigando atención si adentro de la familia encontrasen un oído atento y respetuoso de alguien que no los corte apenas se equivoquen o digan una barbaridad, para darles simplemente una receta fría garantizada por la experiencia de la vida de los papás que en realidad no les sirve para nada, porque ellos lo que buscan no es tanto la receta (incluso generalmente ya la saben). Buscan imperiosamente ser escuchados, respetados en su opinión, amados en definitiva. No habría tantos problemas de pareja si los esposos se concedieran mutuamente la palabra y el silencio, sin urgencias, sin andar pidiendo al otro que sintetice lo que quiere decir.

En definitiva, este silencio que pedimos para esta Navidad también tiene que bajar a las cosas concretas de la vida. Si vivimos gritando, no dejando lugar a las palabras de los demás, si no dejamos espacios para escuchar la queja o el elogio de nuestros gestos –las palabras lindas o la crítica fuerte-, cuando las cosas se nos van de las manos no podemos andar reclamando un ‘¿por qué no me lo dijiste?’. Porque nos pueden responder ‘no me quisiste escuchar, porque siempre estás apurado, siempre hay algo más urgente’. Y entonces, en vez de hablarlo con quien se debe, muchas veces uno se lo guarda, la procesión va por dentro, hasta que uno explota mal y sale a hablarlo con quien no debía. También como sacerdote uno lo experimenta a veces, cuando alguien viene a decirnos ‘no lo quise molestar, padre, porque usted estaba muy ocupado’. Y es cierto que estaba muy ocupado. Pero es preocupante esta imagen de ‘atareado’ que a veces vendemos, y que lleva a cerrar puertas al pueblo quitándole oído al cual tienen total derecho. ¡Cuántas ovejas de nuestro rebaño hemos perdido por haberlas rebotado cuando más nos necesitaban! Y no encontrándonos disponibles hallaron cobijo en casa ajena.

Habrá que pedir perdón a Dios, y también pedirle que sepamos abrir las puertas y los oídos a quienes necesitan contarnos cosas.

En fin, aspiramos a un silencio profundo, que acoja la Palabra y en el que se gesten nuevas palabras. Decía Romano Guardini que “solo un hombre o una mujer de silencio significativo podrá tener palabras significativas”. Cuando falta este silencio, nuestras palabras se vacían de contenido y por otro lado se multiplican inútilmente convirtiéndose en palabrería que además de hartar a los otros, cuando volvemos a la soledad nos invade una sensación de hastío, de vacío interior. Revisemos nuestras vidas y nos vamos a dar cuenta que las palabras más fuertes, más decidoras, las que más bien nos han hecho en la vida, las hemos recibido de personas que saben de silencio y cuyas palabras tal vez escasas son como dardos que se clavan en el corazón consolando, animando, dando claves o corrigiendo. Palabras que se han amasado en el silencio, que se han rezado, que se han discernido. Hay palabras que al decirlas duelen tanto a uno como al otro, son ‘espada de dos filos’ que abren brechas en la dureza de nuestros corazones.

En Navidad nos visita la Palabra. Hagamos silencio. Permitámosle que penetre y sea fecunda. Martín Descalzo, sacerdote y periodista, dedicado a la Palabra y a las palabras, en una de sus poesías la pide a Dios la gracia del silencio. Decía.

“Yo que hablé tanto, tanto, tanto y tanto,

que siempre fui un charlatán del viento, un mayorista de palabras,

siento que no me queda voz para tu canto.

Adelgázame, Señor, mi voz ahora.

Déjala ser silencio, llama pura, río de monte, soledad sonora,

álamo respirando en la espesura.

Déjame ser un pájaro que llora por no saber cantar tanta hermosura”

Tratemos de ir entonces en este adviento, disponiendo el corazón para el silencio. Que lleguemos a la navidad habiendo hecho camino. Parte esencial de ese camino es que se nos vaya silenciando el corazón para que cuando la Palabra hecha carne en Jesús llegue, encuentre en nuestro corazón una cunita bien dispuesta.