Confiar en Él para confiar en nosotros

martes, 2 de julio de 2024

02/07/2024 – En el relato que compartimos hoy, Mateo 8,23-27, Jesús aparece calmando tempestades. Nosotros también, como los discípulos, tenemos la sensación de que nos hundimos. No sabemos de dónde agarrarnos para no ahogarnos. El grito muchas veces es desesperado. Las tempestades son personales, sociales, familiares.


Jesús subió a la barca y sus discípulos lo siguieron.De pronto se desató en el mar una tormenta tan grande, que las olas cubrían la barca. Mientras tanto, Jesús dormía.Acercándose a él, sus discípulos lo despertaron, diciéndole: “¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!”.El les respondió: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”. Y levantándose, increpó al viento y al mar, y sobrevino una gran calma. Los hombres se decían entonces, llenos de admiración: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”.

San Mateo 8,23-27.


Este relato de tormenta está íntimamente conectado con el fragmento de ayer. El que quiera seguir a Jesús debe estar dispuesto a correr su misma suerte. Ahora bien, en medio de las pruebas no debe se olvidar que Jesús está a su lado para ayudarle a no sucumbir.

Seguimiento esperanzado


Subió Jesús a la barca y sus discípulos lo siguieron.

La palabra “seguir” es aquí un término clave que encaja con el episodio que la liturgia nos presentaba ayer, sobre el seguimiento, lo recordamos; te seguiré donde vayas, los zorros tienen cuevas, las aves nidos, pero el hijo del hombre no tiene donde recostar su cabeza, “Te seguiré déjame ir a enterrar a mi padre”, “dejen que los muertos entierren a sus muertos”: por dos veces, antes del momento, precisó de subir a la barca, Jesús, con plena conciencia de los riesgos y renuncias a los que hay que atenerse, dijo: “Síganme”.
¿Hacia qué aventura “embarcas” a tus discípulos?

Cansados de sacar agua

Las tempestades del Lago de Galilea tienen fama por ser súbitas y muy violentas: los vientos, forzados por las montañas que encajonan el lago, soplan a ráfagas sobre el agua y ponen en gran peligro cualquier embarcación que desgraciadamente se encuentre allí.

Entre los discípulos había expertos pescadores, hombres de mar. Ellos sabían cuándo la situación se tornaba realmente peligrosa. En medio de la tormenta, las viejas tablas de la barca harían ruido, como a punto de quebrarse y separarse entre sí. Aquéllos sacaban el agua ya no podían más de cansancio e impotencia. Se desanimaban al ver que era más el agua que entraba en la barca que la que ellos llegaban a sacar. Se habrán preguntado: ¿Para que seguir intentando si no logramos nada?

Mientras tanto, sucedía lo inimaginable: Jesús dormía

Cuántas veces esta situación se repite en nuestras vidas. Tomamos decisiones buscando la voluntad de Dios, nos decidimos a navegar mar adentro porque el Maestro así lo mandó. Confiamos en su Palabra, pero él nada nos advirtió de vientos rugientes (situaciones fuera de nuestro control), olas altas como edificios (obstáculos que nos parecen insalvables y que nos hacen sentir pigmeos); y, en medio de esa situación, parece que él está dormido, pues, además, experimentamos aridez espiritual y sequedad en la oración.

Probablemente, en algunos momentos, él duerma; pero está allí contigo, no se baja se tu barca y no te deja a la merced de las tormentas. Él permanece junto a vos en las buenas y en las malas.

¿Qué tormentas interiores necesitás que Jesús calme hoy en tu vida?

De la impotencia al miedo.

¿Por qué tienen miedo? Es la pregunta de Jesús a los discípulos que intentaremos contestar: las razones del miedo.

Todos sentimos miedo en nuestra vida. Gracias a él hemos llegado a sobrevivir como especie. De no ser así habríamos muerto bajo las patas de un mamut hace miles de años. Éste es el miedo que llamamos equilibrante porque está asociado a la prudencia, nos permite reconocer aquellas situaciones que pondrían en peligro nuestra propia integridad. Este miedo evita por ejemplo que digamos a un superior lo que realmente pensamos de él, o que nos quedemos en cama varios días cuando nuestra obligación es ir a trabajar.

Sentimos miedo frente al fracaso, al rechazo, a las pérdidas y mucho miedo frente a los cambios. Con todos estos ejemplos nos damos cuenta que el miedo nos acompaña a través de nuestra vida y madurez manifestándose en ocasiones cuando tenemos incertidumbres sobre nuestras relaciones, nuestra vida futura; es decir cuando sentimos inseguridad.

Para manejar el miedo es importante reconocer y aceptar que se tiene miedo. Una vez hecho esto, pasamos entonces a reconocer a qué le tememos. La mayoría de las veces nos cuesta mucho reconocer exactamente a qué le tememos.

Pero, ¿qué pasa cuando el miedo equilibrante se alarga en el tiempo y sin justificación aparente?: entonces se convierte en un miedo tóxico, que puede dañar nuestra salud y bienestar.
Acordate: confiar en Jesús te va a dar esa paz y alegría que buscás. No tengas miedo, Él está con vos. Todo es posible para Dios.

¿A qué le tenés miedo hoy? ¿qué le entregarías a Dios?
Tomate un rato para pensarlo. Confiá en los tuyos, confiá en vos…

Que tus miedos no te limiten. No tenés una idea de lo que sos capás con Jesús en tu vida. Confía.

Y Jesús confía

Dice la Palabra: Y Jesús dormía.
Lo inverosímil de ese detalle ilustra de maravilla el simbolismo que quiere subrayar: sí, es difícil creer en Dios…
¡Dios duerme!… Dios parece callar… ¿por qué no la hace más fácil? Por qué no se manifiesta para calmar las “tempestades”, en las que su Iglesia parece próxima a naufragar? ¿Por qué, Señor no intervienes en mi vida para salvarme del problema familiar, del problema matrimonial, de mi enfermedad, de mis adicciones, de mi problema, de tantas situaciones en las que en este momento queremos ponerle nombre? Pero la insistencia, está ¿por qué?

Ruego, hago oración. Partiendo de estas situaciones de las que quisiera librarme.
Se acercaron los discípulos y lo despertaron gritándole: “Sálvanos, Señor, que nos hundimos”.
Cuando fallan las propias fuerzas… Cuando nuestra experiencia -¡eran marineros!- es irrisoria e inútil. No queda hacer más que esto: elevar el corazón, clamar a Dios.
Jesús les dijo: “¿Por qué tienen miedo? ¡Que poca fe!” Es el núcleo de este relato: “hombres de poca fe”… Jesús apela a la fe. Jesús se extraña. Jesús da confianza: “No tengan miedo” Para “seguir” a Jesús, la Fe es condición esencial.

¿Por qué no te manifiestas? ¿Por qué no intervienes, Señor?

¿Y si la respuesta a esas preguntas se encontrara, precisamente, en la llamada de Jesús a la Fe? Hay situaciones extremas para las que todo apoyo humano desaparece: entonces uno se siente solicitado, arrastrado por la fe. De todos modos, cuando la muerte se aproxima, ¡no hay más solución que ésta!
Pero, en el curso de la vida de todo hombre o mujer, hay otras muchas situaciones en las que la fe es el único recurso, el único medio de evitar el pánico desequilibrante: abandonarse a Dios… confiar en Dios…
No tengan miedo… crezcan en la Fe… vayan más lejos…

Entonces Jesús se puso en pie, increpó a los vientos y al lago y sobrevino una gran calma. Aquellos hombres se preguntaban admirados: “¿Quién será éste que hasta el viento y el mar le obedecen?”
Sabiendo que Cristo está en la barca de la Iglesia y en la nuestra; sabiendo que Él mismo nos ha dicho que nos da su Espíritu para que -con su fuerza- podamos dar testimonio en el mundo; teniendo la Eucaristía, la mejor ayuda para nuestro camino, ¿cómo podemos pecar de cobardía o de falta de confianza?

Me parece una metáfora de nuestra situación actual. Jesús nos ha concedido su Espíritu y se fía de nosotros. Nos ha encargado pocas cosas: “Ámense”, “Hagan esto en memoria mía”, “Denle ustedes de comer”. Nosotros, sin embargo, cuando experimentamos pruebas, en seguida nos ponemos nerviosos, nos lanzamos a multiplicar los análisis, repartimos responsabilidades y, lo que es peor, comenzamos a desconfiar: “Esto no tiene futuro”, “Todos se meten contra nosotros”, “El mundo va de mal en peor”.
Jesús duerme porque se fía de nosotros.

Hay sencillamente un descubrimiento, desde la fe, del significado hondo de las cosas. Es que un milagro es precisamente esto: el llegar a descubrir y admirar la presencia honda, secreta y misteriosa de Dios en nuestra vida.